No sé si todavía sigue, si se ha convertido en una sección fija de los medios o si ya ha cesado la murga de los últimos meses con la lesión del tenista Rafa Nadal. Quién sabe. Tempus fugit y las tabarras mediáticas se esfuman a la velocidad del rayo. Nos lo han restregado a todas horas como ejemplo de sufrimiento, de constancia, de superación, de merecimiento. Creo que no hay nadie que no se haya dado por enterado de que si todos fuéramos como Nadal, todos seríamos famosos, anunciaríamos coches, bancos y zapatillas de marca para el nene y para la nena, tendríamos la casa llena de trofeos y seríamos multimillonarios. Es justo lo que pensaba yo cuando, de pequeño, veía a Ángel, el jornalero que contrataba mi padre cada vez que hacían falta refuerzos en casa, ya fuera para plantar patatas o para recoger chufas. El hombre había venido con el ejército republicano desde Albacete. Demostrando una gran astucia había aprendido valenciano para confundirse entre los labradores, y poco a poco había adquirido tanta habilidad con la azada como el otro con la raqueta. Se había casado, había procreado y se había pasado toda la vida doblando el lomo con tesón para dar de comer a la familia. Consiguió todo lo que se propuso, triunfó gracias a su esfuerzo, igualito que Nadal, bronceado incluido. Aunque, claro, sin el síndrome Müller-Weiss, que es lo que tiene el tenista; con tan solo con un poco de artritis, lo que le resta algo de mérito.
El secreto del éxito me ha quedado claro gracias a los medios de comunicación, que no han escatimado detalle explicándomelo. Lo que no acabo de entender es cómo subiríamos todos al podio. A la vez, imposible, y uno por uno acabaría siendo un coñazo y al final no valdría la pena. Y eso es lo que mosquea, que por mucho que nos esforcemos, siempre hay un solo podio. Normalmente con tres columnas, pero dos son de consolación. Solo puede haber un campeón, y seguiría siendo así aunque los músculos nos reventaran bajo la piel, el tamaño de nuestro cerebro nos obligara a arrastrar la cabeza por el suelo, y nuestro currículo no cupiera en el servidor de Google. El éxito basado en la competitividad siempre es relativo, es lo que marca tu posición respecto al primero, sea cual sea la cantidad de esfuerzo empleado. Por eso llega uno a sospechar que quizá Nadal no es un ejemplo, como nos quieren hacer creer, sino una excepción, la excepción que oculta el verdadero paradigma, que es el fracaso y la insignificancia. Quizá, de lo que se trata, es de convertir la vida en una carrera de ratas, y quizá Nadal y demás triunfadores mediáticos son los trocitos de queso que nos dan a olisquear.
Y lo que supuestamente nos permite atrapar el queso es un invento fabuloso llamado ascensor social. Su aspecto es magnífico. Es como las casetas de feria, pasen y vean, entren y suban. Y agolpada frente a las puertas, haciendo cola para subir, un montón de gente que va pasando con cuentagotas y desaparece. Porque hace tiempo que ese trasto no lleva a ninguna parte. Solo sirve para alimentar las expectativas de los que esperan su turno, hasta que deciden abandonar porque tienen otros asuntos perentorios que atender. Al lugar donde se supone que lleva no se llega tan fácil. Se accede como a los garitos de las películas ambientadas en el Chicago de los años 20, mediante recomendación, contraseña, y una propina generosa que solo algunos se pueden permitir. Pero eso es algo que conviene guardar en secreto. La desigualdad es el principio motor de la ilusión meritocrática, y hay que perpetuarla. En cualquier caso, tampoco pasa nada si de vez en cuando alguien, que no debería, consigue trepar y se cuela. Porque a medida que un pobre asciende va dejando de serlo, y, sobre todo, va dejando de pensar como pobre, porque si no, no asciende. Así que, al final, solo llegan arriba los ricos, de bolsillo y de corazón, bien sea porque ya lo eran, bien porque se han ido haciendo ricos por el camino.
