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La doble muerte de los fusilados de Monòver

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Esta es la historia del fusilamiento colectivo de once hombres, del médico forense que dio fe de sus muertes, de las sombras que devoran los hogares de las víctimas, de quienes sobreviven a sus muertos a fuerza de silencios que supuran, de que los desaparecidos también se heredan y de cómo, ochenta y un años después, se procede a la búsqueda de sus restos*. 

De la plaza de toros al campo de concentración

La presente crónica se enmarca entre los estertores de la guerra civil española y el comienzo de un régimen tiránico que se mantendría incólume durante casi cuarenta años. Se suele decir que a partir de 1939 “toda España era una cárcel”. Es una frase hecha que a fuerza de ser repetida ha naturalizado la brutalidad que encierra. Pero sirve para describir de un plumazo cómo, desde el 1 de abril de ese mismo año, la violencia asoló cada rincón del país. Fue en esa fecha cuando soldados marroquíes, italianos y nacionales convirtieron el puerto de Alicante en una “prisión de agua” cerrando el paso, por mar y tierra, a las miles de personas que huían de una guerra ya moribunda para la causa republicana y que habían acudido hasta allí esperando la evacuación en unos barcos que nunca llegarían.

Fue entonces cuando Francisco Franco dio por finalizada la contienda haciendo público, desde su puesto de mando en Burgos, el bando que —lacónica y trágicamente— sentenció su victoria: “Cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”. Los sublevados que habían dado un golpe de Estado contra el gobierno legítimo de la II República española vencían tras tres interminables años de guerra. Eso no significaba que hubiera llegado la paz, sino la temible victoria. Inmediatamente después comenzó a propagarse, con la tenacidad de un enjambre, un ecosistema concentracionario formado por más de trescientos campos diseminados por todo el país, cuyo único fin era recluir y, en buena medida, ejecutar prisioneros. Para ello se adaptaron a las funciones carcelarias tanto espacios rurales como fortalezas abandonadas, conventos, cines, castillos e, incluso, plazas de toros. 

Hasta una treintena de cosos taurinos fueron reconvertidos en espacios de hacinamiento, prisión y muerte durante los primeros meses de la posguerra. Uno de ellos fue el que las autoridades franquistas reutilizaron en Monòver. El periodista Carlos Hernández cuenta en su investigación 'Los campos de concentración de Franco' que la plaza de toros de esta población albergó durante octubre y noviembre de 1939 —los dos últimos meses en que se encontró operativa— a unos 1.200 prisioneros, y se perpetraron allí 28 fusilamientos documentados.

La hora de la venganza

A partir del 1 de abril de 1939 comenzó el proceso de institucionalización de la violencia como derecho de los vencedores. Las detenciones se producían a diestro y siniestro contra quienes se habían mantenido leales a la causa democrática o, simplemente, eran sospechosos de haberlo sido. Comenzaba el tiempo de una venganza que llevaba años fraguándose, sobre todo, en aquellos lugares que no fueron tomados por los sublevados hasta que la guerra exhalaba ya su último suspiro. Ese era el caso de Monòver.

Tal y como establece la investigación del profesor Glicerio Sánchez Recio, fue entre el 8 de abril y el 9 de mayo de 1939 cuando las fuerzas del nuevo orden se llevaron presos a estos once monoveros: los hermanos Juan y Sebastián Verdú Berenguer; Luis Poveda Jiménez, apodado “Celestial”; Silvestre Corbí Payá, conocido como “Silve”; Antonio Leal Pérez; Francisco Martínez Marco; José Esteve Santa, de apodo “Fabrilo”; Vicente Barberá Tordera; Evaristo Maqueda Payá; Antonio Llorca Poveda, el “Macoca”; y Sixto Navarro Pérez. Todos ellos, junto a otros muchos republicanos, fueron a dar con sus huesos en la plaza de toros del pueblo. 

