Fue la imagen de los uniformes azules agolpados en la entrada del Centro de Producción de Burjassot. Uniformes como un símbolo anónimo del poder que no se mancha las manos, que despliega agentes con botas reforzadas y órdenes expresas de hacer cumplir su ley. El paralelismo me pareció evidente. Recordé Berlín en 1933.
Las implacables tropas de asalto, organizadas como una fuerza policial paralela que el gobierno no sólo toleraba si no que alentaba y amparaba con una peregrina cobertura legal, irrumpían por la fuerza en las redacciones de los periódicos cuyas noticias resultaban incómodas para el poder. Si un medio acusaba, las SA lo ejecutaban siguiendo las directrices de un gobierno que también concurrió a unas elecciones. Y las ganó.
Obviamente es un paralelismo exagerado. Lo sé. Yo todavía creo que toda la humanidad aprendió de tan bárbara lección. Y, desde luego, no es lo mismo asesinar la democracia a golpes que insultarla gobernando según los dictados de una rabieta de patio de colegio.
No obstante creo que el paralelismo viene al caso porque últimamente se apela peligrosamente a una victoria electoral para justificarlo todo. Siempre y cuando la actuación del gobierno elegido quede bajo el amparo de la ley, todo está admitido, todo es aceptable. Sin embargo, meter unidades de intervención de la policía nacional en un medio de comunicación puede ser legal, incluso puede venir amparado por una orden judicial, pero provoca una sensación bastante inquietante.
Por supuesto, los gobiernos -central y autonómico en este caso- no lo entienden así. Para ellos, el simple hecho de que parte de la ciudadanía se rebele contra una de sus medidas supone una molesta conducta antisocial que hay que minimizar y, si es posible, reprimir. Y eso sí me preocupa. La disensión es incómoda. Su expresión en público molesta. Y en el fondo su represión se anhela.
Al menos esa es la actitud que se desprende de la gestión que ha hecho el gobierno autonómico de la crisis de RTVV. Pero también es la actitud que está detrás de la nueva ley de seguridad ciudadana que prepara el gobierno central. Una ley en la que se criminaliza abiertamente la protesta ejercida delante de las instituciones y los actos de resistencia y desobediencia civil. Una medida que, por cierto, ya ha hecho que el Consejo de Europa le dé un nuevo tirón de orejas al Ministro del Interior.
Las leyes son producto de las personas que las redactan. De sus filias y, sobre todo, de sus numerosas fobias. Una mayoría holgada puede aprobarlas fácilmente y la policía y el juzgado velar por que se cumplan. Pero eso no significa que aquello que defiendan sea lo mejor para los ciudadanos.
Aunque el gobierno –todos los gobiernos de hecho– se empeñe en afirmar lo contrario, que algo sea legal no significa que sea justo. Alemania se despertó de la pesadilla anegada en la sangre de 50 millones de personas. Y si hay algo que debería quedarnos a todos claro después de aquella barbarie es que el principio de obediencia a la autoridad no lo justifica todo. Porque hay leyes que resultan manifiestamente injustas.