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No todos los investigadores funcionarios trabajan, pero es fácil medirlo

“He aprobado las oposiciones. A partir de ahora ya puedo darme la vida padre y rascarme la barriga.” Muchos hemos oído frases de este tipo, que ya pertenecen al imaginario español y refuerzan el cliché del funcionario que pasa el día entre leer el periódico y tomar café. Hay sin duda funcionarios que, amparados por la legislación o por su laxa implementación, se dedican a no hacer nada. Pero resulta curioso que algunos responsables de la propia administración hayan demostrado estar más interesados en denigrar a sus funcionarios que en ejercer un control efectivo sobre su desempeño.

Antonio Muñoz Molina argumenta, de hecho, que la clase política ha fomentado esta imagen e incluso la actitud que la sustenta con el objetivo de establecerse como el único estatuto con legitimación para tomar decisiones y desarticular los controles que el funcionariado debería ejercer sobre sus decisiones. Si la clase política no ha fomentado la imagen del funcionario indolente, lo que desde luego no ha hecho ha sido luchar por erradicarla.

No debería ser difícil evaluar el rendimiento de un funcionario, ya que sus funciones están claramente especificadas. Y lo más probable es que cada jefe de departamento sepa cuáles de los empleados a su cargo trabajan y cuáles no. Esto es particularmente cierto en el mundo científico, en el que los investigadores dejan abundantes muestras y pistas sobre su actividad profesional.

Como ejercicio, hemos evaluado la productividad de los más de 200 científicos de plantilla de ocho centros del CSIC pertenecientes al área de Recursos Naturales: el Centro de Investigaciones sobre Desertificación, la Estación Biológica de Doñana, la Estación Experimental de Zonas Áridas, el Instituto Botánico de Barcelona, el Instituto de Biología Evolutiva, el Instituto Pirenaico de Ecología, el Museo Nacional de Ciencias Naturales y el Real Jardín Botánico de Madrid. Para cada investigador de plantilla de estos centros, hemos determinado, a partir de la base de datos Web of Science, el número de artículos publicados entre 2008 y 2013 (ambos inclusive), el número de citas que dichos artículos han recibido y el índice h correspondiente a esas publicaciones — indicadores ampliamente utilizados para evaluar el impacto científico de un investigador.

Quede claro que al limitarnos a estos indicadores no estamos evaluando en su totalidad la productividad de los investigadores, ya que dejamos de lado aspectos como la divulgación, la formación de nuevos investigadores y la obtención de recursos, así como publicaciones que no aparecen en el Web of Science. Con todo, siendo el CSIC una institución dedicada a la investigación, resulta lógico suponer que la producción de sus científicos debe tener el impacto internacional que miden estos indicadores.

En cualquier caso, el propósito de este ejercicio es simplemente demostrar que es fácil llevar a cabo las evaluaciones, y destacar que aunque la mayoría de los investigadores sean trabajadores concienzudos también hay entre ellos una cantidad no desdeñable de “funcionarios acomodados” – en el sentido más peyorativo de la expresión. Es importante destacar que tanto la dirección central del CSIC como los directores de instituto disponen de información detallada sobre la productividad de sus investigadores en todas sus vertientes, y podrían (si quisieran) determinar quién trabaja y quién no – aunque no hacen públicos los indicadores por investigador que les proporcionan regularmente los centros, ni siquiera cuando se los hemos solicitado (lo que nos ha obligado a calcularlos tras rastrear la producción de cada investigador, uno a uno).

En un primer análisis podemos comparar los distintos índices de productividad en función de la categoría profesional del investigador. Los investigadores del CSIC se dividen, esencialmente, en tres eslabones. En orden ascendente: Científico Titular (CT), Investigador Científico (IC) y Profesor de Investigación (PI). Como referencia, la primera categoría equivale a profesor titular de universidad y la tercera a catedrático de universidad. Hay, además, algunos investigadores con otras categorías dispares a los que ignoramos en este análisis por simplicidad.

Como podemos ver en la figura, los tres indicadores (número de publicaciones, citas e índice h) difieren entre grupos. En conjunto los investigadores científicos son más productivos que los científicos titulares, y los profesores de investigación más productivos que los investigadores científicos. Estas diferencias no son sorprendentes, pues sólo los investigadores que destacan en una categoría acceden a la categoría superior.

Contando los tres grupos a la vez, de 2008 a 2013, cada investigador publicó un promedio de 25 artículos (desviación típica = 19, mediana = 22). Sin embargo, el 11% de los investigadores publicaron durante este periodo menos de un artículo al año, y el 1.6% no publicó ni un solo artículo en este periodo. En promedio, los trabajos de los investigadores de nuestra muestra recibieron 294 citas (desviación típica = 385, mediana = 178). Pero el 12% recibió menos de 20 citas y el 2% no recibió ninguna. En cuanto al índice h, el promedio fue de 8 (desviación típica = 5, mediana = 7), si bien fue de 0 para el 2% de los investigadores e inferior a 3 para el 10%. Si incluimos todos los investigadores de plantilla, en lugar de centrarnos a las tres categorías más numerosas, los porcentajes de investigadores que no publicaron ni un artículo, no obtuvieron ninguna cita y tuvieron un índice h de 0 pasan a 3%, 4% y 4%, respectivamente.

