Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
Los bandazos del gobierno británico con el coronavirus nos ponen en peligro a todos
España, como todos los países de su entorno y prácticamente el mundo entero, se afana en contener la transmisión del coronavirus. El motivo ha sido explicado tanto que es difícil que no lo conozcan ya todos. Investigadores, divulgadores, redes sociales y medios de comunicación detallan de forma lo más accesible posible por qué, aunque no se consiga contener la pandemia, es esencial retrasar la ola de infecciones para que el (moderado) porcentaje de casos que necesitan atención hospitalaria no desborde la capacidad de los sistemas de salud, disparando la mortalidad.
Es esta una crisis llena de incertidumbres, en la que resulta difícil tomar decisiones a pesar de contar con el apoyo de expertos epidemiólogos. Sin embargo, hay una serie de precedentes que indican claramente qué elementos fueron esenciales para que la tasa de mortalidad de epidemias similares se disparara o fuera controlada. El primero: asegurarse de que autoridades y medios sean honestos, trasparentes y se apoyen en la evidencia científica – tanto la preexistente como la que se va generando en tiempo real. Y el segundo: aplicar el principio de precaución, evitando arriesgarse a tomar medidas que, de basarse en las premisas equivocadas, puedan tener efectos devastadores o irreversibles.
La gran mayoría de los gobiernos europeos y asiáticos están implementando medidas de distanciamiento social que van desde la suspensión de eventos públicos al cierre de colegios, parques y locales de ocio, así como el confinamiento en los hogares. Los modelos de transmisión del coronavirus indican que las restricciones del tráfico de personas entre regiones, imprescindibles para limitar la expansión geográfica del virus, necesitan combinarse con una reducción drástica del contagio intracomunitario para ralentizar el avance del virus a la vez que la población se inmuniza. Esta estrategia ha sido particularmente exitosa en los países que han adoptado medidas drásticas de forma muy temprana, como Singapur, Hong Kong y Corea del Sur. Todo ello, claro está, con un elevado coste económico y social que hace que la decisión de cuándo iniciarlas y finalizarlas sea particularmente compleja.
Hay, sin embargo, un gobierno que ha decidido tomar un enfoque muy diferente. El gobierno del Reino Unido, presidido por Boris Johnson, ha defendido durante semanas que es mejor no actuar para contener la infección y permitir que esta se extienda a la mayor parte de la población. Para justificar esa decisión ante sus conciudadanos, ha aplicado una racionalización más cercana a la propaganda política que a la evidencia científica: argumenta que, una vez esté infectado el 60% de la población, el resto estará protegido por la llamada “inmunidad de grupo” (herd inmunity en inglés). Un concepto que se aplica a las vacunas (que, mediante fragmentos inactivos de virus, permiten ganar inmunidad a la población) pero que resulta temerario extrapolar al avance de un virus activo y aún muy desconocido. Apoyándose en este concepto y en simulaciones epidemiológicas que no han sido hechas públicas (a pesar de haberlo reclamado reiteradamente la comunidad científica), tanto el primer ministro como los comunicadores de su gobierno empezaron a preparar a la población para que asumieran parte del coste que se avecina: la pérdida de seres queridos, principalmente aquellos que pertenecen a grupos de riesgo (personas mayores, inmunodeprimidas, con afecciones respiratorias o cardíacas – y aquellos con menos recursos).
Las implicaciones de esta estrategia pueden ser devastadoras. Como han explicado expertos y medios de comunicación británicos, alcanzar un 60% de infectados de forma incontrolada tendrá, probablemente, un coste desproporcionado en vidas humanas. Según la epidemióloga Seema Jasmin, el Reino Unido podría llegar a tener 39.6 millones de infectados que, guiándonos por los datos disponibles hasta la fecha, resultaría en un 13.8% (alrededor de 5.5 millones) de hospitalizados con complicaciones severas, de los que 1.86 millones (un 4.7%) serán enfermos críticos y más de 270.000 (un 0.7%) morirán. Una mortalidad claramente inaceptable, incluso ignorando los efectos a largo plazo sobre los enfermos críticos que sobrevivan y el efecto que la sobresaturación del sistema sanitario tendrá sobre la supervivencia de quienes tienen otras dolencias graves.
