Catastrófica DANA, desastrosa gestión: una crisis humanitaria sin precedentes

4 de noviembre de 2024 23:00 h

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La palabra “catástrofe” remite a un suceso que produce gran destrucción o daño. Y, efectivamente, lo que están sufriendo en torno a 70 municipios valencianos desde el pasado 29 de octubre lo es. La magnitud de la devastación no tiene precedentes en nuestros pueblos y el daño integral es de proporciones dantescas visto el grado de afección material y humana para el País Valenciano. Así que llámenlo como quieran: cataclismo, hecatombe, desgracia, tragedia… Lo cierto es que cualquier definición se queda corta para expresar lo que ocurrió en esa fatídica jornada de lluvias e inundaciones del 29 de octubre. Del mismo modo que faltan las palabras para describir lo que vino cuando dejó de llover y lo que aún sigue pasando una semana después. 

Describir cómo el agua ha cubierto de lodo, cañas, vehículos, mobiliario urbano o escombros las calles, las casas, nuestros pueblos, es insoportable y doloroso. También lo es la incerteza de no saber dónde están y cuántas son las personas desaparecidas. Aunque hay otra catástrofe que resulta todavía más desoladora e indignante: el 'modus operandi' del Consell de Carlos Mazón. El agua lo arrasó todo y el Gobierno valenciano se ha pasado varios días como pollo sin cabeza, en un fraude reiterado en sus obligaciones propias como garante de la seguridad y el bienestar de la ciudadanía, y con una falta de miras y de humanidad que deja a cualquiera aterido y desesperado. 

Se ha escrito y debatido mucho estos días —aportando datos, argumentos y evidencias científicas— sobre el fenómeno de Depresión Aislada en Niveles Altos (DANA) que ha originado la catástrofe. También sobre la falta de previsión por parte del Consell a la hora de abordar la prevención y de gestionar la crisis ante una gota fría tan extrema. El drama se agudiza aún más porque el desconcierto, el miedo y la evidente descoordinación han generado un sentimiento de desamparo, de rabia y de abandono institucional por parte de la ciudadanía —también de algunos gobiernos municipales—, que no entienden cómo el Consell ha pretendido hacer frente a una catástrofe de tremendas dimensiones marcándose un “Juan Palomo”. Cuando, a todas luces, es evidente que la Generalitat ni dispone de los medios materiales ni efectivos humanos necesarios, ni mucho menos tiene experiencia en la gestión en terreno de lo que nos ha pasado. 

Los expertos en meteorología y climatología han confirmado que el tren convectivo de tormentas de la DANA descargó un diluvio apocalíptico que ha marcado récords históricos. También se conocía que el riesgo y la alerta eran evidentes. Es cierto que nadie puede controlar cuándo, cuánto y dónde llueve. Pero lo incomprensible para la ciudadanía —aún en shock por lo vivido— es tratar de entender por qué los responsables de la Generalitat en la gestión de este tipo de emergencias no activaron el dispositivo de prevención antes. Y cómo viendo las proporciones del desastre, no decretaron el nivel máximo de emergencia, ni activaron a todos los efectivos disponibles ni pidieron desde el minuto uno la ayuda y el amparo del Estado español e incluso el auxilio del Fondo Europeo de Protección Civil. La indignación de la gente se acrecienta cuando después de días de caos y exasperación, las faltas de verosimilitud en algunas declaraciones del 'president' y consellers, evidencian la falta de eficacia, eficiencia, diligencia y humanidad en la gestión logística de una crisis de esta magnitud y naturaleza.

El impacto social, humano, político, económico y medioambiental apunta a un escenario que no tiene precedentes en el País Valenciano ni tampoco, probablemente, en el Estado español. Una catástrofe provocada por un fenómeno natural extremo y agudizada por la tardía gestión preventiva y la incompetencia logística post-catástrofe por parte del Consell —en otras palabras una deficiente preparación y la ausencia de respuesta contundente inmediata—, nos ha abocado a una situación de auténtica crisis humanitaria, donde la ayuda e intervención es de extrema urgencia: seguridad alimentaria y sanitaria, reconstrucción de infraestructuras y redes de comunicación, seguridad ciudadana, protección de la infancia y poblaciones vulnerables y desfavorecidas o reconstrucción y saneamiento de las redes de agua. Y, no menos importante, el acompañamiento y el auxilio a las víctimas en lo material, lo económico, lo psico-social y emocional.

El agua lo devastó todo y diluyó al Gobierno, que no supo reaccionar ni a tiempo ni estar a la altura. La naturaleza nos ha vuelto a recordar que los seres humanos somos sólo una pequeña pieza en el engranaje del funcionamiento de nuestro planeta. Aunque a veces no nos acordemos, la naturaleza no siempre se deja domesticar. El agua ya discurría por nuestros paisajes y pueblos mucho antes de que nosotros estuviéramos aquí. Y, sin pedir permiso, volverá por esas ramblas y barrancos cada vez que lo necesite. Solo los mayores de nuestros pueblos recordaban en primera persona cómo ruge el agua desbocada y cómo son la muerte y destrucción que acompañan a una inundación de tales características. Quizás pensábamos que ya habíamos aprendido y que ahora, en el siglo XXI, lo de 1957 o 1982 no nos podía volver a pasar. 

 

Vivimos nuestro día a día en unas latitudes y áreas del planeta dónde como comunidades privilegiadas contamos con la comodidad y el bienestar que nos ofrecen los Estados y las sociedades complejas en que cohabitamos. Y eso quizá genera un falso sentimiento de superioridad, de seguridad y de control. La esencia humana más primaria para la supervivencia es la vida en comunidad, la protección y la ayuda mutua entre los miembros del grupo. Algo que ha aflorado en la ola de solidaridad y ayuda voluntaria de personas anónimas. Sin embargo, el tamaño de nuestras comunidades, la complejidad de nuestros asentamientos y nuestro impacto en el entorno no tienen precedentes en la historia de la humanidad, y sin gestión pública eficiente, solo la solidaridad no es suficiente. 

La evidencia demuestra que el cambio climático y el impacto humano en el planeta ya han generado necesidades nuevas y fenómenos de gran magnitud y afección sobre nuestras comunidades. La gestión y el Gobierno de lo público debe asumir la responsabilidad y el compromiso con políticas de calidad que, más que nunca, deben ir de la mano de la comunidad científica para abordar retos y escenarios que serán más comunes de lo que hasta ahora habían sido. 

Los avances en las ciencias y en la tecnología que hemos desarrollado a lo largo de milenios, nos han permitido adquirir conocimientos precisos de los fenómenos naturales y del funcionamiento del clima. También nos han proporcionado métodos y herramientas de predicción y nos han enseñado a definir procedimientos de prevención y gestión de la emergencia, en la que la protección de las personas es lo primero. Y en la que para mitigar la pérdida de vidas humanas y la vulnerabilidad de la población, la gestión del desastre exige preparación, respuesta y proyecto de recuperación.

Hacer política y vivir de espaldas a nuestras realidades y a los retos actuales a los que nos enfrentamos los seres humanos es condenarnos a un futuro de incertezas y de desigualdades extremas. El negacionismo y la política de butacón y retórica, aquella de la mera palabra y el posado en la foto, no son una opción de presente ni de futuro. La política y sus agentes sólo nos servirán si se consolidan en su rol como gestores de lo público en beneficio siempre de la comunidad.