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Las bibliotecas públicas como espacios contra la desinformación

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Una democracia es más sana cuando los que participan en ella tienen acceso a una información veraz, cuando sus ciudadanos saben distinguir los filtros por los que pasa la información que les llega. En la última década han proliferado los portales web de noticias falsas, las manipulaciones fotográficas, los bots que replican contenido propagandístico que se hace pasar por real e incluso la información que se recoge en medios de comunicación es más sesgada. La propaganda y la sobreinformación afectan al pensamiento crítico -anulándolo por exceso- o deformándolo hasta un escepticismo que roza la paranoia, creando un clima que dificulta cualquier debate o reflexión.

Con la irrupción de la pandemia, valores y principios que se creían aceptados han quedado relegados a opiniones o posicionamientos políticos. Muestra de ello es el planteamiento del coronavirus como estafa de las grandes potencias o el escepticismo ante las vacunas, pasando por acciones descontextualizadas que se viralizan para fomentar el odio contra algunos grupos étnicos. Las acciones de cuestionamiento no son nuevas. La pandemia de sida también fue objeto de negacionismo y estigma y las teorías de la conspiración con acontecimientos históricos se suceden durante décadas después de que estos se produjeran.

En un contexto en el que la información y la atención son una mercancía, las crisis son grandes oportunidades para confundir y monetizar el caos. “La concentración de atención durante un acontecimiento de este tipo crea a la vez tanto el incentivo de generar desinformación como la necesidad vital de refutarla”, afirman Carl T. Bergstrom y Jevin D. West, autores de Bullshit, traducido y editado al español por Capitán Swing. El concepto, que tiene difícil encaje en el vocabulario castellano, recoge desde las manipulaciones hasta las chorradas pasando por la persuasión o el engatusamiento, y hace referencia a aquello que se disfraza de información para crear un clima de confusión. “La estrategia de desinformación continua está diseñada para dejar a la audiencia desorientada y desesperada, sin que pueda separar lo verdadero de lo falso”, indican los autores, que señalan que “no estamos preparados para cuestionar la información que llega de forma cuantitativa”, en forma de datos.

Los analistas citan un estudio que en 2018 halló que el 2,6% de los artículos informativos publicados en Estados Unidos eran falsos. Traducido a personas, significa que si cada ciudadano hubiera leído un artículo al día, más de ocho millones de personas habrían leído una noticia falsa. A ello se añade una estimación: la mitad de perfiles en redes sociales son falsos y se dedican a replicar el contenido, cifra que tiene un gran efecto multiplicador: un bulo llega infinitamente más lejos que su desmentido.

A la proliferación de información sobre un tema concreto se le ha dado el nombre de Infodemia, aludiendo al término epidemiológico y, según cada vez más expertos en comunicación, es un fenómeno que no parece coyuntural. Es el caso de Alexandre López Borrull, profesor de Estudios de Ciencias de la Información y de la Comunicación de la Universitat Oberta de Catalunya, que aboga por intensificar la alfabetización desde lo público.

El investigador apunta que las bibliotecas públicas pueden desempeñar un papel importante en las crisis contra la desinformación, partiendo de la experiencia con la pandemia. “El tratamiento informativo de la COVID-19 nos ha permitido comprobar que la desinformación tiene muchas aristas y, sobre todo, que no existe una única solución ni un único actor responsable de su eliminación. Por tanto, resultan prioritarias la coordinación de actores y las múltiples aproximaciones hacia la desinformación para disponer de una mayor capacidad de solución”, reflexiona en un artículo reciente. López Borrull plantea que las bibliotecas incorporen contenido veraz a sus estantes y, ante episodios que puedan generar confusión, organicen talleres y actividades sobre el tema a tratar, “aportando contenido contrastado, con un valor añadido y de calidad”.

