Edmund Burke es conocido entre muchas otras cosas por ser padre de una frase cuya expresión más habitual reza así: “Lo único necesario para que triunfe el mal es que los hombres de bien no actúen”. La sentencia es famosa porque atesora casi todas las cualidades para hacerse históricamente relevante: simplicidad, trascendencia temática y elegancia formal. Además, parece albergar una loable pretensión de universalidad, queriéndose válida para todo tiempo y lugar.
Estas son palabras mayores, y sin embargo un filósofo -lo que en último término atañe a casi toda persona que durante su vida haya tenido, como decía Russell, un barniz de filosofía- no se entregaría a loas pueriles o maximizaciones universalistas sin preguntarse antes qué podría significar eso de “hombres de bien”.
Burke, un filósofo y político quizá por entonces no muy fustigado por el látigo del relativismo histórico, asumía que ser bueno era respetar las viejas leyes. Sin duda pensaba en aquellas que se hallaban en oposición a las extrañas reivindicaciones de los revolucionarios franceses, quienes pretendían reorganizar la convivencia humana en torno a un lema no menos glorioso que su propia sentencia: Libertad, igualdad y fraternidad. Debido a esto, Burke también parecía arrogarse la capacidad de señalar con claridad lo que constituía el mal. En pocas palabras, el británico tenía -como todos nosotros-un criterio valorativo personal.
Al filósofo que casi todos llevamos dentro le puede parecer paradójico que Burke quisiera estar a la altura de la pretendida universalidad de su frase actuando desde una perspectiva individual; sin embargo ese mismo filósofo asume que no hay contradicción insuperable en ello, dado que la tensión entre ambos extremos es como sugiere Hegel, en esencia dialéctica y por tanto, fructífera: no puede predicarse universalidad de un valor que no alcance y satisfaga a cada uno de los seres humanos particulares. Del mismo modo, cada personalísima idea sobre lo que sea el bien se quiere partícipe de la totalidad del concepto.
Por ello es posible que nuestro autor se considerase a sí mismo una persona de bien que actuaba para el bien, y no sería un ejemplo único en la historia: Robespierre, Danton, Teresa de Calcuta o Franco, por poner sólo cuatro ejemplos dispares, muy probablemente también se tuviesen por tales.
Pero lo problemático aquí es que aquilatar la hondura de la “bondad” de estas personas no podría, por razones obvias, ser un acto de su propia conciencia: para ello sería necesario el estudio y análisis de sus actos, obras y legado por parte de contemporáneos y sucesores, iniciando con ello un juicio que no deviniese automáticamente en sentencia. Y esto debiera ser así porque la denominada “bondad” puede aparecer bajo muchas formas, e incluso no tiene por qué asemejarse en nada a lo aceptado como bien desde ciertas interpretaciones históricas, sociales o ideológicas. En una palabra, en contra de lo que sugieren grandes corrientes del pensamiento, el bien no parece ser un valor universal. Todo lo dicho vale también para las revoluciones: la historia casi nunca absuelve de un modo total, porque el reino de lo absoluto, mal que le pese a Hegel, no es de este mundo.
La cuestión que se nos debería plantear ahora es: ¿Si no existe algo así como un valor absoluto, de dónde proviene el criterio para establecer el juicio sobre la bondad de las personas y sus actos?
Desde esta perspectiva, habría que señalar que algunas de las potencialmente más peligrosas “personas de bien” son, de un modo paradójico, aquellas que se ocupan del cuidado de la juventud: educadores -y sobre todo legisladores y burócratas de la educación- que suministran esos criterios con que las nuevas generaciones deberán establecer el juicio sobre sus antepasados y coetáneos, ayudando desde este conocimiento a construir el futuro.
Si hasta aquí me he explicado con claridad se entenderá que el peligro radica, como es natural, en que estas “personas de bien” impongan criterios particulares -por lo general ideológicos- haciéndolos pasar por universales. Criterios como los de pragmatismo, empleabilidad o utilidad, que contribuyan no sólo a enturbiar o blanquear el juicio sobre el pasado, el presente y el porvenir, sino incluso también a soslayarlo. Criterios que laminen las artes, las humanidades y las ciencias sociales -pervirtiendo con ello las naturales- y muy especialmente la filosofía, que trasciende a todas, eliminando esa pátina de la que hablaba Russell como criterio de dignidad humana, con la excusa de que tales disciplinas “distraen de lo esencial”.
Confusión de anécdota y categoría, esto significaría que lo que debiera ser universalmente enseñado pasaría a ser particularmente impuesto. En este sentido, La LOMCE ha sido un error trágico, que ha pretendido -y en algunos aspectos, conseguido- dejar sin criterio propio a toda una generación de estudiantes a la que se ha privado de todo recurso para construirlo.
Pero no caigamos en la tentación de sentirnos epocalmente especiales: esto es así desde los tiempos de Sócrates, cuya sentencia a muerte se ha repetido casi tantas veces como se ha celebrado este debate, de formas muy diferentes y con protagonistas distintos. A veces Sócrates era mostrado no como víctima, sino como verdugo, pero siempre se llevó a cabo este proceso en nombre de la virtud de los jóvenes, siempre a costa de los criterios sobre su cuidado, casi siempre anteponiendo intereses espurios y no realmente educativos.
