Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
La importancia de ser autor
La mitología asociada a la ciencia y a los profesionales de la ciencia es gigantesca. Para hacernos una idea basta recordar ese estereotipo de científico que aparece en las películas: un señor, hombre por supuesto, canoso y de pelo revuelto, con un matraz humeante en la mano, una pizarra detrás llena de ecuaciones, extraordinariamente distraído y vestido con una bata blanca. En realidad, los científicos somos tan diversos como ocurre en el resto de actividades humanas y nuestro único denominador común es que generamos conocimiento que, normalmente, sintetizamos en publicaciones científicas.
Así resumido es muy desmotivador y probablemente muy poco romántico, pero es la verdad. Lo que hacemos es publicar lo que somos capaces de ir resolviendo para que el resto de nuestros colegas puedan ir subiendo el listón de lo conocido con nuestra contribución. Poco glamuroso, pero es una visión realista y profesional. No somos superhéroes, sólo artesanos de la ciencia que en vez de levantar botijos en un torno y luego venderlos como haría un alfarero, planificamos y llevamos a cabo experimentos y observaciones del mundo que nos rodea, analizamos los datos que generamos y producimos publicaciones científicas.
La ultra competitividad que caracteriza nuestro sistema académico descansa en la evaluación de nuestro desempeño como base del mantenimiento de una carrera científica. En realidad hablamos de la evaluación de nuestra productividad individual; es decir, de un cómputo detallado del número de publicaciones que hemos podido realizar, así como todas las derivadas correspondientes: el número de citas de cada artículo, el índice de impacto de la revista en la que publicamos nuestro trabajo, el índice H, etc. Así contado, nuestra actividad pierde buena parte del valor y casi todo el encanto con que la sociedad nos imagina, pero nos enfrenta a uno de los problemas más extendidos, y de hecho a una de las malas prácticas profesionales más habituales en la profesión: ser autor sin merecerlo. Si la clave en nuestra carrera son las publicaciones científicas, ser autor de una o muchas de ellas es realmente crítico como profesionales de la ciencia por su impacto directo en nuestra evaluación.
A pesar de su importancia, quién merece ser autor de una publicación y en qué posición debe de firmar es algo que no está siempre bien claro en el día a día. La teoría es relativamente simple, un autor debe de ser alguien que haya hecho una contribución relevante y que sea capaz de defender en su conjunto el trabajo que se publica. Por ello, las ayudas puntuales no deberían considerarse como méritos suficientes para ser coautor de un trabajo. El lugar adecuado para poner en valor estas contribuciones son los agradecimientos de los trabajos científicos, donde deben figurar aquellas personas que ayudaron, aportaron datos, o cuyo único papel ha sido liderar el grupo de investigación o conseguir parte de la financiación. De hecho cada vez más revistas exigen que se explique por escrito la contribución al artículo de cada uno de los autores y hay recomendaciones muy expresas de no considerar como autor aquel que no ha contribuido significativamente a la gestación, desarrollo y escritura del artículo, y que no sea capaz de poder presentarlo en una reunión científica. Organizaciones internacionales como por ejemplo el ICMJE (International Committee of Medical Journal Editors) establece estos criterios para ser autor: 1) haber contribuido substancialmente a la concepción o diseño del trabajo o a la toma, análisis o interpretación de los datos; 2) preparar o revisar críticamente el contenido intelectual; 3) aprobar explícitamente la versión a publicar; 4) consentir expresamente ser responsable de todos los aspectos del trabajo para asegurar la exactitud o integridad de cualquier parte del trabajo.
La posición entre los firmantes o coautores de un trabajo tampoco es algo trivial. El valor curricular alcanza su máximo en el caso del primer autor, quien se supone que ha liderado el trabajo y ha hecho buena parte del trabajo más duro relacionado con la toma de datos, análisis y escritura del documento. Este valor curricular va disminuyendo de forma gradual según nos alejamos de esa primera posición. La última posición tiene un valor de nuevo elevado porque es allí donde se suele situar al autor senior, el que pilota el grupo, el que dibuja buena parte del marco de trabajo del equipo de investigación y, con frecuencia, el que consigue la financiación. Este esquema básico puede modificarse dentro de un marco ético, cuando los autores consideran que dos o más autores han liderado el trabajo con una contribución idéntica, pudiéndose indicar explícitamente en el artículo que se su contribución ha sido similar y que la posición es fruto del azar o del orden alfabético.
Desafortunadamente, estas premisas básicas no se cumplen siempre. Por ejemplo, cuando la posición en la lista de coautores está determinada por la jerarquía de cada uno en el grupo y no por el trabajo desarrollado en ese artículo en concreto. Es habitual en algunas áreas científicas que el primer firmante sea el jefe del grupo, generalmente un catedrático “espalda plateada”, hombre en la mayor parte de los casos, que es capaz de mantener una productividad científica elevada incluso sin apenas visitar el laboratorio más de una vez al mes porque tiene cargos políticos o dirige un buen montón de otras cosas. En esos grupos se firma por antigüedad, como si de una estructura militar se tratara; primero el jefe, luego el ayuda de cámara, luego el meritorio emergente-leal, luego el estudiante que hace su tesis y en última posición algún otro meritorio a quien ir apoyando. ¿Cómo evaluar el desempeño individual a partir de unas autorías y unas posiciones determinadas de esta manera?
