Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
La tormenta Gloria humilla a los reyes del Antropoceno
Gloria, como un Leviatán, ese monstruo marino que aparece en el viejo testamento, nos enfrenta a buena parte de nuestras contradicciones y ha recordado lo vulnerables que incluso los que vivimos en el mal llamado mundo desarrollado podemos llegar a ser. La conexión entre muerte, destrucción y clima es directa para los miles de refugiados climáticos que sólo recientemente han visto reconocida su existencia por una sentencia del tribunal de Naciones Unidas. Huir de los nuevos escenarios climáticos es casi su única opción. Aquí, en nuestro país, es sólo una cuestión de riesgo aparentemente controlado y una seguridad en manos de un estado menguante.
Para los que nos dedicamos a hacer ciencia, no cabe ninguna duda sobre la existencia de una relación entre eventos climáticos extremos, el cambio climático y el actual estado de emergencia climática. El efecto brutal de estos “desastres” no puede dejar de integrarse en ese amplio paraguas que llamamos cambio global y que implica muchas más cosas que el aumento de las temperaturas medias. Si, hace más calor y eso, en combinación con otros motores de cambio global, está modificando radicalmente nuestra situación. Gloria nos pone sobre la mesa un ejemplo doloroso.
La costa es un sistema extremadamente dinámico. Sabemos por ejemplo que el delta del Ebro es un paisaje reciente que se originó como consecuencia de la deforestación masiva de Pirineos en tiempos históricos. La erosión asociada a la destrucción de la cubierta forestal hizo que el río arrastrase toneladas de materiales que se depositaron en lo que hoy es el delta. El Antropoceno, esa era geológica definida por la capacidad de nuestra especie de cambiar la faz de la tierra, no es un logro reciente. Hace más de 700 años, esa erosión disparada por actividades humanas, ofreció como un maná inesperado, un recurso ultraproductivo y valioso para las comunidades del bajo Ebro.
La construcción de grandes infraestructuras hidráulicas en la segunda mitad del siglo XX volvió a modificar las cosas: la dinámica hidrológica del río se alteró profundamente con más de 180 embalses y presas que redujeron la cantidad de sedimentos y materiales que llegaban al delta, al tiempo que rellenaban el vaso de los grandes embalses, disminuyendo su funcionalidad y capacidad de almacenamiento de agua. El declive del delta era manifiesto mucho antes de Gloria. Que le pregunten a la plataforma para la defensa del Ebro. Esta tormenta sólo sirvió para catalizar y a la vez evidenciar la degradación de este entorno. Nosotros lo creamos, lo disfrutamos y ahora nos lo cargamos. De risa, si no fuera porque del delta depende mucha gente.
Nuestra costa mediterránea es un monumento a la autodestrucción. La estética y el sentido común sucumbieron hace décadas al empuje del ladrillo y el urbanismo desaforado. Los esfuerzos por salvar los remanentes de biodiversidad en microrreservas biológicas situadas entre bloques gigantescos de hormigón sólo dan ganas de llorar o de llevar a la gente de la Consejería de Medio Ambiente de la Generalitat Valenciana, por ejemplo, al panteón de los héroes de este país. No sabemos si hay biólogos de conservación al lado de los militares. Una guerra desigual y perdida de antemano.
Ahondar en ese desastre no aporta mucho. Ver a la gente sacar cubos de agua de sus casas al tiempo que piden que se haga algo no deja de ser paradójico. El colapso del Mar Menor y su frágil ecosistema nos indica cómo los motores de cambio global pueden adquirir formas de todo tipo, de manera que la intensificación radical de la agricultura en un entorno muy frágil, junto con las lluvias torrenciales magnificadas por el cambio climático interaccionan de forma sinérgica para destruir todo a su paso.
El modelo de tutelaje de la costa por el Estado no es nuevo. Su gestión está desde hace mucho tiempo en manos de demarcación de costas del Estado con un modelo basado en la participación casi en exclusiva de ingenieros civiles. No es un modelo nuevo, viene del siglo XIX y bebe conceptualmente de la historia y la tradición de la función pública francesa. El modelo es mimético al de las conferencias hidrográficas. El río, como la costa, es un recurso público que hay que garantizar. Se trata de asegurar el mantenimiento del agua en términos de cantidad y calidad, y de minimizar el riesgo asociado a la recurrencia de grandes avenidas y los impactos de las grandes tormentas.