Es complicado imaginar cómo trascurrieron sus días, durmiendo entre las gradas y el ruedo, deshechos y maltrechos bajo la mirada vigilante de guardias armados con fusiles, escuchando quizás intempestivamente el rugir de las ejecuciones y respirando, seguro, el olor inmundo de los residuos cotidianos derramados por el suelo. Nuestros once protagonistas tuvieron que resistir en ese terrible escenario durante dos meses hasta que se produjeron los Consejos de guerra que dictaron sus sentencias de muerte. Más de sesenta días para saber, por fin, de qué demonios se les acusaba.

Siete consejos de guerra en un día

Tras la victoria de los sublevados quedaron anuladas las garantías de la Ley de Enjuiciamiento Criminal vigente. La justicia pasaba a formar parte de una escenografía militar que priorizaba los galones, en los miembros del tribunal, por encima de una formación jurídica que podía incluso no existir siquiera. “[En los Consejos de Guerra] no hay debates, no hay testigos, no hay peritos, no hay nadie. El secretario lee fundamentalmente informes policiales, todo lo que se ha acumulado fuera, al margen, sin intervención del acusado”, sentencia sobre ello el magistrado José Antonio Martín Pallín. 

El 12 de julio fue la fecha elegida por los sublevados para llevar a cabo su venganza. El número total de personas juzgadas y sentenciadas en los siete Consejos de guerra de Monòver fue de veintiocho. El abogado defensor era un alférez a quien le fueron entregados los autos la tarde anterior. No hubo ningún testimonio a favor de los acusados. Tampoco más pruebas que la palabra de quienes les acusaban. Se trataba de demostrar la nueva autoridad ejerciendo una feroz revancha contra los oponentes políticos. No había mejor oportunidad de difundir ejemplarmente ese mensaje que perdonar la vida a los delatores —aunque hubieran participado en la comisión de delitos— y sentenciar a muerte a los desafectos al régimen. 

Las delaciones de los chóferes

El tribunal militar pretendía vengar las muertes de más de una decena de personas de derechas asesinadas en Monòver en el transcurso de la guerra. Según documenta el profesor Sánchez Recio, los hermanos Verdú Berenguer fueron sentenciados a muerte por haber sido implicados en la liquidación de un industrial jabonero. El chófer que les delató salvó la vida pero fue condenado a doce años y un día de cárcel. A Francisco Martínez Marco se le atribuyó la participación en el asesinato de cuatro hombres. Por el asesinato de las hermanas Mergelinas y tres vecinos de La Romana fueron condenados a muerte Antonio Leal Pérez y Sixto Navarro; sin embargo, por este hecho otro chófer delator fue condenado a doce años y un día. A José Esteve Santa —“Fabrilo”— se le atribuyó maltrato hacia detenidos en la cárcel de Monòver y, por ello, fue sentenciado a morir fusilado. Vicente Barberá, Antonio Llorca, Evaristo Maqueda, Joaquín Albiñana y Luis Poveda fueron condenados a muerte por haber participado en una saca el 12 de noviembre de 1936. 

El profesor Glicerio Sánchez destaca el caso de Luis Poveda, dado que fue incluido en el sumario posteriormente, acusado únicamente por haber escrito y publicado un cuento justificando los asesinatos antes referidos. Poveda reconoció que había escrito el relato pero nunca su complicidad en aquellas muertes.

