Pensando en la previsible cadena de desastres que provocará la ampliación del puerto de Valencia, con la imagen del gigantesco buque que atascaba el canal de Suez de fondo, me venía a la mente una película que se estrenó sin pena ni gloria hace ya algunos años. En All Is Lost (J. C. Chandor, 2013), Robert Redford es un improbable navegante solitario de setenta y cinco años que está haciendo la travesía del Pacífico. No es una cinta con grandes giros argumentales, así que no hay que preocuparse demasiado por el espóiler. La historia empieza justo cuando un contenedor que flota perdido en medio del océano choca contra su embarcación y la agrieta fatalmente. A partir de aquí lo vemos luchar contra el proceso de desintegración de su velero y contra los elementos que amenazan con dejarlo sin un mínimo asidero sobre el abismo oceánico. Todos los aparatos electrónicos que lo comunican con el mundo, que le ayudan a prever las tormentas o a orientarse se estropean, y tiene que echar mano de habilidades olvidadas o que no llegó a adquirir nunca, como achicar a mano el agua que entra por el boquete, leer una carta marítima o guiarse por el sol con la ayuda de un sextante. Redford no es precisamente el más inepto de los humanos, pero aun así no da pie con bola.
Pronto queda a la deriva, tanto en un sentido literal como metafórico. Y cuando, después de pasarlas canutas, consigue llegar ufano a una zona de navegación, es para comprobar que el esfuerzo no le ha servido de nada. Un par de buques portacontenedores pasan por su lado, uno de ellos rozando su pequeño bote, y pese a las bengalas que dispara ninguno se detiene. O no lo ven o los mares ya no están hechos para los náufragos. Al espectador no le queda claro que el protocolo de esos mastodontes contemple parar máquinas para recoger a un hombre perdido en medio del océano. Viendo su envergadura cuesta creer que estén preparados para hacerlo. Ni preparados ni dispuestos. Uno no puede dejar de pensar que si algún tripulante atisba a alguien gesticulando en el agua, conviene que se haga el sueco para evitar que lo metan en alguna lista negra por tener demasiada buena vista. Al final, un descorazonado Redford, al tratar de hacerse visible en medio de la oscuridad, quema torpemente la balsa que le mantiene a flote. En tanto que símbolo de lo que somos ahora mismo, ese náufrago desvalido es lo que queda después de que esta civilización nos haya convertido en un pellejo abandonado en alta mar, nos haya vaciado para crear el enorme buque que pasa de largo, indiferente a nuestra desgracia y a nuestro desvalimiento.
Hace poco, en estas mismas páginas, o tal vez hay que decir pantallas, Josep Lluís Barona decía observar que, «cada vez más, delegamos en las máquinas y los artilugios nuestra capacidad de razonar, calcular y comunicarnos», y se preguntaba si la inteligencia artificial está al servicio de la humana o ha venido para reemplazarla. La pregunta, evidentemente, era retórica, porque por todas partes hay señales de que nuestra idiocia no deja de aumentar. Cuanto más nos rodeamos de dispositivos «inteligentes», más incapaces nos volvemos, más dependientes y vulnerables. Uno ha perdido la cuenta de las habilidades que hemos abandonado en el curso de las últimas décadas, capacidades complejas que nos ha costado siglos adquirir y que estamos sustituyendo alegremente por la más simple destreza de saber dónde está el botón que hay que apretar en cada caso, lo que por fin nos hace tan listos como un mono con un palo.
Entre ellas citaba Barona la capacidad perdida de pronosticar la lluvia observando el cielo, o la que tenían los médicos de antaño de calibrar a simple vista la gravedad de una dolencia. Hay muchas más. Hasta no hace mucho sabíamos contar el cambio echando una simple ojeada a la palma de la mano, éramos capaces de escribir con una caligrafía decente y sin que un artilugio nos sugiriera la palabra correcta o la escribiera directamente por nosotros en una pantalla, sabíamos si algo era comestible sin mirar la fecha de caducidad (que no se había inventado todavía), en general éramos capaces de detectar el peligro con la nariz y sabíamos si el corazón nos latía o había dejado de hacerlo sin necesidad de consultar el pulsómetro de nuestro smart watch. En vez de reforzar en nosotros todas esas habilidades y otras más específicas, las estamos delegando una tras otra en unos supuestos esclavos cibernéticos para que las hagan por nosotros. Empezamos cediendo toda nuestra capacidad de cálculo y de memorización a las computadoras, y ahora estamos en proceso de externalizar los diagnósticos médicos, la concesión de préstamos bancarios, la conducción de los vehículos, la administración de justicia, la composición musical o la escritura de los diálogos cinematográficos. Todo se hace ya o se pretende hacer en función de algoritmos informáticos. Incluso hay quien está pensando en aprovechar las posibilidades que ofrece la inteligencia artificial para que no nos tengamos que limpiar el culo personalmente.
Puede que haya una lógica interna en nuestro comportamiento que sea la que nos ha llevado hasta esta situación. Quizá todo empezó con la religión, que al fin y al cabo es la externalización del juicio moral. Dejamos que los sacerdotes decidieran por nosotros lo que está bien y lo que está mal y renunciamos al raciocinio para sacarnos de encima ese dolor de cabeza, aunque hasta el más crédulo se daba cuenta de que eso no siempre es una ventaja. Parecía que desde la Ilustración para acá, sobre todo desde que Nietzsche restableció la genealogía de la moral, habíamos ganado autonomía. Pero no. La estamos perdiendo. Está claro que la responsabilidad moral implícita en cada uno de nuestros actos nos abruma. Así que lo que está pasando no puede dejar de verse como una regresión que nos lleva indefectiblemente a las tinieblas, no está claro si de vuelta a las del origen o de ida a las del Apocalipsis.
