Estando a punto de enviar este artículo, escuché en la radio la noticia sobre la muerte de Fiel Castro. Se trata, por supuesto, de un hecho de un alcance simbólico y político muy importante, pero en absoluto sorprendente, dada la venerable edad del comandante. En cambio, el fallecimiento de Rita Barberà sí que nos sorprendió, así como el de Leonard Cohen, unos días antes. Es curioso cómo se escribe el guión de la historia. Sobretodo porque a principios de noviembre fuimos conscientes de que nos esperaba un giro argumental tan imprevisto como la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos de América.
He utilizado el adjetivo imprevisto, consciente de confundirlo con imprevisible. El triunfo del multimillonario se podía intuir desde hacía tiempo y la «reacción» que supone –y en la que se inscribe– tiene un alcance global que no es nuevo, ni mucho menos. En realidad, la ficción nos lo había advertido sobradamente: existen ciertos valores particularmente débiles, en particular cuando el miedo y el orgullo pasan a dominar el discurso. Pensemos en los cómics escritos por Alan Moore (como Watchmen o V for Vendetta) o en la subtrama del Muro de Juego de tronos. No es de extrañar que muchos analistas –y algunos políticos– usen esta serie televisiva para explicar qué nos está pasando. Al igual que en el mundo de ficción creado por George R. R. Martin la auténtica amenaza se encuentra más allá del Muro (los famosos caminantes blancos), por mucho que los intereses particulares de unos y otros la ignoren, en nuestro mundo los problemas más graves (como el cambio climático) quedan enterrados por los egoísmos particulares y colectivos que no permiten ver a largo plazo.
Los bosques de la ficción –por decirlo al modo de Umberto Eco– nunca son un escondrijo contra la realidad; en cualquier caso, son un cobijo contra su violencia, que nos da la tranquilidad y la distancia necesarias para mirarla con ojos críticos y conscientes, para reconciliarnos o sublevarnos cuando sea necesario. Por eso es tan importante defender todas las esferas del arte –también el que no se basa en la ficción, por cierto. Porque el arte pone al descubierto la manipulación del lenguaje y la debilidad de las convenciones, pero también las grandes posibilidades expresivas, imaginativas, que tenemos las personas. Expresar el mundo –escribirlo, pintarlo, componerlo– es imaginarlo y, por tanto, abrir la puerta a un cambio real.