Camino a la ejecución

Las madrugadas del 18 de octubre y del 16 de noviembre de 1939, guardias ataviados de uniforme verde con capote-manta para el frío bramaron sus once nombres, rompiendo el silencio de la noche. Seguramente se les heló la sangre a los convocados. Tal vez retrasaron sus pasos para así arañar minutos a la muerte. Acaso les temblaba el cuerpo y quizás más de uno lloraba. Poco más de un kilómetro les separaba de la tapia del cementerio. Si hicieron ese último viaje a pie aún tuvieron quince minutos para repasar en su memoria los rostros de quienes les amaron, los momentos más terribles y también los más felices: fogonazos de una vida ya lejana a la que aferrarse. Aunque lo más probable es que viajaran en un camión apilados y entonando La Internacional para torcer la sonrisa de los verdugos. La pequeña Teresa, hija de Luis Poveda, creyó haber oído ese cántico entre las telarañas de la noche. No alcanzaba a imaginar que fuera la de su padre una de las voces. Pocos minutos después, solo quedaba el eco de los disparos flotando sobre el hoyo en que yacían los cuerpos derramados. Les habían ejecutado en el silencio de la noche, mientras sus familias dormían. 

Dar fe de las muertes

El 19 de octubre de 1939 Francisco Villalta se encontraba en el cementerio de Monòver ante la zanja en la que habían lanzado los cadáveres desvencijados de once hombres. Las moscas zumbaban sobre un río de sangre aún caliente que laceraba la vista. Él estaba allí porque era, todavía, el médico forense de Monòver. La imagen de esos cuerpos deshechos le hería, no ya por su evidente crudeza, sino además porque era padre de Miguel Villalta, diputado del Frente Popular, recién huido del campo de concentración de Los Almendros, en Alicante. Tal vez le mandaban al cementerio para que imaginara el cadáver de su hijo abatido entre el resto. Y puede que fuera ese pensamiento el que le llevó, no solo a dar fe de aquellas muertes, sino también a dejar constancia de la posición y localización de los cuerpos en su informe. Francisco sabía que, una vez cerrada, de la fosa no quedaría nada y quiso contribuir a que el crimen no quedara oculto.

Su hijo Miguel Villalta fue descubierto, detenido, sentenciado sin pruebas y fusilado el 18 de diciembre de 1942. Francisco para entonces ya estaba muerto, tras pasar sus últimos 16 meses de vida preso, a los setenta años, en la misma cárcel alicantina en la que también dejaron morir de tuberculosis al poeta oriolano Miguel Hernández. 

A la búsqueda de los hermanos Verdú Berenguer

Lourdes Verdú atiende la entrevista al otro lado del auricular. Pertenece a la tercera generación de descendientes de Sebastián Verdú Berenguer. La búsqueda de la verdad sobre lo que le sucedió a su bisabuelo no solo le concierne familiarmente sino que forma parte sustancial de la mujer en que se ha convertido. Fue la concejala de memoria histórica de Monòver en la anterior legislatura y es licenciada en Historia. Si su familia conoce el destino y paradero tanto de Sebastián como de su hermano Juan se debe a la obstinación de Lourdes.

Más de ochenta años después de los fusilamientos, ella desentrañó el misterio leyendo un libro de Glicerio Sánchez, su profesor de universidad. En una de sus páginas se topó con las iniciales S.V.B. y, a partir de ahí, comenzó a tirar del hilo que recompuso los espacios vacíos del rompecabezas familiar. “Hablé con mi madre y le dije que necesitaba más información, pero ella no tenía más. Hablamos con mi abuelo —ahora ya fallecido— y recordó que, efectivamente, su padre y su familia siempre habían estado comprometidos. Nadie sabía qué les había pasado. Desaparecieron y se acabó. Nunca más se supo. Todos lo intuían pero no lo sabían. Habían desaparecido. En la familia de eso no se habló nunca.” 

La viuda de Sebastián y sus hijos vivían en Casas del Señor, una pequeña pedanía colindante con Monòver, dedicada fundamentalmente a la cantería, donde la represión social cubrió de sombras sus días: “En el pueblo les llamaban los rojos ”. Al hablar de las condiciones de vida de su bisabuela, Etelvina Andreu, la conversación se llena de silencios elocuentes. “Tuvo que trabajar en campos de trigo de terratenientes”. Lourdes calla. “Fue una mujer represaliada, no como las mujeres a las que pelaban, pero estuvo toda su vida marcada por el hecho de ser viuda de un rojo. Fue explotada y abusada por los terratenientes”. A la pregunta de cómo lo sabe, contesta: “Eso no se dice pero se percibe. Los hombres de la familia habían desaparecido. Se había quedado sola. Ella y la mujer de su cuñado eran dos mujeres solas. Viudas de rojos en un pueblo muy pequeño. Es lo que había ”. 