La gran variabilidad en número de publicaciones, citas e índice h no refleja tan sólo diferencias en el esfuerzo, eficiencia y calidad de los distintos investigadores. Por ejemplo, los que trabajan en grupos grandes publican más que los que trabajan en solitario. (Un grupo de 10 investigadores publica más que un grupo de dos, aunque todos trabajen lo mismo, y nuestros índices no están ponderados por el número de investigadores por artículo.) No es éste el sitio adecuado para realizar un análisis en profundidad de los datos. Lo que nos interesa resaltar es que, aunque el investigador funcionario promedio es una persona comprometida con su trabajo, con frecuencia dispuesto a realizar incontables “horas extras” no remuneradas, hay entre los investigadores de plantilla del CSIC un porcentaje bajo pero no despreciable de investigadores que, literalmente, no hace nada (o casi nada).

Sin duda, encontraremos el mismo patrón repetido en los distintos sectores de la administración pública. No hay justificación alguna para mantener a estos parásitos en sus puestos de trabajo, cobrando por no hacer nada, cuando la tasa de paro supera el 25% y el déficit presupuestario ronda el 90% del PIB. De hecho, hasta el jefe del estado denuncia que la inaceptable tasa de paro está forzando a que una generación entera de jóvenes investigadores tenga que salir al extranjero sin posibilidad de retorno. En lugar de seguir una política de recortes indiscriminados, reduciendo presupuestos y limitando el número de nuevas plazas al 10% de las jubilaciones, ¿no sería más razonable deshacerse de los “trabajadores” que no trabajan y utilizar estos recursos para contratar investigadores más cualificados y dispuestos a trabajar?

Sólo los intereses políticos explican la existencia de funcionarios que no hacen nada. Estos intereses son de dos tipos. Por un lado, despedir a gente (aunque sea por no trabajar) es una medida impopular a la que ningún gobierno quiere enfrentarse. Por otro lado, es más fácil desmantelar un servicio público que no funciona que uno que está funcionando bien: el primer paso de la privatización ha sido, tradicionalmente, mermar la calidad del servicio prestado por las entidades públicas. Es este un mecanismo perverso, basado en una premisa falsa: que no se puede controlar el desempeño de los funcionarios públicos. Para garantizar la eficiencia del sistema público basta con cambiar las leyes de tal manera que prepondere la eficiencia sobre la incompetencia.

Con frecuencia oímos que “no se puede” despedir a un funcionario. O que a última hora va a ser un juez quien decida si se puede hacer o no, con lo que no merece la pena hacer el esfuerzo de intentarlo. Tal vez, pero la solución es sencilla. Es un poco como la inconstitucionalidad de la reciente consulta sobre la posible independencia de Cataluña. Igual que se cambió la constitución para permitir que la Unión Europea limitara los déficits estructurales máximos que podían asumir el gobierno español y las comunidades, se podría haber cambiado para permitir la consulta (si es que era necesario llegar tan lejos). No se cambió por falta de voluntad política, y no se cambian las leyes sobre el funcionariado por falta de voluntad política.

No estamos abogando por la desaparición de la figura del funcionario, ni de sus derechos. De hecho, en las cifras que presentamos se refleja que una abrumadora mayoría de los investigadores de plantilla merecen con creces las ventajas que da la carrera de funcionario para llevar a cabo investigación de vanguardia sin el sobresalto continuo de cambiar de trabajo. Lo que sugerimos es que al tiempo que se respetan los derechos del funcionario se le exija cumplir con sus obligaciones. Lo contrario supone un agravio comparativo contra los que se esfuerzan en cumplir su trabajo, y un agravio aún mayor contra los ciudadanos que, con gran esfuerzo, los financian.

Con frecuencia oímos que hay que privatizar gran parte de los servicios públicos porque no son eficientes, como si la fuente de los recursos utilizados (públicos o privados) tuviese algo que ver con el uso que se hace de ellos. Esto es una gran falacia, pues de la misma manera que una empresa privada impone unas normas de funcionamiento para mejorar el rendimiento de los recursos, también podrían hacerlo los gobiernos mediante la implantación de leyes y protocolos de seguimiento de los servicios públicos.

“He aprobado las oposiciones. A partir de ahora ya puedo darme la vida padre y rascarme la barriga.” Muchos hemos oído frases de este tipo, que ya pertenecen al imaginario español y refuerzan el cliché del funcionario que pasa el día entre leer el periódico y tomar café. Hay sin duda funcionarios que, amparados por la legislación o por su laxa implementación, se dedican a no hacer nada. Pero resulta curioso que algunos responsables de la propia administración hayan demostrado estar más interesados en denigrar a sus funcionarios que en ejercer un control efectivo sobre su desempeño.

Antonio Muñoz Molina argumenta, de hecho, que la clase política ha fomentado esta imagen e incluso la actitud que la sustenta con el objetivo de establecerse como el único estatuto con legitimación para tomar decisiones y desarticular los controles que el funcionariado debería ejercer sobre sus decisiones. Si la clase política no ha fomentado la imagen del funcionario indolente, lo que desde luego no ha hecho ha sido luchar por erradicarla.