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Filosofía para farsantes

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¿Quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos? Algún extraordinario valor práctico tendrán estas preguntas para seguir vigentes en medio del vendaval utilitarista que nos asola. Las seguimos formulando como si lo hiciéramos por primera vez, y alimentan un existencialismo de baratillo en el que algunos han encontrado una manera sustanciosa de ganarse la vida. Se la ganan proporcionando soluciones a medida para un dilema aparentemente universal. El mundo se ha llenado de terapeutas de todo pelaje, psicólogos, gurús y expertos en mindfulness que se ocupan de reconducir nuestras angustias más íntimas, aplacar nuestros escrúpulos y ayudarnos a construir coartadas ante el tribunal de la conciencia, todo a fin de posibilitar nuestra «realización personal». Esas preguntas —que pasan por ser los interrogantes fundacionales de la filosofía, aunque no sea exactamente así— sobreviven, pero con trampa, siguen siendo aprovechables no para contestarlas, sino, precisamente, para hacernos los locos, que, como es bien sabido, es una habilidad básica para ir tirando. Nada mejor para despistar que elevar el tiro, convertir lo que es clamorosamente prosaico en algo trascendente. Deleitarse en el sinsentido de la existencia siempre ha parecido más inteligente que ceñirse a las obviedades. Y el caso es que eso último no es tan difícil. Si, por resumir, has nacido en una casa a cuatro vientos, con jardín, tata y chófer, has heredado una fortuna, pero todavía quieres más dinero y tu principal objetivo es ganarlo sin importarte cómo, está clarísimo de dónde vienes, qué clase de persona eres y adónde vas o quieres ir, así que no nos vengas con chorradas, que no cuela. Y si has nacido en el chamizo de Paco el Bajo, todo lo que has conseguido es vivir en un piso cuyo alquiler no para de subir a pesar de que no hay ascensor, y el subsidio del paro se te acaba el mes que viene, también sabes de qué va todo, así que reacciona y déjate de gilipolleces.

Es legítimo preguntarse por qué existe algo en vez de nada, faltaría más, pero lo razonable es hacerlo cuando uno está sentado en la soledad del váter o con una caña de pescar en la mano bostezando frente a la inmensidad de un mar indiferente. Y si alguien resuelve el acertijo, que rule la respuesta, por favor, que no hay nadie a quien no le tenga intrigado la cuestión. Pero es muy cínico hacerse esa clase de preguntas cuando uno está contando billetes dentro de un coche en un polígono abandonado, y es una majadería hacérselas cuando uno está contando calderilla frente a la caja del supermercado, a ver si le llega para pagar la compra. Por no mencionar lo arriesgado de hacérselas sin estar preparado para afrontar respuestas inesperadas. Un cortocircuito te puede achicharrar las neuronas, porque a ciertos efectos —bastantes— importa un pito quién eres, de dónde vienes o adónde vas. Puede que hayas venido al mundo con la vida ya resuelta o puede que seas de los que la pierden un poco cada día tratando de resolvérsela, pero al que recibe el tiro o le pilla el obús le da igual que seas el que se forra vendiendo munición o el que malvive fabricándola para llegar a fin de mes. Para ese, los dos sois lo mismo, partes integrantes de un mecanismo asesino. Puede que la cuestión no sea tanto quiénes somos y de dónde venimos, como qué hacemos, qué es lo que nos empujan a hacer y nuestro libre albedrío, fuente de todo desasosiego moral, consiente con más o menos reservas.

Ignorantia juris non excusat, el desconocimiento de la ley no excusa el delito, pero siempre que la ley se haya publicado debidamente, y por eso no queremos saber más de lo necesario y hay quien se encarga de ayudarnos. Nuestra inocencia descansa sobre nuestra ignorancia, y para protegerlas necesitamos una buena batería de sesgos cognitivos. Mantenerlos bien engrasados es nuestra prioridad, aunque los hechos se empeñen en ponérnoslo difícil. Verbigracia, ya que hemos mencionado los obuses, cuando Israel, que como es bien sabido es la única democracia de Oriente Medio y tiene derecho a defenderse, empieza a correr a cañonazos a un par de millones de palestinos hambrientos por un territorio asediado y devastado. Con lo bien que le ha ido durante décadas yendo poco a poco. A ver cómo explicas que por mucho que se parezca un niño de Gaza convertido en pasta de longanizas a uno de Massachusetts, pongamos por caso, en las mismas condiciones —imagínatelos a miles—, no son lo mismo ni de lejos. A ver cómo te lo explicas a ti mismo, para empezar. La disonancia cognitiva, no por extendida es un arte tan fácil practicar como parece. La realidad puede llegar a ser muy sediciosa, pero, por suerte, para hacerle frente siempre aparece el argumento necesario en el momento oportuno. Y si no, una noticia redactada adecuadamente, o un buen puñado de ellas. Hay que saber abrevar en los medios. Lo que nunca hay que hacer, si sospechas que hay gato encerrado, es intentar encontrarlo, porque igual es un antidisturbios que te salta encima y te repasa las costillas. Mejor vas y te confiesas. O se lo comentas a tu coach. O te pones delante del televisor hasta que veas claro o te duermas. En caso de duda extrema, mira cómo se lo toma Ursula van der Leyen y toma nota. A veces se hace arduo, pero al final, entre unos y otros, conseguimos que todo encaje. Y si no, siempre nos quedará el famoso lamento que hay que proferir a su debido tiempo, nunca antes: «¡Hemos sido engañados!».

