La timidez de Dasha desaparece en cuestión de segundos, que es el tiempo que tarda en sonreírte y mostrarse simpática. Tiene 8 años y por primera vez ha salido de su ciudad natal, Prisno, en la región de Gómel, una de las provincias de Bielorrusia más afectadas por el accidente nuclear de Chernóbil acaecido en la vecina Ucrania en 1986, a solo 180 kilómetros. Ya se ha tomado su helado y vuelve a lo que estaba haciendo, jugar con su “hermana” Alua, hija de Maria Asunción Chazarra, una docente universitaria de Elche que con la ayuda de sus padres este verano se ha decantado por acoger a uno de los 100 niños del programa que desde 1998 llena el país de niños procedentes de aquel país.
Solo en Alicante, Murcia y Almería, la ONG Familias Solidarias con el Pueblo Bielorruso abre las puertas de sus hogares a un centenar de niños y niñas de entre 8 y 17 años tanto en el periodo estival (dos meses) como en invierno (un mes). El objetivo de su estancia, por un lado, consiste en “depurarles toda la carga de radioisótopos que arrastran de su vida allí”, explica Diego Echevarría, vicepresidente de la ONG. ¿Cómo? Básicamente con el cambio en la alimentación que reciben en España. “Es fundamental porque aquí no solo comen bien, sino también limpio”, afirma. “Todo proceso de ingesta tiene una defecación que permite la purga”, añade este investigador del Instituto de Neurociencias, centro mixto de la Universidad Miguel Hernández (UMH) de Elche y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).
“Ella come de todo, es una barbaridad; sobre todo fruta porque nos dijeron que era muy buena, pero tiene un apetito increíble”, explica Alberto Giménez sobre Dyana Hastina, niña de la misma edad que Dasha acogida por este ingeniero informático y su mujer empresaria Estela Yolanda López en su casa de Murcia donde la joven comparte alegrías con Alberto (9 años) y Julio (5). El programa de acogida viene precedido de un programa de saneamiento, así lo llaman en Bielorrusia, dirigido a toda su población expuesta a la radiactividad. “En teoría, de manera obligatoria han de pasar por balnearios (que ellos llaman sanatorios) aunque en la práctica no todos los menores van, depende sobre todo del estatus social; hay padres que se desentienden”, comenta Echevarría, poniendo como ejemplo el caso de Masa, la segunda niña que junto con su mujer acogieron bajo su tutela y que les confesó que ella no fue a los balnearios, normalmente de propiedad estatal, hasta los 15 años “y porque partió de ella ir”.
Así que antes de viajar a España, a los niños y niñas del programa les hacen la primera analítica sobre sus absorciones de radioisótopos y cuando regresan a sus casas vuelven a ser analizados para saber qué porcentaje de depuración se han dejado en nuestro país, normalmente “muy alto”, avanza el también secretario en la federación española de acogimiento temporal de niños bielorrusos, Diego Echevarría, quien recuerda que no son menores “que emitan radiactividad, sino que la acumulan por la ingesta allí”.
Y esto nos lleva al segundo objetivo de la ONG española, “sacarlos de la pobreza extrema” en la que viven. “Nuestro criterio es claro, solo traemos niños y niñas provenientes de aldeas donde la situación económica está muy dañada, la estructura familiar está rota y sus expectativas de futuro están ceñidas a esa aldea”, aclara este profesor de la UMH. Para ello, una delegación acude todos los años a supervisar el terreno en busca de esas aldeas en las que el Gobierno permite vivir al encontrarse fuera de los 30 kilómetros de prohibición obligatoria “aunque en muchos casos entran en ese territorio”.
De esta forma dan con familias que han ocupado cabañas de madera que quedaron libres tras la desbandada posterior al accidente nuclear y que de unos años a esta parte han vuelto a ser habitadas por personas de escasos recursos en cuyos habitáculos carecen de agua corriente o cableado eléctrico. Por esta razón Diego Echevarría pide a los padres y madres de acogida que no “se excedan con las cosas materiales porque les puede abrumar”. María Asunción ha inculcado esta filosofía a su hija adoptada Alua, natural de Kazajistan, quien comparte su ropa con Dasha, a la que también enseña a no excederse con las compras. “No me parece bien llenarlas de regalos”, explica.
Alua, una niña muy espabilada, hace las labores de traducción entre las tres gracias a los conocimientos de ruso que está aprendiendo en el colegio. Alberto y Estela, sin embargo, “se apañan” con el traductor del móvil. Esta familia también fue advertida de que la figura del padre representada por Alberto en su nueva familia “podría suponer un problema” para los niños acogidos porque allí la suelen asociar a la violencia propia de una sociedad marcadamente patriarcal en la que el alcoholismo está asociado con los hombres fruto de la depresión económica y del accidente nuclear. “Es cierto que al principio a Dyana le costó abrirse conmigo, se mostraba muy distante, mientras que con mi mujer muy bien”, confiesa Alberto, “pero ahora mucho mejor”, concluye.
Universitarios en Bielorrusia
Además de este proyecto, Diego Echevarría encabeza otro que echó a andar el año pasado y que ha supuesto para siete estudiantes de Fisioterapia y de Terapia Ocupacional de la UMH la posibilidad de hacer prácticas homologadas con menores sobre neurorrehabilitación pediátrica, así como fisioterapia en adultos en el Hospital General de Gómel. Esta iniciativa, fruto del acuerdo entre el Vicerrectorado de Relaciones Internacionales e Institucionales con la Universidad Estatal de Medicina de Gómel permitirá a otros 12 alumnos y alumnas viajar al país de la antigua URSS el próximo mes de noviembre y de febrero de 2020.
Para evitar problemas con la radiactividad, Echevarría alerta al alumnado becado por el Instituto de Neurociencias de que no compren alimentos de los mercados ya que su origen son granjas agrícolas destinadas al ganado en un terreno contaminado desde Chernóbil. “También les informamos de que si compran en supermercados deben mirar bien la etiqueta y el lugar de procedencia”, concluye.