Estos cálculos, aunque brutales, pueden considerarse optimistas si nos guiamos por las tasas de letalidad (case fatality rates) obtenidas en los países en los que ya ha habido varios miles de infectados, que son muy superiores al 0.7%. Esa tasa coincide con la observada en China fuera de la región de Wuhan, epicentro de la epidemia, donde la mortalidad fue ocho veces superior (5.8%); y con la observada en los momentos más tardíos de la epidemia (posteriores al 1 de febrero), que llegó a alcanzar una mortalidad 25 veces superior (17.3%) en los momentos iniciales (1-10 de enero). De ser aplicable la tasa de mortalidad global (estimada en un 2.3% por el mismo estudio del CCDC del que Seema Jasmin tomó las proporciones de infecciones graves y críticas anteriores), la mortalidad en el Reino Unido podría acercarse al millón de personas. Una estima más razonable para un sistema de salud europeo podría ser la mortalidad actual en Italia y España. Si es así, las noticias son igualmente preocupantes: debido a factores como la elevada edad de su población (el 23% de sus habitantes tienen 65 años o más) y la elevada concentración geográfica de los casos (con la consiguiente sobrecarga del sistema de salud), la tasa de mortalidad en Italia es sensiblementesuperior a la media global (estimada por la WHO en un 3.4%). Con todas estas cifras, la mortalidad esperable en el Reino Unido podría estar más cerca del millón largo que de los cientos de miles de personas.
Todo esto, sin tener en cuenta el efecto que podría tener el colapso del sistema de salud causado por las elevadas tasas de trasmisión del virus asociadas a una estrategia de “dejar hacer” hasta que se establezca inmunidad de grupo. Tras años de recortes por los gobiernos conservadores previos y el actual, el sistema de salud británico, que cuenta con aprox. “78.000 médicos de cabecera, 111.000 doctores (HCHS doctors) y 300.000 enfermeras/matronas, reconoce hace tiempo que carece de personal suficiente y se satura anualmente cuando tiene que atender a los casos habituales de gripe estacional – cuyo número es, debido a la resistencia ya presente en la población y a la vacunación, muy inferior a los casos esperables de coronavirus, y tan solo resulta en decenas de miles de hospitalizaciones y una media de 600 muertos por año (aunque puede llegar a superar los 10.000, como ocurrió en la pandemia de 2008-2009). La perspectiva de atender varios millones de hospitalizaciones por complicaciones severas del coronavirus, que incluirían entre uno y dos millones de enfermos críticos, resultará de forma muy probable en el filtrado y rechazo de muchos de esos casos. Ante esa atención deficiente no es difícil imaginar que las personas mayores, los pacientes más graves y aquellos con condiciones previas mostrarán tasas de mortalidad superiores a los de Corea del Sur o incluso al promedio global, para acercarse e incluso superar los de Italia o Wuhan. De hecho, los médicos del NHS reconocen que, preparándose para la posibilidad de que el número de pacientes sobrepase a sus capacidades, están estableciendo procedimientos para determinar qué pacientes tendrán acceso a sus infraestructuras críticas (como camas o respiradores) y quienes lo verán denegado, priorizando a aquellos con mayor probabilidad de sobrevivir, tal y como está ocurriendo ya en Italia debido al retraso en la toma de medidas drásticas de contención. Y esto sin tener en cuenta el impacto en la salud de los trabajadores del sistema sanitario, cuya infección progresiva mermará aún más la capacidad de acción del sistema sanitario.
Los defensores de la estrategia del gobierno de Boris Johnson argumentan que ésta se basa en una visión a largo plazo, y acusan a las estrategias de distanciamiento social de cortoplacistas. Su argumento se basa en tres factores. En primer lugar, en la posibilidad de que la tasa de mortalidad sea mucho menor a las estimas actuales, al haber una proporción muy elevada de infecciones que no llegan a detectarse. Esta es una posibilidad real, porque tanto en China como en los países donde ya hay un número elevado de casos detectados (como Irán, Italia o España), el precio y disponibilidad de los tests hacen que no lleguen a comprobarse mediante análisis la gran mayoría de los casos con síntomas compatibles con coronavirus – sino tan solo aquellos con síntomas graves que precisan de hospitalización o los pertenecientes a grupos de riesgo. Sin embargo, los datos de Corea del Sur, donde la disponibilidad de un sistema de salud público y gratuito y la experiencia de epidemias anteriores ha permitido que se realice un esfuerzo analítico sin parangón en otros países (casi 250.000 individuos), sugieren que la tasa real de fatalidad difícilmente será muy inferior al 0.6%.