No es raro encontrar perfiles curriculares en los que una persona aparece con una productividad muy elevada, llamativamente elevada podríamos decir, sobre todo en momentos críticos concretos ligados a la consecución de un puesto laboral permanente. Una decisión del grupo hace que alguien aparezca en un número de trabajos colectivos muy por encima de lo que ha venido sucediendo a lo largo de su carrera. Aunque es difícil de averiguar y mucho más de probar, nos enfrentamos a una decisión torticera y a una mala práctica evidente que debería ser sancionada y desaparecer en los círculos científicos.
Con frecuencia los autores de un trabajo son todos los miembros del grupo, pero debemos preguntarnos ¿han participado todos ellos en el trabajo? ¿Es suficiente con haber echado una mano un par de días en el laboratorio o haber ido al campo y participar en las medidas o en la toma de datos un par de veces? No es fácil responder a esto ya que parte del trabajo realizado puede ser fundamental para ese estudio. Muchos investigadores de prestigio sugieren que es una forma de cohesionar el grupo, de mantener el “buen ambiente interno” a la vez que se favorecen las interacciones y sinergias entre los miembros del grupo. Pero, además, esto permite aumentar la proyección del grupo al hacer más competitivos a los miembros más jóvenes del mismo, que publican a tasas más elevadas que los miembros de equipos más pequeños. Algo parecido podemos decir de los trabajos colectivos que suelen verse en revistas de alto impacto, donde lo que ocurre es que buena parte de los autores se limitan a suministrar datos. Se podría argumentar que sin esos datos no se podría haber hecho el trabajo, claro. Con frecuencia algunas de estas personas difícilmente podrían superar el listón de defender el trabajo globalmente.
En este contexto de autores supernumerarios surge una nueva duda: ¿el personal técnico debe firmar también el trabajo? Si pensamos en técnicos de un servicio externalizado (un laboratorio externo al que se mandan las muestras a analizar y se paga por ello, por ejemplo), parece claro que la respuesta es no. Pero si el personal técnico es parte integrante del grupo de investigación, si están cada día con el resto de los investigadores y toman cervezas juntos al salir del laboratorio, ¿cuál es la respuesta? Se trata de una situación delicada que hay que valorar con cuidado.
¿Cómo avanzar en la resolución de este problema tan extendido? Para algunas cuestiones, cómo la relativa a la posición de los autores, el camino desde un punto de vista ético es evidente, pero exige en muchas áreas reconocer que lo que se está haciendo está mal. Y este primer paso no es fácil. Hay cuestiones para las que el camino es particularmente difuso. Para empezar la más obvia, quien es autor y quién no. Todos podemos estar de acuerdo en que los firmantes de un trabajo deben de ser aquellos que hayan hecho un esfuerzo significativo en el trabajo, pero la noción de “significativo” no es algo universalmente establecido. De poco vale emplear algoritmos complejos para evaluar el currículo de los candidatos en oposiciones y contratos para acabar con un número muy exacto a partir del número de artículos que firma y la posición en cada uno de ellos si la autoría y el orden de los autores no se establecen con criterios estándares y se infringen con demasiada frecuencia principios éticos básicos.
El concepto de autor de un trabajo conlleva además de méritos curriculares la responsabilidad de validar con tu nombre la autenticidad de los resultados y la solvencia del protocolo experimental y del origen de los datos. No debería tomarse a la ligera una invitación a firmar un artículo ni deberíamos extender invitaciones a colaboradores y colegas simplemente por amabilidad, gratitud o para reforzar vínculos, sean personales o laborales.
La mitología asociada a la ciencia y a los profesionales de la ciencia es gigantesca. Para hacernos una idea basta recordar ese estereotipo de científico que aparece en las películas: un señor, hombre por supuesto, canoso y de pelo revuelto, con un matraz humeante en la mano, una pizarra detrás llena de ecuaciones, extraordinariamente distraído y vestido con una bata blanca. En realidad, los científicos somos tan diversos como ocurre en el resto de actividades humanas y nuestro único denominador común es que generamos conocimiento que, normalmente, sintetizamos en publicaciones científicas.
Así resumido es muy desmotivador y probablemente muy poco romántico, pero es la verdad. Lo que hacemos es publicar lo que somos capaces de ir resolviendo para que el resto de nuestros colegas puedan ir subiendo el listón de lo conocido con nuestra contribución. Poco glamuroso, pero es una visión realista y profesional. No somos superhéroes, sólo artesanos de la ciencia que en vez de levantar botijos en un torno y luego venderlos como haría un alfarero, planificamos y llevamos a cabo experimentos y observaciones del mundo que nos rodea, analizamos los datos que generamos y producimos publicaciones científicas.