Las sombras de los desaparecidos devoraron el día a día quienes les sobrevivieron: “Siempre han vivido con mucho miedo. Ocurrió algo anecdótico que lo demuestra. Hace poco pedimos una foto de mi bisabuelo a una prima, y mi abuela —que aún vive pero aquejada de Alzheimer— encontró accidentalmente esa foto por la casa y le gritó a su hija que qué hacia con eso, que iban a venir a por ellas y las iban a matar”. 

La búsqueda de los cuerpos ochenta años después

“Todos ellos y por este orden reposan en el cementerio de esta plaza en la fosa general de la derecha al fondo, a medio metro aproximadamente de profundidad y a metro y medio de la pared, la cabeza con dirección hacia poniente. Es interesante haga constar estos datos en la referida certificación”. 

Siguiendo las indicaciones del informe del forense Francisco Villalta —que fue recuperado por el cronista alicantino Enrique Cerdán Tato—, la historiadora y antropóloga física Clara Serna ha localizado la fosa común del cementerio de Monòver en la que se encuentran los restos de los once monoveros. 

El Ayuntamiento de la localidad, junto a la Generalitat Valenciana, ha sufragado la exhumación, tal y como establece la Ley de Memoria Democrática Valenciana aprobada en 2017, cuarenta y dos años después de la muerte del dictador: “[La Generalitat] llevará a cabo las actuaciones necesarias para recuperar e identificar los restos de las víctimas desaparecidas durante la guerra civil y la dictadura”.

El 10 de agosto de 2020 dieron inicio los trabajos de localización de la fosa. El informe de Villalta correspondía a la primera tanda de ejecuciones, la del 18 de octubre de 1939. Según el trabajo de investigación de Clara Serna, allí fueron arrojados los cuerpos sin vida de veintiséis hombres: “Hubo cuatro tandas de fusilamientos, siendo la primera y la tercera las más numerosas. La primera fue el 18 de octubre, con un total de once fusilados. La segunda, el día 31 de octubre, con un solo fusilado. La tercera fue el 11 de noviembre, con doce fusilados. Por último, el 5 de diciembre, con dos fusilados. De este modo, veintiséis hombres habrían sido fusilados e inhumados en la fosa común”.

Jorge García es el arqueólogo responsable de localizar y excavar la fosa común de Monòver. Atiende telefónicamente la entrevista en un hueco improvisado de su apretada agenda. Jorge relata cómo fue el inicio de los trabajos: “Planteamos el primer sondeo, quitamos la losa, el hormigón... empezamos a bajar el estrato de tierra y parecía más removida de lo que suele estar en un enterramiento. Aparecieron huesos sueltos: una falange, una vertebra... Pero nada más. Decidimos hacer otra cata más con los mismos resultados. Y ahí es cuando comenzamos a mosquearnos. Parecía que ese terreno había sido removido”.

Pasaban los días y los resultados eran similares. Tan solo aparecía algún que otro fragmento óseo diseminado. No había rastro de lo que habían ido a buscar: veintiocho esqueletos agujereados por las balas. 

Se excavan fosas, se exhuman cuerpos

Se suele decir que se exhuman fosas pero no es correcto. Se excavan fosas y se exhuman cuerpos. La fosa es el agujero primigenio sobre el que se asienta y adapta anatómicamente el cadáver. Es un hoyo abierto en la tierra. El receptáculo que alberga la huella del crimen. La evidencia material de que alguien una vez estuvo vivo: su cuerpo esqueletizado. 

