La judicialización del Barça en los últimos años ha llegado al colmo. Con el presidente y el expresidente imputados -Josep Maria Bartomeu, por fraude fiscal, y Sandro Rosell, por administración desleal y dos delitos contra Hacienda- y el club acusado de haber cometido también tres delitos contra la Agencia Tributaria, todos derivados del fichaje de Neymar.
Bartomeu denunció ayer prevaricación en el estamento judicial para justificar la actuación de la directiva azulgrana en una operación realizada a toda prisa. Un trato que Rosell quiso cerrar personalmente sin atender a ningún asesor que le pusiera un pero a un acuerdo complejo, diseñado para poder cumplir con las exigencias del padre de la estrella -con el Madrid de Florentino Pérez presionando para llevarse también al chico- y porque el socio no pusiera en cuestión la gestión de los dirigentes -que han hecho de la austeridad bandera- al saber las cifras reales de la contratación. En total, más de 90 millones de euros.
No seré yo quien niegue los movimientos oscuros del gobierno español a propósito del proceso catalán. Ni el control que están sufriendo algunos clubes pequeños de casa por parte de Hacienda, presión que no se observa en otras partes de España ni sobre determinadas instituciones o empresas (el propio juez Ruz, que ha imputado a Bartomeu en tiempo récord, no consiguió que la Agencia Tributaria fuese tan rápido, como en el caso azulgrana, al facilitarle los papeles de Unifica, responsable de las obras de reforma de la sede del PP en Madrid). Pero la directiva del Barça conseguiría más empatía y transmitiría cierta credibilidad en su denuncia si reconociera que no sólo se trata de eso -¿por qué, si no, el club decidió hacer una declaración de impuestos complementaria después de la primera denuncia de los hechos?-.
Con el discurso de la teoría conspirativa Bartomeu no ha convencido a nadie.