El club de los pirómanos bomberos

Hay lógicas difíciles de entender, pero lógicas, al fin y al cabo. Como la que guiaba el comportamiento de ese vecino de Daimiel, recientemente detenido por la Guardia Civil como responsable de la ola de incendios forestales sufrida en el último mes por aquel municipio castellano. El supuesto pirómano provocaba los fuegos para, inmediatamente después, enfundarse su traje de voluntario, encender las sirenas del vehículo de Protección Civil y partirse el alma junto a los bomberos en las tareas de sofocar las llamas. A primera vista podrá parecer una reacción absurda, pero admitamos que en cualquier caso su lógica es aplastante: de qué sirve un voluntario si no tiene la oportunidad de demostrar su altruismo.

Lo cierto es que se trata de un hecho más extendido de lo que pensamos. Y se detecta en esferas institucionales a las que nadie osaría colocar el sambenito de chalado irrecuperable que sin duda muchos aplicarán al incendiario amateur de Daimiel. Así, por ejemplo, es un secreto a voces el afán con que las grandes compañías farmacéuticas han transformado en enfermedades psicosomáticas todos los percances biográficos que nos acontecen día a día. La angustia por la pérdida del empleo pierde de este modo los perfiles socioeconómicos para convertirse en una alteración de la autoestima, fácilmente diagnosticable y tratable con la dosis apropiada de diazepam, al igual que la acumulación de microtrabajos basura no es más que un elemental cuadro de ansiedad solucionable con el tratamiento adecuado de trankimazin.

Parecido comportamiento demuestran los responsables económicos europeos cuando insisten en perseverar en una filosofía que les confirma como discípulos aventajados de Milton Friedman y Nerón, a partes iguales. Lo hemos visto con el último capítulo (hasta el próximo, claro) de la crisis griega. Ylo volvemos a ver más cerca de nosotros en la intransigencia con que Cristóbal Montoro exige al País Valenciano que prosiga la senda del recorte perpetuo para controlar su endeudamiento. Todo, claro, sin cuestionar, ni en el Peloponeso ni en el Cabanyal, unas estructuras productivas, fiscales y financieras que solo conducen al callejón sin salida de un hipotecamiento eterno que justifique, como no, nuevos ajustes.

Y lo mismo podría decirse de la decisión del PP de promover como candidato a las próximas elecciones catalanas a un personaje como Xabier García Albiol. ¡Qué justificación mejor para las voces de alarma democráticafrente al avance del populismo chavista que designar como cabeza de lista a un xenófobo! ¡Qué mejor modo de evitar la deriva independentista que ensalzar a un líder territorial más rancio que una caja de polvorones de posguerra! Un aparente sinsentido que, sin embargo, es considerado digno de alabanza por la recién estrenada presidenta del PP Valenciano Isabel Bonig. La entusiasta thatcheriana de la Valld’Uixó, considera la verborrea racista del catalán no es más que una muestra de ese “mensaje directo” que tanto gusta al pueblo, esa vehemencia que brota de las convicciones.

En última instancia, este tipo de comportamientos no anda muy alejado de aquella otra tendencia según la cual el asesino mostraría una irresistible atracción a regresar al lugar del crimen. La pena es que, a diferencia de lo que ha ocurrido con el pirómano castellano, sean pocos los criminales apresados cuando retornan al espacio del delito. Y eso que en muchos casos ese lugar no es otro que despachos oficiales ubicados en edificios públicos de sencilla localización en el desmantelado mapa del Estado del Bienestar. Eso sí, por fortuna nunca nos faltará un buen chute de benzodiacepina, con el que sobrellevar el triste espectáculo de los pirómanos bomberos.