Paquita Delgado pasea por el barrio barcelonés de Bon Pastor al caer la noche. Entre la nostalgia y el orgullo, la presidenta de la Asociación de Vecinos recorre las calles buscando la casa que la vio nacer. Es una pequeña edificación, de poco más de dos metros y medio de alto y menos de 40 metros cuadrados. Las ventanas y las puertas, que antaño eran la entrada a un hogar en el que llegaron a vivir ocho personas, hoy están tapiadas con cemento.
Es una de las llamadas casas baratas del Bon Pastor, construidas en la década de 1920 para acoger a las personas migradas de toda España que llegaron a Barcelona a trabajar en la construcción del metro y otras infraestructuras. Este aumento de población se tradujo en centenares de barracas que el Ayuntamiento quiso eliminar antes de la celebración de la Exposición Universal de 1929.
El padre de Paquita era aragonés y yesero. Lo contrataron para hacer los techos de las casas baratas que debían acabar con el barraquismo y le pagaron con una. La primera de la calle. Hoy, un siglo después, su hija espera que el hogar que construyó su padre sea derribado.
Estas casas, propiedad del Patronato de Vivienda, se erigieron sin apenas condiciones de habitabilidad. La falta de espacio, los problemas de humedades y de salubridad hicieron que los vecinos empezaran a negociar con el Ayuntamiento en 1998 su reubicación a Viviendas de Protección Oficial (VPO) de nueva construcción en el barrio. Las conversaciones duraron hasta 2003 y tres años más tarde, se entregaron las primeras llaves.
El proceso para reubicar a las 750 familias de las casas baratas ha durado casi 25 años. Paquita hace cuatro años que se mudó, pero todavía quedan algunas decenas que tendrán que esperar hasta 2023. Cristóbal Baños es uno de los últimos que quedan. Está prácticamente solo en su calle; su casa está rodeada de otras que, como la de Paquita, están tapiadas.
Tiene 71 años y nació en la casa en la que ahora vive con su mujer, su hija y su yerno. Hoy son cuatro, pero llegaron a ser diez en un espacio que sólo contaba con tres habitaciones. Así que la familia de Cristóbal, como otras tantas, tuvo que arañar algunos metros cuadrados de donde pudo. Taparon el patio exterior, donde tenían un agujero que hacía las veces de lavabo, para hacer otra estancia. Y la cocina, que compartía espacio con el comedor, se trasladaba puntualmente a la calle.
Humedades, falta de intimidad y otros problemas
“Sacábamos el hornillo para cocinar fuera y comíamos por tandas, porque todos no cabíamos”, explica Cristóbal. La intimidad era una leyenda de la que los vecinos de las casas baratas sólo habían oído hablar. “Era tan normal estar siempre rodeado que había gente que entraba en tu casa sin preguntar”, recuerda Paquita, quien asegura que una de las cosas que más recuerda de su casa es toda la gente que murió delante suyo: “No había intimidad ni para morirse”.
La calle era una parte más de la casa. Paquita y Cristóbal recuerdan todavía el rumor de las noches de verano, las verbenas y los niños jugando. “En toda la calle había solo una bombilla. De niña, le decía a mi madre que me iba a jugar a la luz”, rememora Paquita. Pero esos recuerdos infantiles llegaron a su fin con la llegada de los coches. Cuando eran pequeños, todavía quedaban algunos carros de caballos que, con los años dieron lugar a los 600. “Al convertirse la calle en un párking, fue como si nos quitaran una parte de la casa”, dice Cristóbal.
Muchos de los habitantes de las casas baratas miran al pasado con cierta ternura, sabiendo que sus hogares son parte de la historia viva de la ciudad. Pero eso no les hace menos críticos: “Hemos sido felices aquí, pero esto no es vida”, relata Paquita. Ella ya hace cuatro años que le llegó su VPO y ahora no podría imaginarse de vuelta. Estas casitas colocadas en batería le dan un aspecto romántico y casi rural a la gran ciudad. Pero la postal bucólica sólo se ve de puertas para fuera, porque por dentro las casas baratas tienen graves problemas estructurales, sobre todo relacionados con la humedad.
“Muchas noches de tormenta, te despierta el aguacero que cae del techo. Así que, mueves el colchón, le das la vuelta y a dormir. Y ya te ocuparás mañana”, cuenta Jose, otro de los vecinos de estas casas, que acabó desarrollando bronquitis. El caso de Paquita no era tan extremo, pero sí recuerda ver las baldosas de su casa mojadas y tener la cama y la ropa constantemente húmedas. “Nosotros no nos dábamos cuenta, pero cuando venía alguien que no era de las casas baratas nos decía que apestábamos a humedad”, relata.