Lo que sí puede decirse de nuestra época, es que vacío o trastocado por completo el sentido de la frase de Burke, ésta no llamaría la atención sino como ocurrente topic de facebook o twitter.
Merecería la pena recuperar este sentido, pero visto lo visto, ¿dónde reside en realidad la validez de la sentencia de Burke? Lo más llamativo es que a pesar de algunos sesgos particulares, seguimos teniendo la sensación de que nos remite a lo universal ¿Cómo podría serlo, sin caer en la tentación de lo absoluto o en veleidades relativistas?¿Hay acaso una interpretación de término medio que satisfaga su merecida gloria?
Creo, en efecto, que la sentencia es universal, y lo creo por una razón muy sencilla: el objeto del cual la universalidad se postula no se halla en los valores del bien o del mal -que ya hemos visto que pueden ser tanto personalistas y subjetivos como cruelmente absolutistas-, sino en la acción de las personas que subyace a la valoración, mediante el juicio, de qué sea bueno o malo.
Estamos muy cerca de Hannah Arendt, cuando sugiere que el mal se abre paso entre los excesos de una burocracia que no deja pensar a los seres humanos y que por tanto los incapacita para actuar bien. También de Aristóteles cuando dice que la virtud es la acción más apropiada a la naturaleza de cada ser, siendo la naturaleza del ser humano esencialmente racional.
¿Qué mayor signo de universalidad para la frase de Burke que el de unir veinticuatro siglos en un sólo pensamiento?
Trasladado a nuestro tiempo, aquello que debe constituirse en criterio valorativo no puede ser otra cosa que el procedimiento por el cual cada sociedad, entendida como conjunto de individuos e instituciones, establezca qué sea el bien y el mal. Si ahora dijésemos que ambas -acción y procedimiento- deben ser racionales, muchos protestarían porque quizá no hemos sino trocado el concepto de “bien” por el de “razón”. Sin embargo, estos críticos no estarían más que corroborando nuestra tesis: es en el diálogo y discusión racionales donde se pone en cuestión cada uno de los presupuestos valorativos, incluido aquél que habla sobre lo que sea “racional”. Honremos al recientemente desaparecido Karl Otto Apel señalándole como uno de los padres de esta idea, y reivindiquemos a Gilles Deleuze, preguntándonos con él: ¿Quién sino la filosofía puede hacer todo esto? y lo más importante: ¿Cómo y dónde puede hacerlo?
Ya decía Kant que no se aprende filosofía, sino que se aprende a filosofar. Huyendo del solipsismo -esa extrema e irrealizable manifestación del particularismo-, se constata que no hay mejor forma de aprender que hacerlo en compañía de nuestros semejantes, de mano del pensamiento de unos antepasados que devienen contemporáneos cuando se muestra la universalidad de los problemas a los que se enfrentaron. La escuela es lugar para la filosofía. La filosofía es el quehacer escolar. Desterrarla de la escuela significa dejar de enfrentar educativamente problemas eternos que nos constituyen como género humano único y a la vez, diverso.
Así pues la presencia de la filosofía en la educación no debe regirse por criterios relativos al zeitgeist, el denominado “espíritu de los tiempos”- en nuestro caso el pragmatismo o la “empleabilidad”-, y ni tan siquiera por valores pretendidamente absolutos como los de lo bueno o lo malo, de cuya existencia objetiva cabe dudar.
Porque la filosofía no se deja seducir por ciertos valores ni tampoco los impone, sino que discute y razona sobre ellos. Tampoco sugiere criterios sino que ella misma como actividad, es el criterio que posibilita a las personas dotarse de uno.
El filósofo, como amigo de la sabiduría y la racionalidad, no puede permanecer inactivo a costa de que el mal avance. No tiene por qué ser bueno -nadie lo es de un modo absoluto-, sólo debe de hacer bien su trabajo: forzar al pensamiento a cortar el paso al mal de la irreflexión y la ignorancia.
La filosofía no debe ser obligatoria porque sea una asignatura, sino que es una asignatura porque estamos obligados a aprender a pensar, si queremos sobre-vivir, es decir, vivir por encima de lo mediocre y de lo peligroso.
El pasado martes se aprobó una PNL en Les Corts, sede de la dialogada soberanía del pueblo, que pedía la recuperación de la troncalidad de la filosofía en el currículum de secundaria y de segundo de bachillerato. También se alzan voces en su favor desde el conjunto de España. Corresponde a los legisladores educativos de todas las administraciones escuchar y valorar desde un criterio racional esta petición. Esperemos que, para evitar el avance del mal, las personas de bien actúen cuanto antes.
Ángel Vallejo es Profesor de filosofía, miembro de la junta directiva de la Red Española de Filosofía y miembro de la Societat de Filosofia del País Valencià.