Y una mierda, engañados. Más bien no queremos entender según qué. No nos interesa tanto conocer la verdad, como defendernos de ella. La decepcionante respuesta con la que muchos se encuentran cuando no elevan bastante el tiro y su pregunta tropieza directamente con la cruda realidad es que somos falsos seres pensantes, unos farsantes con una pasmosa facilidad para asimilar mentiras como si fueran hechos contrastados. Estamos donde nos ha llevado la progresiva superfluidad de la inteligencia moral y el auge de la inteligencia desaprensiva, el triunfo de la listeza monda y lironda, la victoria de todos aquellos espabilados para los cuales ser inteligente —que para ellos es sinónimo de ser superior— consiste en quererse mucho y obtener la mayor ventaja posible sobre sus semejantes. Y en cuanto a dónde vamos, vamos «camino del colapso», según el vaticinio reciente del arqueólogo y antropólogo Eudald Carbonell, porque «el Homo Sapiens es una especie imbécil y cada vez hay más imbéciles que tienen poder. Hay algo en la selección cultural que no funciona porque no los elimina», es la conclusión del sabio. Y no hace falta serlo para deducir que si cada vez más imbéciles llegan a la cúspide de la pirámide, es porque en la base proliferan como chinches. Aunque tal vez fuera más correcto hablar de criminales y de cómplices —no se sabe si necesarios, o ni siquiera eso—, que de imbéciles.

¿Quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos? Algún extraordinario valor práctico tendrán estas preguntas para seguir vigentes en medio del vendaval utilitarista que nos asola. Las seguimos formulando como si lo hiciéramos por primera vez, y alimentan un existencialismo de baratillo en el que algunos han encontrado una manera sustanciosa de ganarse la vida. Se la ganan proporcionando soluciones a medida para un dilema aparentemente universal. El mundo se ha llenado de terapeutas de todo pelaje, psicólogos, gurús y expertos en mindfulness que se ocupan de reconducir nuestras angustias más íntimas, aplacar nuestros escrúpulos y ayudarnos a construir coartadas ante el tribunal de la conciencia, todo a fin de posibilitar nuestra «realización personal». Esas preguntas —que pasan por ser los interrogantes fundacionales de la filosofía, aunque no sea exactamente así— sobreviven, pero con trampa, siguen siendo aprovechables no para contestarlas, sino, precisamente, para hacernos los locos, que, como es bien sabido, es una habilidad básica para ir tirando. Nada mejor para despistar que elevar el tiro, convertir lo que es clamorosamente prosaico en algo trascendente. Deleitarse en el sinsentido de la existencia siempre ha parecido más inteligente que ceñirse a las obviedades. Y el caso es que eso último no es tan difícil. Si, por resumir, has nacido en una casa a cuatro vientos, con jardín, tata y chófer, has heredado una fortuna, pero todavía quieres más dinero y tu principal objetivo es ganarlo sin importarte cómo, está clarísimo de dónde vienes, qué clase de persona eres y adónde vas o quieres ir, así que no nos vengas con chorradas, que no cuela. Y si has nacido en el chamizo de Paco el Bajo, todo lo que has conseguido es vivir en un piso cuyo alquiler no para de subir a pesar de que no hay ascensor, y el subsidio del paro se te acaba el mes que viene, también sabes de qué va todo, así que reacciona y déjate de gilipolleces.

Es legítimo preguntarse por qué existe algo en vez de nada, faltaría más, pero lo razonable es hacerlo cuando uno está sentado en la soledad del váter o con una caña de pescar en la mano bostezando frente a la inmensidad de un mar indiferente. Y si alguien resuelve el acertijo, que rule la respuesta, por favor, que no hay nadie a quien no le tenga intrigado la cuestión. Pero es muy cínico hacerse esa clase de preguntas cuando uno está contando billetes dentro de un coche en un polígono abandonado, y es una majadería hacérselas cuando uno está contando calderilla frente a la caja del supermercado, a ver si le llega para pagar la compra. Por no mencionar lo arriesgado de hacérselas sin estar preparado para afrontar respuestas inesperadas. Un cortocircuito te puede achicharrar las neuronas, porque a ciertos efectos —bastantes— importa un pito quién eres, de dónde vienes o adónde vas. Puede que hayas venido al mundo con la vida ya resuelta o puede que seas de los que la pierden un poco cada día tratando de resolvérsela, pero al que recibe el tiro o le pilla el obús le da igual que seas el que se forra vendiendo munición o el que malvive fabricándola para llegar a fin de mes. Para ese, los dos sois lo mismo, partes integrantes de un mecanismo asesino. Puede que la cuestión no sea tanto quiénes somos y de dónde venimos, como qué hacemos, qué es lo que nos empujan a hacer y nuestro libre albedrío, fuente de todo desasosiego moral, consiente con más o menos reservas.