Las noticias están llenas de dinero sucio. El retrato robot de los delincuentes es un dibujo a mano alzada sobre el papel nunca en blanco de la codicia. Viven para amontonar dinero y para disfrutar viendo cómo los demás se van quedando sin nada poco a poco. O de golpe, por culpa de una crisis que es sistémica porque quienes roban son la esencia misma de un sistema podrido hasta las cachas. Lo legal se mezcla obscenamente con el descuartizamiento moral de una sociedad anclada en su papel único de espectadora sin signo de alguna rebeldía. Nos da igual que nos roben porque la corrupción la vemos ya todos los días como un programa más de la telebasura. Como ha dimitido el ministro Soria, la portavoz del gobierno dice que ese gobierno y su partido son un espejo donde han de mirarse todos los demás. Ignora la vicepresidenta del gobierno, porque le da la gana, que lo que necesitamos no es un espejo sino un gobierno decente que no se burle de quienes ya no pueden con su alma ante los niveles tan altos de ese oprobio al que se enfrentan cada día.Ya no nos acordamos de cómo era este país antes de que lo ahogaran los chorizos en la pestuza de sus negocios más negros que el tarquín. Y lo peor es la burla, el cinismo sin límites, la risa que les da al confesar abiertamente que no hay nada ilegal en llevarse sus dineros a los paraísos fiscales. Salen en la tele, nos miran de frente mientras cenamos y nos preguntan con esa sonrisa de pistoleros del Oeste que qué haríamos nosotros si tuviéramos tantos millones como ellos. La burla. El cinismo. Nos roban. Y qué.
Los papeles de Panamá son una huella más del motivo principal de la crisis: el expolio a que tanto rico suelto ha sometido la economía de este país desde hace la tira de años. Las cuentas en Suiza y otros paraísos cercanos son calderilla si escarbamos en los subterráneos financieros del planeta. Con más rapidez que vamos de Gestalgar a Bugarra para sacar cien euros, ellos se llevan sus miles de millones a un lugar que no sale ni en las películas más exóticas de James Bond ni en las más terrenales de Martin Scorsese. Como en aquella cacería del rey emérito, hemos descubierto que hay un Botsuana clandestino en la vida lujosa de cada millonario. Si no se hubieran llevado el dinero, si hubieran cotizado a Hacienda de acuerdo con lo que ingresaban en sus cuentas corrientes, si no fueran unos desalmados dispuestos a arruinarlo todo menos lo que ellos tienen, la crisis no se habría teñido con los colores de la desesperación. Y ahí están, con sus tranquilas declaraciones acerca de la legalidad de sus acciones mafiosas, con sus miradas de perdonavidas a quienes desde el desconcierto los escuchan,con esa manera chulesca de lanzarnos a la cara: ¡¿y qué, eh, qué pasa?!, son mis dineros y con mis dineros hago lo que me da la gana.
A veces sacan algún comunicado para explicar sus fechorías. Y lo sueltan sin que se les mueva un pelo de su extraña dignidad: no tengo nada más que decir. Y punto. Nada más que decir. Ellos sólo hablan con sus testaferros, con esa tupida red de blanqueo que ennegrece la pobre economía de los demás, con los magos de las finanzas que convierten el dinero en invisible. Todos los días se anuncian en los medios de comunicación nuevas cuentas en paraísos fiscales. Cuando escribo estas líneas, la última aparición es la del ministro Soria. Y dos días antes, Mario Conde ha vuelto a la cárcel. Allí seguramente tendrá una televisión a su antojo para seguir dando lecciones de honestidad como si estuviera en la cadena de los obispos. La cuenta del ministro del PP está saldada, dice la vicepresidenta del gobierno. La pregunta del millón no es si la cuenta está saldada sino qué entiende ella por lo que es saldar una cuenta pendiente en las cuentas corrientes de un ministro. La pregunta del millón es si llegará un día en que las calles se llenen de gente exigiendo que devuelvan el dinero quienes lo robaron con absoluta impunidad. La pregunta del millón es cuándo habrá una ley que condene de verdad a todos esos millonarios de la política, la economía y el artisteo que han escondido clandestinamente su dinero en sus Botsuanas particulares.
Y claro: mientras eso sucede con los ricos, no se olvide usted de declarar los treinta euros que cobró por instalar dos grifos y un enchufe para la cafetera en la casa de los vecinos. Entonces sí que el peso de la ley caerá con todas sus fuerzas sobre tan desmesurada desvergüenza. En fin…