Quienes los buscan son familiares que han construido su identidad en torno a esa persona a la que ni siquiera conocieron con vida. Han crecido envueltos en el trauma heredado de la pérdida decididos a cumplir la promesa de escarbar la tierra hasta la roca madre para encontrar al abuelo. Devolver sus huesos a unas manos protectoras y amadas que lo acuesten a reposar eternamente. Arañan la necesidad de arroparle, de acariciarle por última vez para dejar el recuerdo del amor en sus huesos y borrar la herida de la tortura. Necesitan comprobar que ha cesado la violencia, que está a salvo, que regresa a casa. Aunque ese nuevo hogar sea un nicho. Porque lo importante es que no es una fosa horadada por las manos asesinas. Es un espacio propio y limpio, con una jarrita con flores y su nombre escrito en la lápida. Un lugar a través de cuyo mármol seguir acariciando al padre. 

La segunda muerte

Pocos días después del inicio de los trabajos de exhumación, un anciano se acercó al cementerio y, con voz tremendamente afectada, pronunció las palabras más temidas por los familiares: “No vais a encontrar nada ahí”. 

En 1988 este hombre —del que omitiremos el nombre— trabajó en la reforma del cementerio. Era el que manejaba la máquina retroexcavadora. Sus jefes le habían ordenado que llegara al estrato geológico, el más profundo, para crear el espacio de los nuevos nichos. Al introducir la pala en la tierra, comenzaron a emerger huesos por todas partes: “Saqué calaveras, saqué cráneos”, comentó a los arqueólogos.   

Según su relato, detuvo la máquina y preguntó a sus superiores qué debía hacer. Al parecer, llegaron a consultar al concejal de cementerios, quien les pidió continuar los trabajos, por lo que este obrero prosiguió sacando huesos y tierra, arrojándolos fuera del recinto. Los testimonios consultados coinciden en que, seguramente, la indiferencia hacia los restos se debió más al desconocimiento y la desidia que a una decisión premeditada por nadie. 

El operario seguramente nunca volvió a pensar en aquellos huesos hasta que, treinta y dos años después, leyó las noticias locales sobre la búsqueda de la fosa común con veintiocho cuerpos.  Entonces, supo que nunca los encontrarían.

Tras la revelación, los responsables del Ayuntamiento y la Generalitat convocaron una reunión para informar a las familias. Unas encajaron con resignación el duro golpe, otras insisten, aún hoy, en continuar excavando la tierra del cementerio hasta encontrar los restos. Pero todas tienen algo en común y es que sienten esta situación como una doble muerte. Porque una fosa común es un agujero negro, un túnel del tiempo excavado en la tierra, el lugar que conserva la huella del crimen. Pero antes que todo eso, una fosa común es siempre una herida abierta. 

  • Gracias al trabajo de investigación de Glicerio Sánchez Recio titulado Operación quirúrgica en el cuerpo social: La represión política en Monóvar (1936-1943) conocemos los detalles de este proceso. Tanto esta obra como la tesis de Pedro Payá López Ni paz, ni piedad, ni perdón. La guerra después de la guerra y la erradicación del enemigo en el partido judicial de Monóvar: La responsabilidad compartida (1939-1945) dirigida por el anterior, han servido de base documental imprescindible para recomponer el relato de estos hechos en el presente artículo.
  •  Agradezco además la ayuda prestada en la elaboración de este texto a Iñaki Pérez Rico, Isabel Ginés, Clara Serna y Lourdes Verdú, así como a todas las personas entrevistadas. 

Esta es la historia del fusilamiento colectivo de once hombres, del médico forense que dio fe de sus muertes, de las sombras que devoran los hogares de las víctimas, de quienes sobreviven a sus muertos a fuerza de silencios que supuran, de que los desaparecidos también se heredan y de cómo, ochenta y un años después, se procede a la búsqueda de sus restos*. 

De la plaza de toros al campo de concentración