En el siglo XXI, la salud pública, más que transnacional, es global. Una epidemia en la otra parte del mundo causada por un nuevo tipo de virus desencadena la puesta en marcha de esfuerzos organizados en la sociedades de todos los continentes para frenar su expansión. El sistema experto -más experto en unos países y en unos ámbitos geográficos que en otros, todo hay que decirlo- se activa para combatir el contagio de la enfermedad. Y arrastra hacia las opiniones públicas y las economías, es decir, hacia la política y las finanzas, las inquietudes de la alarma sanitaria.
El sociólogo alemán Ulrich Beck acuñó a finales del siglo pasado el concepto de “sociedad del riesgo” (world risk society) para definir una característica fundamental de la nueva etapa de la modernidad: la vulnerabilidad del mundo global ante riesgos ecológicos y sociales que no son producto del destino o de las fuerzas incontroladas de la naturaleza, sino de decisiones políticas y económicas y de estructuras industriales, comerciales y tecnológicas. El cambio climático, el terrorismo global o las crisis financieras son algunas de las expresiones de ese nuevo tipo de riesgos. También potenciales pandemias, como la del coronavirus COVID-19 contra la que actualmente se lucha a escala internacional y que amenaza con propiciar una crisis económica.
Un virus nuevo, contagiado supuestamente a los humanos por animales vivos de los que se venden en tradicionales mercados de China tiende a extenderse por el mundo desde aquel país inmenso que combina costumbres de la Edad Media con la tecnología punta del milenio, un gobierno comunista no democrático y un sistema capitalista hiperconectado, en una de las demostraciones más espectaculares de lo que alguien ha descrito como “la democratización de las desgracias globales”.
El fenómeno, con precedentes como las crisis de las vacas locas o la gripe aviar, tenderá a repetirse, según los epidemiólogos. Y pondrá a prueba, según los sociólogos, el impacto de las amenazas concretas, imprevisibles, en la tendencia ya constatada a la deslegitimación de las instituciones por sus dificultades para revertir los riesgos potenciales, previsibles, de carácter sistémico.
Ha habido cierta polémica estos días en Valencia porque, entre las medidas de contención del coronavirus, se ha ordenado celebrar a puerta cerrada dos partidos de baloncesto y de fútbol internacionales, a los que estaba prevista la afluencia masiva de aficionados procedentes de una zona de riesgo como es en esta fase el norte de Italia. En una cierta contradicción, al mismo tiempo, algunos se han preguntado por qué no se adoptan medidas de prohibición de actos multitudinarios en las inminentes fiestas de Fallas mientras se anuncian suspensiones y aplazamientos de congresos y ferias.
Que cunda la sensación de incertidumbre, provocada por el dilema sobre la necesidad de una intervención más o menos contundente de las autoridades en la vida cotidiana de los ciudadanos, es una pesadilla para los gobernantes, pero también para los empresarios (del turismo, la industria y el comercio) y, como consecuencia, de los asalariados porque, al final, los pobres son siempre los que sufren la peor parte. “Los riesgos se han convertido en una de las principales fuerzas de movilización política, sustituyendo muchas veces, por ejemplo, a las referencias a las desigualdades asociadas a la clase, la raza y el género”, escribió Beck.
Se logre contener el coronavirus o se convierta después de todo en una pandemia a la que se haga frente de manera permanente con campañas de prevención, vacunas y tratamientos que ya están en experimentación, la crisis sanitaria pone a prueba la eficacia de las instituciones supraestatales, como la Unión Europea, que tendrá que aplicarse a combatir las repercusiones económicas de la epidemia. Y eso es así porque los problemas globales exigen soluciones globales. Algunos de ellos, como esta crisis de salud pública, someten las sociedades a una tensión añadida entre las fuerzas de desanclaje y reanclaje que caracterizan a la modernidad radicalizada y pueden generar desgarros en la convivencia.