Solemos decir irónicamente “se parecen en el blanco de los ojos” para denotar que dos personas son muy diferentes. Pero con esta expresión también estamos, sin saberlo, apuntando a un rasgo que nos distingue de otros animales y nos hace inequívocamente humanos.
La parte blanca de nuestros ojos que rodea la pupila, y que recibe el nombre de esclerótica, es la primera diferencia que observamos entre los ojos de los humanos y los de otros animales, incluyendo los grandes simios, nuestros parientes más cercanos. En estos animales, la pupila ocupa más espacio y la esclerótica no es blanca sino oscura. Por ejemplo, los ojos de todos los primates no humanos, como gorilas y chimpancés, son un globo oscuro, con una esclerótica pequeña y apenas visible.
La función de la esclerótica, que rodea el globo ocular, es proteger las estructuras internas del ojo de posibles daños. En los humanos, la mayor parte de la esclerótica es blanca, y está formada por tejido conectivo, casi en su totalidad por fibras de colágeno que forman una red. Esta red sirve para dos propósitos principales: refuerza la estructura de nuestros ojos para que puedan soportar la presión desde dentro y desde fuera, y refleja la luz hacia nuestras retinas para que puedan enfocar adecuadamente la luz en ellas para la visión. Otros animales, sin embargo, tienen escleróticas de color negro o marrón, debido a los depósitos de pigmento. ¿Por qué esa diferencia?
La dirección de la mirada
Los humanos evolucionamos para tener una esclerótica blanca porque nos permite comunicarnos y cooperar mejor entre nosotros. Cuando miramos los ojos de alguien, podemos saber en qué dirección está mirando debido al contraste entre un iris más oscuro y una esclerótica de color blanco. Saber a dónde miran nuestros congéneres nos podría haber ayudado a lo largo de nuestra evolución. Esta es la teoría del ojo cooperativo.
Según la teoría del ojo cooperativo, los seres humanos participan unos con otros en tareas que requieren colaboración en torno a un objeto o lugar. Un ejemplo sería la caza, o el tallado de la piedra para hacer herramientas. Estas actividades se denominan interacciones atencionales conjuntas, y en ellas cada participante está pendiente de hacia dónde miran los demás, ya que le da una pista de cómo proceder y coordinarse con ellos.
Un ejemplo importante es el de las madres humanas y sus bebés. Los bebés de un año saben reconocer la dirección de la mirada de su madre y seguirla, y esta es es la base del aprendizaje del lenguaje y las habilidades motoras. También se ha comprobado que en las interacciones entre adultos y niños se “señala con la mirada” igual que hacen los adultos entre sí.
Esta característica de nuestros ojos nos hizo más fácil cooperar sin palabras. Además de la dirección de la mirada, el contraste entre la pupila y el blanco de los ojos también nos permite captar señales sutiles que indican si alguien está contento, triste, enfadado o asustado sin tener que depender únicamente del leguaje corporal o la comunicación verbal. Por ejemplo, cuando alguien estrecha ligeramente los ojos mientras sonríe o se ríe, podemos reconocer que es una persona amable y accesible, aunque no la conozcamos bien. Si por el contrario sonríe pero abre los ojos de par en par, la expresión nos hace sentir incómodos y alerta. El blanco de los ojos nos hace más expresivos.
Aunque otros animales no tienen esta distinción, algunos han aprendido a aprovecharla. Por ejemplo, se sabe que en el curso de su domesticación, los perros también han desarrollado la capacidad de captar señales visuales de los ojos de los humanos. Los perros no parecen utilizar esta forma de comunicación entre sí y sólo siguen las miradas de los humanos.
* Darío Pescador es editor y director de la revista Quo y autor del libro Tu mejor yo publicado por Oberon.