“Las bibliotecas deben convertirse en un agente activo para la promoción y el consumo de una dieta informativa rica y plural, pero eso implica que existan fondos y prensa que la fomenten”, detalla López Borrull, que recalca el papel de las bibliotecas para ayudar a la ciudadanía a entender y a utilizar mejor las redes sociales y las herramientas digitales y poder identificar los bulos.

Estos centros públicos son, además de un lugar para democratizar la palabra escrita, un centro social, un lugar para crear lazos entre vecinos, construir comunidad a fuerza de ir encontrándose con la misma gente periódicamente. La definición procede de lo que el norteamericano Eric Klinenberg, denomina una “infraestructura social”, un espacio público o privado en el que tejer relaciones con independencia de si se consume o no. El autor de Palacios del Pueblo, (Capitán Swing) sostiene que las infraestructuras son invisibles por definición y es fácil que no las tengamos en cuenta hasta que no dejan de existir, pero determinan las formas de relacionarnos.

El sociólogo defiende que, además de facilitar a todo el mundo acceso gratuito a material cultural, investigador o de entretenimiento, garantizando el derecho a la información, estas son lugares de encuentro de comunidades diversas; ofrecen un espacio social fuera de las relaciones habituales, que influyen en aspectos como la percepción de la realidad y la tolerancia.

Internet ha cambiado la forma en la que nos relacionamos entre personas, desplazando el acercamiento físico; ha cambiado la forma en la que investigamos y aprendemos, interactuamos o pensamos y en ello influyen la economía de la atención o el valor económico de las noticias en la red. La mayor parte de desinformadores, indican los autores de Bullshit, no pretenden alterar el voto del lector, solo obtener dinero a base de los clicks en sus espacios, a los que atraen con la promesa de una emoción: “Esto es lo que pasó cuando...” o “Lo que vas a leer te sorprenderá”, son los futuribles empleados para dedicar unos segundos de tiempo al contenido, pero implican una contaminación difícilmente resoluble.

Cada salto tecnológico lleva pareja la idea de crisis y cada tecnología nueva parece desbancar a la anterior. Con la imprenta, recuerdan, se alertó de la devaluación del pensamiento del libro impreso porque la copia, la decisión sobre qué era merecedor de ser compartido y divulgado, se reservaba a la élite. Existe una constante en el pensamiento por la que la democratización de algo le resta valor, lo vulgariza en su sentido más peyorativo. Quizá el error pase por pensar que rebajar las barreras económicas de acceso implica per sé una democratización, sin incluir al análisis que esta requiere que se rebajen también las barreras formativas, acercar su uso. Internet no democratiza la información si no aprendemos a leerla, sin herramientas para distinguir realidad y ficción, información de entretenimiento, hechos de interpretación; sin conocer los sesgos, los intereses, o identificar una mentira. Democratizar el acceso a la información implica blindar la estructuras, que, además, se convierten en espacios para preservar lo público.

Una democracia es más sana cuando los que participan en ella tienen acceso a una información veraz, cuando sus ciudadanos saben distinguir los filtros por los que pasa la información que les llega. En la última década han proliferado los portales web de noticias falsas, las manipulaciones fotográficas, los bots que replican contenido propagandístico que se hace pasar por real e incluso la información que se recoge en medios de comunicación es más sesgada. La propaganda y la sobreinformación afectan al pensamiento crítico -anulándolo por exceso- o deformándolo hasta un escepticismo que roza la paranoia, creando un clima que dificulta cualquier debate o reflexión.

Con la irrupción de la pandemia, valores y principios que se creían aceptados han quedado relegados a opiniones o posicionamientos políticos. Muestra de ello es el planteamiento del coronavirus como estafa de las grandes potencias o el escepticismo ante las vacunas, pasando por acciones descontextualizadas que se viralizan para fomentar el odio contra algunos grupos étnicos. Las acciones de cuestionamiento no son nuevas. La pandemia de sida también fue objeto de negacionismo y estigma y las teorías de la conspiración con acontecimientos históricos se suceden durante décadas después de que estos se produjeran.