En segundo lugar, la estrategia se basa en la premisa de que todos los afectados desarrollarán inmunidad duradera al virus y no sufrirán, por tanto, reinfecciones. Esta premisa puede parecer razonable basándose en la experiencia con virus similares, pero no hay evidencia clara de que se vaya a cumplir (otros coronavirus que circulan regularmente en humanos causando resfirados comunes, OC43 and HKU1, provocan inmunidad de duración inferior a un año). De hecho, se han detectado varios casos de reinfecciones de pacientes tras ser dados de alta, aunque no se ha podido descartar que se tratara de remanentes de la infección anterior (pequeños núcleos durmientes de infección) que se reactivaron tras el alta. La ausencia de inmunidad a medio-largo plazo en la totalidad o parte de la población sería problemática en los países que apuestan por contener temporalmente la infección, pero resultaría desastrosa con el enfoque británico – ya que, además de asumir los brutales costes de una infección rápida, no se alcanzaría la inmunidad de grupo.
En tercer lugar, la estrategia de tolerar tasas altas de infección para construir inmunidad de grupo tiene como objetivo principal prevenir un repunte estacional del virus, cuando pase el verano y las condiciones vuelvan a adecuadas para proliferación. Como en las premisas anteriores, no hay ninguna evidencia de que esto vaya a ser así. Aunque otros coronavirus muestran picos estacionales en invierno, cuando el descenso en temperatura y humedad favorece su transmisión, también hay estudios que predicen que podrá proliferar en cualquier momento del año.
Todo esto quiere decir que la estrategia británica es una arriesgada apuesta que, de salir mal, tendrá un coste desproporcionado. Es posible que las incertidumbres mencionadas jueguen a favor del pueblo británico, y una improbable pero no imposible combinación de moderada tasa de infección, baja mortalidad y una inmunidad adquirida generalizada resulten en un número de hospitalizaciones abarcable por el sistema de salud, y en niveles de mortalidad aceptables para una epidemia de este tipo. Pero no dejan de ser premisas extremadamente optimistas cuyo uso no parece prudente. El riesgo, en caso contrario, es tan elevado que el principio de precaución más elemental debería hacerlo inasumible. De fallar su apuesta, el Reino Unido no solo se enfrentará a un número elevadísimo de enfermos graves, a los que un sistema de salud inhumano aplicará protocolos que elegirán quien recibe tratamiento y quien es enviado a casa a morir. También se convertirá en un foco ingente de la pandemia global, que pondrá en peligro las estrategias de contención y tratamiento extendido en el tiempo de los países circundantes, lo que les obligará a someter al Reino Unido a un bloqueo completo a la circulación de bienes y personas. El impacto de todo esto en la economía, que representaba el interés prioritario de quienes han diseñado esta estrategia, será sin duda mucho mayor que el de las medidas de contención que se resisten a aplicar.
El enfoque del gobierno británico busca también anticiparse a una posible mutación del virus que, como ocurrió con la gripe española, lo haga mucho más letal, con efectos potencialmente devastadores. Si se alcanzara inmunidad de grupo antes de que la mutación ocurra, estaríamos ya protegidos frente a esa posibilidad. Pero este planteamiento ignora el hecho de que la probabilidad de dicha mutación aumenta rápidamente con el número de infectados por el virus. Una vez más, resulta más sensato ralentizar la expansión del virus, dando tiempo al desarrollo de potenciales vacunas, nuevos medicamentos y terapias, y al refuerzo de nuestro sistema de salud. El hecho de que la extensión sin control de la primera oleada de gripe española no sirviera para proteger a la población de la nueva y letal variedad que apareció después proporciona un ejemplo ilustrativo de los riesgos de esta apuesta.