Al parecer, mientras la filosofía avanzaba en una determinada dirección, la economía avanzaba en la contraria. A la revolución industrial no le hacía mucha gracia que alcanzáramos el pleno control de nuestras decisiones que vaticinaba Nietzsche, no convenía a sus propósitos, y evitarlo se convirtió en uno de los pilares estratégicos de su desarrollo. El actual modelo regresivo, sospecha uno, arrancó entonces, y tomó impulso definitivo con la externalización económica, esa práctica indisolublemente asociada a la globalización que tan bien representa el contenedor que le destroza el barquito a Redford. La externalización no es sino la subcontratación de siempre pero a gran escala, apoyada en la creación exponencial de precariedad laboral en todo el planeta. Los trileros de todas las épocas siempre utilizan las mismas rutinas. La novedad, en caso de serlo, es que ahora no solo necesitan generar precariedad entre los proveedores de mano de obra, también necesitan que los clientes finales seamos unos completos inútiles, unos precarios mentales, porque cuanto más inútiles, más dependemos de las inutilidades que nos suministran.
La externalización es el paradigma que ha dado a luz a una eclosión tecnológica falsamente humanista que nos extirpa las habilidades adquiridas en lugar de hacerlas crecer dentro de nosotros. Lo mismo que les sucede a las empresas cuando van cediendo a una nube de proveedores el control de sus procesos productivos, la toma de decisiones estratégicas, la comercialización de sus productos y todo su saber hacer —know-how, lo llaman—, nos sucede como individuos y como sociedades cuando transferimos todas nuestras capacidades a una parafernalia de artefactos cuyo funcionamiento es opaco, aunque están construidos para que lo percibamos justo al revés. Acabamos dependiendo de ellos como esos aristócratas ociosos e incompetentes que no podían ni ponerse los calzoncillos sin la ayuda de sus criados.
Lo externalizamos todo y solo nos queda un vacío insondable. Nuestro sentimiento de desgracia en medio de tanta abundancia, más allá de lo que a cada uno le toque de ella, proviene de saber que no gobernamos sobre todo aquello de lo que nos estamos rodeando llevados de una absurda bulimia tecnológica. Es algo de lo que nos damos cuenta cuando se va la luz, no va el GPS, te olvidas de una contraseña, el disco duro se rompe, un virus entra en tu ordenador, te dejas la VISA en casa, el teléfono se queda sin batería o, como le pasó a Redford, te vas a mar abierta para ver si te encuentras a ti mismo, y un contenedor lleno de cachivaches fabricados donde Cristo perdió el chisquero, que se ha caído de un barco monstruoso que en ningún caso parará para rescatarte, le raja el casco a tu bonito barquito de vela.
Pensando en la previsible cadena de desastres que provocará la ampliación del puerto de Valencia, con la imagen del gigantesco buque que atascaba el canal de Suez de fondo, me venía a la mente una película que se estrenó sin pena ni gloria hace ya algunos años. En All Is Lost (J. C. Chandor, 2013), Robert Redford es un improbable navegante solitario de setenta y cinco años que está haciendo la travesía del Pacífico. No es una cinta con grandes giros argumentales, así que no hay que preocuparse demasiado por el espóiler. La historia empieza justo cuando un contenedor que flota perdido en medio del océano choca contra su embarcación y la agrieta fatalmente. A partir de aquí lo vemos luchar contra el proceso de desintegración de su velero y contra los elementos que amenazan con dejarlo sin un mínimo asidero sobre el abismo oceánico. Todos los aparatos electrónicos que lo comunican con el mundo, que le ayudan a prever las tormentas o a orientarse se estropean, y tiene que echar mano de habilidades olvidadas o que no llegó a adquirir nunca, como achicar a mano el agua que entra por el boquete, leer una carta marítima o guiarse por el sol con la ayuda de un sextante. Redford no es precisamente el más inepto de los humanos, pero aun así no da pie con bola.
Pronto queda a la deriva, tanto en un sentido literal como metafórico. Y cuando, después de pasarlas canutas, consigue llegar ufano a una zona de navegación, es para comprobar que el esfuerzo no le ha servido de nada. Un par de buques portacontenedores pasan por su lado, uno de ellos rozando su pequeño bote, y pese a las bengalas que dispara ninguno se detiene. O no lo ven o los mares ya no están hechos para los náufragos. Al espectador no le queda claro que el protocolo de esos mastodontes contemple parar máquinas para recoger a un hombre perdido en medio del océano. Viendo su envergadura cuesta creer que estén preparados para hacerlo. Ni preparados ni dispuestos. Uno no puede dejar de pensar que si algún tripulante atisba a alguien gesticulando en el agua, conviene que se haga el sueco para evitar que lo metan en alguna lista negra por tener demasiada buena vista. Al final, un descorazonado Redford, al tratar de hacerse visible en medio de la oscuridad, quema torpemente la balsa que le mantiene a flote. En tanto que símbolo de lo que somos ahora mismo, ese náufrago desvalido es lo que queda después de que esta civilización nos haya convertido en un pellejo abandonado en alta mar, nos haya vaciado para crear el enorme buque que pasa de largo, indiferente a nuestra desgracia y a nuestro desvalimiento.