Podemos modelizar el caudal y la recurrencia de estos eventos y diseñar infraestructuras que sean capaces de controlar el río o la costa en situaciones extremas. Pero nadie hizo las cosas de acuerdo a los escenarios de cambio global. Posiblemente ni se planificaron cosas como paseos marítimos, puertos o embalses considerando cambios profundos en el nivel de mar, las corrientes, la velocidad del viento, o en la provisión natural de arena y sedimentos.
No se trata de revisar la historia, sino de analizar las disfunciones que tenemos que resolver para enfrentarnos a un futuro incierto. El río, como la costa es mucho más que eso. Aunque los arquitectos han sido capaces de entonar un mea culpa colectivo en relación con los desastres urbanísticos que asolaron el Mediterráneo e intentan ofrecer alternativas al desastre que ellos pilotaron décadas atrás, no ocurre lo mismo con la ingeniería civil.
Podemos constatar que en estas unidades de la administración del Estado son muy pocos los técnicos procedentes de otros campos profesionales capaces de aportar información y conocimiento complementarios pero claves para la toma de decisiones en un mundo cambiante. Sabemos mucho de dinámica costera, de diversidad biológica, de servicios ecosistémicos, de cambio global, de sociología, de psicología, de ordenación del territorio, de desarrollo sostenible, y sin embargo no hay prácticamente profesionales con esos perfiles afrontando el desastre desde la administración del Estado.
En realidad, el problema es el modelo que subyace. La costa se puede moldear, cambiar a nuestro antojo, podemos construir espigones, puertos deportivos, recrear playas, somos omnímodos y es sólo una cuestión de recursos. La tecnología, en un alarde de soberbia de reyes del Antropoceno, permite construir las grandes infraestructuras que imaginemos. Si nos falta agua en Murcia, una de las zonas más áridas de Europa, la llevamos con un trasvase megalómano, absurdo, carísimo en términos económicos y de un impacto ambiental desmedido. Eso sí, lo de llevar agua a Murcia lo pagamos todos.
Que nos convencemos de que Canarias necesita un “super puerto”, no pasa nada, lo construimos. No hay problema. El cambio global puede hacer más difícil resolver la ecuación de la seguridad, pero siempre podemos encontrar una solución técnica o jugar con el riesgo del desastre que en cualquier caso apenas afectará a la parte más influyente de la sociedad. Pero eso ya se verá después. Si no entendemos la naturaleza de la dinámica costera y la integramos en nuestros modelos de gestión, minimizando nuestras acciones sobre la costa, lo que tendremos serán nuevas Glorias y cada vez más devastadoras.
Si, se ha hecho muy, muy mal. Los profesionales encargados de cambiar la configuración de la costa, de los que han sugerido que una playa se podía reconstruir cada año para mantener el negocio de servicio turístico, de que el impacto en la dinámica geomorfológica costera de un nuevo puerto era mínimo, siguen ellos, o colegas de igual mirada, sentados en las confederaciones y en las demarcaciones. Lo que debe preocuparnos, ante lo que debemos reaccionar pronto y con eficacia no es tanto ante profesionales individuales. Debemos cambiar la visión decimonónica de la costa, el mar y los ríos; y todo apunta a que debemos cambiarla con rapidez.
Gloria, como un Leviatán, ese monstruo marino que aparece en el viejo testamento, nos enfrenta a buena parte de nuestras contradicciones y ha recordado lo vulnerables que incluso los que vivimos en el mal llamado mundo desarrollado podemos llegar a ser. La conexión entre muerte, destrucción y clima es directa para los miles de refugiados climáticos que sólo recientemente han visto reconocida su existencia por una sentencia del tribunal de Naciones Unidas. Huir de los nuevos escenarios climáticos es casi su única opción. Aquí, en nuestro país, es sólo una cuestión de riesgo aparentemente controlado y una seguridad en manos de un estado menguante.
Para los que nos dedicamos a hacer ciencia, no cabe ninguna duda sobre la existencia de una relación entre eventos climáticos extremos, el cambio climático y el actual estado de emergencia climática. El efecto brutal de estos “desastres” no puede dejar de integrarse en ese amplio paraguas que llamamos cambio global y que implica muchas más cosas que el aumento de las temperaturas medias. Si, hace más calor y eso, en combinación con otros motores de cambio global, está modificando radicalmente nuestra situación. Gloria nos pone sobre la mesa un ejemplo doloroso.