Para apuntalar esta estrategia, han utilizado otro concepto tomado de la literatura científica pero de validez muy dudosa para esta situación – argumentando que iniciar de forma temprana las medidas de distanciamiento social reduciría su eficacia al causar “fatiga cognitiva” de la población. Este controvertido concepto, cuya carga de evidencia tampoco ha sido hecha pública, es la aportación de Behavioural Insights Team, una compañía privada de científicos del comportamiento que asesora al gobierno, y ha sido cuestionada ampliamente en una carta abierta escrita por 229 científicos de universidades británicas.
Algunos analistas han señalado ya que la estrategia del gobierno británico no es “dejar hacer”, como han defendido sus máximos representantes, y que la tormenta desatada debe achacarse a una pésima estrategia de comunicación. Argumentan, de hecho, que el plan de acción contra el coronavirus no incluye ninguna referencia a la inmunidad de grupo. Haya sido la “inmunidad de grupo” una estrategia de acción o solo de comunicación, parece claro que ha sido diseñada y aceptada por unos políticos que no solo carecen de educación científica, sino que desconfían del consenso científico y prefieren seleccionar aquellos expertos cuya opinión coincide con sus prejuicios. Algo que, por cierto, también han defendido algunos en España, reclamando “liderazgo político” frente al “parapeto” de la ciencia. Preocupado exclusivamente por el efecto que las medidas de contención puedan tener sobre la economía, el gobierno de Johnson no ha tenido problemas en pedir a sus ciudadanos que asuman un nivel de sufrimiento que podría resultar desproporcionado. Para ello, han apelado a evidencia científica que no han hecho pública y han secuestrado conceptos inaplicables a esta situación actual, convirtiéndolos en un mero eslogan político. El apoyo de unos tabloides que ya han demostrado no tener escrúpulos en mentir a sus lectores y el recurso al sentimiento de superioridad frente a los países del sur han formado, por desgracia, parte esencial de esta campaña negacionista. Como ocurrió en los momentos iniciales de la crisis en otros países, hay muchos ciudadanos que están dispuestos a aceptar cualquier mentira que coincida con sus deseos.
Por suerte, Boris Johnson ha empezado ya a reconsiderar esta estrategia. Como ya le ha ocurrido a Donald Trump, en cuanto ha empezado a revelarse la escala del problema la presión del establishment económico y la amenaza de un más que probable aislamiento impuesto desde el exteriorhan acabado obligándole a rectificar e introducir las tan necesarias medidas de distanciamiento social. Como evidencia del desgobierno que caracteriza las acciones de Boris Johnson, este lunes 16 de Marzo estaba dando un giro de 180 grados a su estrategia, introduciendo medidas moderadas de distanciamiento social (recomendando el teletrabajo, no ir a los pubs y abandonar los planes de viaje). Los problemas de comunicación revelan ahora sus consecuencias: después de semanas de defender lo contrario, la introducción de esta medidas está siendo “atacada brutalmente” por la industria hostelera y del ocio.
Por desgracia, para cuando este golpe de timón haya surtido efecto se habrá perdido un tiempo precioso, que involucrará un coste innecesario en vidas humanas, dinero y sufrimiento a la población más allá de las fronteras del Reino Unido. Como si no bastara con el Brexit…
España, como todos los países de su entorno y prácticamente el mundo entero, se afana en contener la transmisión del coronavirus. El motivo ha sido explicado tanto que es difícil que no lo conozcan ya todos. Investigadores, divulgadores, redes sociales y medios de comunicación detallan de forma lo más accesible posible por qué, aunque no se consiga contener la pandemia, es esencial retrasar la ola de infecciones para que el (moderado) porcentaje de casos que necesitan atención hospitalaria no desborde la capacidad de los sistemas de salud, disparando la mortalidad.
Es esta una crisis llena de incertidumbres, en la que resulta difícil tomar decisiones a pesar de contar con el apoyo de expertos epidemiólogos. Sin embargo, hay una serie de precedentes que indican claramente qué elementos fueron esenciales para que la tasa de mortalidad de epidemias similares se disparara o fuera controlada. El primero: asegurarse de que autoridades y medios sean honestos, trasparentes y se apoyen en la evidencia científica – tanto la preexistente como la que se va generando en tiempo real. Y el segundo: aplicar el principio de precaución, evitando arriesgarse a tomar medidas que, de basarse en las premisas equivocadas, puedan tener efectos devastadores o irreversibles.