Rita Barberá, una vieja idea del poder

En agosto de 2014 fue retirado del garaje del Ayuntamiento de Valencia un viejo Lancia cubierto de polvo. Era el coche particular de la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, que había permanecido allí aparcado durante 23 años, desde que asumió el mando de la ciudad. No lo retiró a iniciativa propia sino porque lo denunció en la prensa Compromís, entonces un pequeño grupo de tres concejales liderados por Joan Ribó. Tuvo que llegar al edificio consistorial un partido impulsado por los vientos del cambio político para que alguien reparara en lo anómalo de la situación.

Ahora mismo, el equipo de Ribó, a quien Barberá evitó entregar la vara de mando cuando la perdió tras las últimas elecciones, en 2015, todavía no ha conseguido vender dos Audi A-8 oficiales, uno de ellos blindado, que utilizó la exalcaldesa del PP, famosa por no reparar en gastos en sus desplazamientos dentro y fuera de España. “Era un símbolo de la forma de gobernar de la señora Barberá, que ha confundido y sigue confundiendo de forma sistemática los bienes privados con los bienes públicos”, dijo entonces Ribó.

En efecto, Barberá, a cuya muerte inesperada en Madrid este miércoles ha respondido el actual alcalde con el respeto que nunca le deparó su predecesora, tenía un concepto patrimonial del poder. No solo por un maniqueísmo característico, que delimitaba los “buenos” de los “malos” valencianos, sino por una convicción poco disimulada de pertenecer a un grupo escogido para gobernar.

Rita Barberá era popular y populista, se creía intocable. Presumía de no haberse enriquecido con la política, cosa que no podían ni pueden hacer decenas y decenas de sus correligionarios, hundidos a estas alturas en la ciénaga de la corrupción en la que ella misma acabaría atrapada. Pero se sentía legitimada para disponer de los bienes públicos a su antojo. El poder debe ostentarse, exhibirse, hasta avasallar, según una actitud que compartió durante años todo el PP valenciano. Ella llegó a convencerse de que, hiciera lo que hiciera, siempre ganaría. Su amiga Luisa Fernanda Rudi lo expresó con claridad meridiana cuando declaró a Vanity Fair: “Dejará de ser alcaldesa cuando ella quiera”.

No fue así. La desalojó de la alcaldía el pacto de las fuerzas de izquierda firmado por Compromís, PSPV-PSOE y València en Comú. Dejó de ser entonces la “mater consentidora, cuidadora, arbitraria y castradora” que vio en ella su rival socialista durante un mandato Carmen Alborch. Y perdió su carisma.

Se habla ahora de la huella, indudable, que ha dejado el paso de esta mujer brava y enérgica, que encajaba mal la crítica, por la alcaldía de Valencia. Una alcaldía a la que llegó calificando de “gris” la etapa precedente de los socialistas Ricard Pérez Casado y Clementina Ródenas. Sin embargo, no solo el Plan General de Ordenación Urbana sobre el que basó su actuación era una herencia de aquel primer periodo de política municipal democrática sino elementos de la vida urbana tan significativos como el Jardín del Turia, el Palau de la Música, el IVAM y los edificios iniciales de la Ciudad de las Artes y las Ciencias.

Con Francisco Camps en la Generalitat, Barberá se permitió soñar a lo grande y se convirtió en la alcaldesa de los eventos, la Copa del América, la visita del Papa y la Fórmula 1. Al coste que fuera, pretendió “poner Valencia en el mapa”, aupada por el entusiasmo colectivo de una sociedad acomplejada porque no había podido presumir de Juegos Olímpicos, como Barcelona, ni de una Exposición Universal, como Sevilla. También fue la alcaldesa del menosprecio a las víctimas del accidente del metro, que se cobró 43 muertos; de la batalla perdida con los vecinos del barrio de El Cabanyal por prolongar una avenida y de un modelo de urbanismo demasiado cómodo para los promotores.

Dice una leyenda urbana que Barberá se empeñó en que Valencia fuera la ciudad más iluminada de Europa, que se pudiera leer el periódico en la calle en plena noche sin esforzarse. Logró convertirla en la que emitía una mayor contaminación lumínica. Años después, para ahorrar se apagan una parte de las miles de farolas instaladas en sus avenidas. Es una de las herencias de una vieja concepción del poder alimentada con énfasis y exageración, un combustible que también se agota.