Sacábamos el hornillo para cocinar fuera y comíamos por tandas, porque todos no cabíamos
Estas construcciones se encuentran muy cerca del río Besós, cosa que hace que haya una gran cantidad de agua freática. Tanta, que la zona se conocía como los pozos de la Damm, porque la fábrica tomaba agua de allí para la fábrica de cerveza. La única solución a esta humedad constante era hacer obras. Cristóbal contaba con unos ahorros de su época como jugador del Barça (que le propició el sobrenombre de 'Kubalita'), con los que pagó una reforma “sin la cual no hubiéramos sobrevivido aquí”, reconoce. Pero no todos tuvieron esa suerte. “Los que no han podido meter un duro, tienen casas que da miedo verlas”, explica, casi entre susurros.
Una nueva vida, la esencia del barrio intacta
A medida que los pisos de protección oficial iban estando listos, las casas baratas se han ido vaciando de vecinos. Los que se iban, como Paquita, se encontraron con unos hogares mucho mejor acondicionados, por los que tuvieron que “pelear duro”. Las negociaciones con el Ayuntamiento no versaron sólo sobre cuestiones arquitectónicas, sino también económicas. La Asociación de Vecinos peleó ayudas para el alquiler y la compra de las nuevas viviendas, ya que las casas baratas tenían, como su nombre indica, condiciones muy ventajosas.
Al tratarse de viviendas de menos de 40 metros cuadrados, los alquileres no superan los 100 euros así que, para que el cambio no supusiera un impedimento para los vecinos -la mayoría de los cuales están jubilados con pensiones bajas-, se lucharon subvenciones que llegaron a ser de hasta el 35% en el precio de compra.
En el caso de los alquileres, se consiguieron precios bajos, que oscilan entre los 200 euros y los 50, en función de los ingresos del inquilino y aquellos mayores de 65 años pueden optar por un arrendamiento vitalicio, que les supone una rebaja extra en el precio, además de estar exentos durante diez años de pagar los gastos de comunidad. El único problema de estos alquileres es que, una vez muerto el inquilino, el piso pasa a ser, dos años después, propiedad del Ayuntamiento. Esto puede suponer algunos problemas para algunos vecinos como Alberto, que se suicidó el pasado verano cuando se le desahució de la casa de su madre fallecida.
Aun así, desde el Ayuntamiento y desde la Asociación de Vecinos han asegurado que se trabaja para que casos como este no se vuelvan a repetir y añaden que cualquier persona que se encuentre en esta situación puede encontrar una solución habitacional dirigiéndose a Servicios Sociales.
Cristóbal ha optado por un alquiler corriente. Le saldrá por unos 200 euros, tal como cuenta mientras rebusca algunas fotos para enseñar cómo era su familia, una de las primeras en instalarse en las casas baratas. Se irá en febrero, pero no se muestra especialmente ilusionado, a diferencia de su mujer, que está “que se tira de los pelos por cambiar”, bromea Cristóbal. Confiesa que la mudanza le da cierta pereza, pero lo que sí le apetece es el gran balcón que le espera. “Eso es cosa seria”, dice, con aplomo, mientras imagina las “verbenas” que vendrán. “Aquí he sido feliz y podría seguir unos cuantos años más. Pero eso sí, una vez me haya ido, no tendré nostalgia ninguna”, asegura.
Paquita es de su misma opinión. “Hay quien dice que le da mucha pena abandonar tantos recuerdos, pero mis recuerdos los llevo aquí”, afirma, tocándose el corazón. Apoyada en la pared de la que fue su casa, recuerda a su abuela y a sus primos. Las comidas hechas en la cocina económica, en plena calle. La casa en la que se albergan todos estos recuerdos pronto será derribada.
Solo se conservarán unas pocas de las 750 casas baratas, que serán reconstruidas y se convertirán equipamientos para el barrio y en un museo que mostrará cómo era la vida en estas edificaciones y, de rebote, en la ciudad. La de Cristóbal será una de ellas. Donde creció él y donde lo hizo su hija se hallarán muebles de otros vecinos, electrodomésticos de diversas épocas y herramientas de trabajo que recuperarán la memoria de esos obreros que hicieron de Barcelona la ciudad que es hoy.