La última saga de pesebristas artesanos de Barcelona: “El día que nos retiremos ya nadie hará nuestro trabajo”
En ese taller trabajó su abuelo, nació su padre y nacieron ellos. Y en ese taller han compartido toda una vida juntos, dedicada a hacer a mano figuritas de pesebre. Los hermanos Joan y Martí Castells encaran sus últimos años de profesión tras seis décadas de laborioso trabajo artesanal, conscientes de que después de ellos ya no vendrá nadie más.
“Entiendo el interés, somos como un animal en peligro de extinción”, bromea uno de ellos al despedirse. “Pero mientras aguanten los ojos y las manos aquí seguiremos”.
A sus 72 y 74 años, los Castells son el último eslabón de la saga más ilustre de pesebristas de Catalunya. Durante más de 100 años (desde 1918), las paredes de este espacio en el barrio de Les Corts de Barcelona han sido testigo de las horas de trabajo que tres generaciones de una familia han dedicado a modelar y pintar, una por una, figuritas de barro para el belén.
Primero fue el abuelo Martí, que se dedicaba a cortar imágenes religiosas en madera y optó por ampliar el negocio con estas figuritas. Murió durante la Guerra Civil y el negocio pasó a las manos de su hijo menor (también llamado Martí), ya que los dos otros hermanos fueron a la guerra y acabaron en campos de concentración franquistas. Al ser liberados se incorporaron al negocio y los actuales responsables son dos de sus hijos.
Martí Castells (el tercero de la generación) recibe junto a una estufa de butano, sentado bajo la luz de una lámpara y el sonido de la radio. Con un jersey de lana y un delantal lleno de barro, repasa con un pincel una figurita de una pescadera, procurando que no quede ninguna imperfección. “Aquí sigo, igual que mi abuelo hace cien años”, bromea.
Los talleres como este han ido desapareciendo de Barcelona al igual que las tiendas especializadas que vendían figuritas para el belén. El suyo es el último de la ciudad, también el más ilustre. En 2018 fueron reconocidos con la Creu de Sant Jordi, el máximo galardón que otorga la Generalitat.
“Cada vez la gente hace menos pesebres en casa”, lamenta Joan. “Imagino que es una tradición que se pierde por la falta de espacio”. Ellos, explican, siguen subsistiendo gracias a los encargos que les hacen las asociaciones de pesebristas de todo el país, para las que se han convertido en un referente por su estilo propio y meticulosidad.
“El volumen de trabajo no tiene nada que ver con el de hace años, cuando aquí éramos cinco personas”, prosigue Joan. Estaban ellos dos, sus dos tíos y su padre. En los momentos previos a la Navidad también sus esposas les ayudaban con los pedidos.
A lado y lado de la estancia se acumulan cientos (¿o miles?) de moldes de yeso de distintos tamaños apilados en estanterías de madera. Algunos fueron creados por su abuelo hace cien años, otros por su tío Martí, el escultor más ilustre de la familia y cuyas figuras están repartidas por colecciones privadas y museos pesebristas de toda Europa.
No hay ni un solo cartel que identifique cada molde, pero ellos aseguran que saben dónde está cada uno. “Parece todo muy desordenado, pero nosotros nos lo conocemos bien”, aseguran. “Están todos controlados”.
No hay ni rastro de tecnología en el taller de los Castells, situado en la planta baja de lo que fue el domicilio de su abuelo y después de sus padres. Los pedidos, facturas y presupuestos se hacen a mano al igual que los moldes, la pintura, y el encolado de las piezas. Todo se hace uno por uno, vigilando cada detalle.
No tienen móvil y de internet no quieren ni oír hablar. Un viejo teléfono de rueda cuelga de la pared al lado de un calendario, donde están apuntadas las fechas de los pedidos. Los objetos y herramientas importantes las guardan en cajitas de puros.
“Menos el horno, que antes era de leña, todo lo demás sigue igual que hace cien años”, explican. Imposible no utilizar el recurso de la máquina del tiempo al describir lo que se siente al entrar en este taller, situado en la planta baja de un edificio cualquiera en una calle cualquiera.
Un negocio autogestionado
Los Castells se lo hacen todo en este negocio. Preparan los moldes, hacen las figuritas, las pulen, las hornean, les aplican una imprimación de cola, las secan, las pintan y las venden. El trato con los clientes también corre a su cargo, así como el empaquetado y envío de las figuritas a pesebristas de todo el continente. Trabajan cada semana de lunes a sábado por la mañana.
“Esto sí que es un negocio autogestionado”, apunta Martí, que reivindica su método frente a la producción industrializada de figuras de belén procedentes de Italia y de China. Admiten que no pueden competir contra estas nuevas figuras, que salen baratas y encima no se rompen, pero tampoco lo pretenden. “Lo que hacemos aquí no tiene nada que ver”.
La producción de las piezas arranca en julio. A mediados de octubre, cuando ya están listas, empieza el proceso de pintura de cada una. Se mantienen tan firmes a la tradición familiar que Joan, el mayor, pinta las cabezas y los ojos y Martí los objetos y las túnicas de cada figura. “En todas las generaciones el hermano mayor siempre se ha encargado de la cabeza y los ojos, no me preguntes por qué”, precisan.
Tampoco saben ni cuántas figuras producen cada año ni logran precisar cuánto tiempo invierten en cada una. “Es difícil de calcular”, apuntan. “Aquí vamos haciendo”. El proceso acaba a mediados de diciembre, cuando entregan todas las piezas a sus clientes. Entonces empieza un nuevo ciclo hasta julio, cuando entregan otra ronda de pedidos.
¿Y lo de trabajar a solas con tu hermano durante 60 años? “Somos como un matrimonio”, bromean. “Con el tiempo ya sabes qué cosas evitar para no tener conflictos”, señala Joan. “Si nos hemos aguantado hasta ahora creo que será por algo”, apunta Martí, que añade que apenas discuten.
Es inevitable plantearse qué ocurrirá con este mágico lugar de aquí a pocos años, cuando estos hermanos se retiren del todo y cierren el negocio. Los Castells son conscientes de que están al final de su largo camino y para que su legado se preserve han acordado con el museo del pesebre de Montblanc (Tarragona) ceder todos sus moldes y piezas.
Una vez a la semana, un miembro de la entidad se acerca al taller para aprender a orientarse en ese marasmo de moldes cuadrados de yeso sin ningún cartel que los identifique. “Si no sabes cómo utilizarlo es complicado aclararse”, admiten. “Algunas figuritas requieren de hasta cuatro moldes para hacerlas”.
Concluyen que el secreto de su éxito ha sido una máxima que les inculcaron sus padres: nunca bajar la calidad ni el rato que se dedica a cada pieza por muchos reconocimientos o pedidos que les llegaran. “Insistieron siempre en esto y les hemos hecho caso”, afirman.
¿Y sus descendientes? ¿No han querido continuar la saga?
“Nuestras hijas e hijos no han querido trabajar en esto”, explican sin ningún ápice de melancolía. “Pero lo entendemos perfectamente: implica muchísimo trabajo, hay que tener mano y te tiene que gustar”.
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