Hay docentes que se extrañan de que su labor formativa no sirva para incrementar la movilidad social. Seguramente lo hacen con las promesas del plan Bolonia todavía en mente. Constatan, con una comprensible decepción, que muchos de sus alumnos, a veces los más brillantes, han acabado con una mano delante y otra detrás, mientras que hay una pila de individuos con el cociente intelectual de una col que, titulados o no, están cómodamente sentados en el consejo de administración en el que les pusieron sus papás. Tal como están las cosas, pretender reducir la cultura a un instrumento para alcanzar el éxito personal —la cultura y la formación, dando por supuesto que ambas van de la mano—, además de una ingenuidad me da a mí que es corromperla, desnaturalizarla, convertirla en una herramienta del clasismo y el darwinismo social, cuando debería servir para superarlos. Puestos a formular ingenuidades, quizá tendríamos que olvidarnos de ascensores que raramente suben y que, en el mejor de los casos, lo hacen para perpetuar la verticalidad de la estructura social. Quizá habríamos de erradicar ese concepto que asume implícitamente una estratificación injusta y pensar, más bien, en caminos accesibles y expeditos, que han sido allanados hasta hoy con el esfuerzo de muchos, para seguir allanándolos y facilitar el avance de los que vendrán. A ciertos efectos, el mundo debería ser plano, como postulan algunos chalados.
No sé si todavía sigue, si se ha convertido en una sección fija de los medios o si ya ha cesado la murga de los últimos meses con la lesión del tenista Rafa Nadal. Quién sabe. Tempus fugit y las tabarras mediáticas se esfuman a la velocidad del rayo. Nos lo han restregado a todas horas como ejemplo de sufrimiento, de constancia, de superación, de merecimiento. Creo que no hay nadie que no se haya dado por enterado de que si todos fuéramos como Nadal, todos seríamos famosos, anunciaríamos coches, bancos y zapatillas de marca para el nene y para la nena, tendríamos la casa llena de trofeos y seríamos multimillonarios. Es justo lo que pensaba yo cuando, de pequeño, veía a Ángel, el jornalero que contrataba mi padre cada vez que hacían falta refuerzos en casa, ya fuera para plantar patatas o para recoger chufas. El hombre había venido con el ejército republicano desde Albacete. Demostrando una gran astucia había aprendido valenciano para confundirse entre los labradores, y poco a poco había adquirido tanta habilidad con la azada como el otro con la raqueta. Se había casado, había procreado y se había pasado toda la vida doblando el lomo con tesón para dar de comer a la familia. Consiguió todo lo que se propuso, triunfó gracias a su esfuerzo, igualito que Nadal, bronceado incluido. Aunque, claro, sin el síndrome Müller-Weiss, que es lo que tiene el tenista; con tan solo con un poco de artritis, lo que le resta algo de mérito.
El secreto del éxito me ha quedado claro gracias a los medios de comunicación, que no han escatimado detalle explicándomelo. Lo que no acabo de entender es cómo subiríamos todos al podio. A la vez, imposible, y uno por uno acabaría siendo un coñazo y al final no valdría la pena. Y eso es lo que mosquea, que por mucho que nos esforcemos, siempre hay un solo podio. Normalmente con tres columnas, pero dos son de consolación. Solo puede haber un campeón, y seguiría siendo así aunque los músculos nos reventaran bajo la piel, el tamaño de nuestro cerebro nos obligara a arrastrar la cabeza por el suelo, y nuestro currículo no cupiera en el servidor de Google. El éxito basado en la competitividad siempre es relativo, es lo que marca tu posición respecto al primero, sea cual sea la cantidad de esfuerzo empleado. Por eso llega uno a sospechar que quizá Nadal no es un ejemplo, como nos quieren hacer creer, sino una excepción, la excepción que oculta el verdadero paradigma, que es el fracaso y la insignificancia. Quizá, de lo que se trata, es de convertir la vida en una carrera de ratas, y quizá Nadal y demás triunfadores mediáticos son los trocitos de queso que nos dan a olisquear.