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El gran cambiazo

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Con lo bien que parecía ir la cosa. Los maestros de la sospecha y sus contemporáneos, biólogos, físicos, matemáticos, literatos, artistas plásticos, todos habían comenzado a desmontar una a una las ficciones sobre las que se sustentaba el orden social por entonces vigente, ficciones que ya venían tocadas seriamente desde que Galileo y Darwin nos sacaran del centro del Universo y de la Creación respectivamente. Hacía ya tiempo, desde 1789 por lo menos, que la humanidad —la parte que hormiguea por estos pagos— estaba ensayando formas de organización menos injustas y desiguales que las que habían imperado hasta ese momento. Y en la amplia revolución intelectual que florecía en las postrimerías del siglo XIX y los comienzos del XX estábamos encontrando las bases de un nuevo paradigma. Empezábamos a disponer de una nueva gramática con la que describir el mundo y escribir la historia. Creíamos haber enfilado el camino de la libertad e iniciado la construcción de un mundo asentado sobre la búsqueda sistemática de la verdad. Pero las viejas fuerzas del orden nos quitaron rápidamente la tontería con una guerra mundial en dos tiempos que empezó en 1914 y acabó en 1945, con la bomba, y sobre todo con el fascismo, que apenas da tiempo para pensar —de hecho, lo prohíbe— y alimentó y se alimentó de ese largo conflicto bélico. Simultáneamente, pusieron los descubrimientos de Curie, Planck, Einstein y Bohr a trabajar en las líneas de producción. Supeditaron el saber a los intereses económicos y políticos, potenciando el desarrollo tecnológico en detrimento de la ciencia especulativa. Desvirtuaron la función social del arte y la literatura, a las que individuos como Stravinski, Picasso o Joyce habían liberado de viejos corsés. Construyeron una maquinaria capaz de fabricar sobre la marcha relatos espurios capaces de plantar cara, con toda desvergüenza, a cualquier evidencia incómoda. Y con estas y otras medidas consiguieron apuntalar las mentiras que Marx, Freud y Nietzsche, entre otros, habían creído derribar para siempre.

Durante un par de décadas o tres nos sentimos dueños del futuro. Éramos capaces de escandalizar a la clase dominante desde los más diversos frentes, ya fueran del arte, con aquella retahíla de ismos que se burlaban de los dogmas académicos, o de la investigación científica, que dinamitó a conciencia la imagen que el ser humano tenía de sí mismo, una imagen que incluía a un Dios antropomorfo que bendecía la hegemonía de una minoría y el sometimiento del resto. Pero herramientas viejas y nuevas, que en principio parecían aliadas del progreso, como la imprenta, el cine y todas las que permitían la reproductibilidad técnica de palabras, imágenes y sonidos, fueron conformando un monstruoso y avasallante mecanismo alienador. Incluso cuando parecía que su uso se democratizaba acababan convirtiéndose en herramientas de dominación. Sobre todo como soportes del principal instrumento de penetración ideológica del capitalismo, la publicidad, también y más apropiadamente llamada propaganda, ese dispositivo consuntivo de voluntades, insidioso y embrutecedor, tan desfachatado y ruidoso como desapercibido a fuer de omnipresente. Poco a poco nos empujaron hacia la indigencia intelectual y moral. Cuanto más adulaban nuestra inteligencia, más estúpidos nos volvíamos, cuanto más halagaban nuestra eficiencia, más prescindibles, cuanto más elogiaban nuestra empatía, más indiferentes al sufrimiento ajeno. Y la prensa, mientras tanto, poniendo acentos, subrayando y tachando, canalizando y legitimando al dictado, las más de las veces, esta dinámica miserable. De modo que, ahora mismo, cuanto más informados nos creemos, más ignorantes somos, y cuanto más astutos, más fácilmente nos dejamos embaucar. Si antes nos considerábamos seres especiales porque éramos hijos de Dios, ahora creemos serlo porque sí, porque cada uno de nosotros es un pequeño dios infalible, de eso es de lo que nos han convencido.

Supieron convertir aquella prometedora ansia indagadora en un estéril relativismo. Convirtieron aquel impulso colectivo emancipador en un individualismo ferozmente corruptor. Nos enseñaron a cebar nuestro ego con fantasías y deseos siempre insatisfechos, pero aparentemente realizables siempre que intentáramos alcanzarlos separadamente, nunca de manera colectiva y, a ser posible, compitiendo entre nosotros. Nos dividieron dividiendo el trabajo y el conocimiento a través de la especialización, nos sobornaron mediante el consumismo y consiguieron de nosotros un nivel de sometimiento inédito, que no hubieran obtenido nunca mediante el solo ejercicio de la fuerza. En el pasado, la única recompensa a la subordinación era la supervivencia. Ahora, si seguías las instrucciones podías vivir como nunca antes habías imaginado. Nos iban llevando al huerto embotando nuestros sentidos con un alud de promesas de bienestar que casi siempre venían envueltas en productos artísticos de equívoca apariencia, paquetes de grosera ideología disuelta en excipientes glamurosos de fácil digestión. Un alud que crecía sin parar junto con la tecnología aplicada a los medios de producción cultural —prensa, radio, cine, televisión, internet— que ahora cubre por completo la realidad. Algunos sectores del mundo de la cultura seguían forcejeando con el poder, pero poco a poco se iba imponiendo la evidencia de que los golpes que intentaban propinarle daban en el vacío, de que la pólvora con la que disparaban estaba mojada, de que de lo único de que disponían era de balas de fogueo cada vez más inofensivas. Hasta llegar al punto en que, como han expresado últimamente varios haciéndose eco de un sentimiento cada vez más extendido, es más fácil imaginarse el fin del mundo que el del capitalismo. Para muchos es lo mismo. Es algo que queda reflejado en el creciente número de fantasías apocalípticas que nos vende la industria del espectáculo y en las que, de un modo difícilmente explicable, nos regodeamos.

A lo largo de la historia han tenido lugar transformaciones fabulosas, han caído imperios y se han sucedido las revoluciones, no necesariamente violentas, que han alimentado las esperanzas de la humanidad doliente. ¿Por qué ahora mismo se nos hace imposible imaginar otra transformación que no implique una catástrofe definitiva? En 1917, en medio de una revolución cultural y científica sin precedentes —y también una guerra— tuvo lugar otra, la soviética, que puso a las fuerzas del capital a la defensiva y les obligó a hacer concesiones que hoy nos parecen impensables. Entonces algunos creyeron firmemente que la humanidad estaba ganando una batalla decisiva, pero no era así. La cosa acabó en fiasco. Cayó el muro. O lo tiraron. Digamos que se desmoronó. Y aquellos que nunca habían llegado a ver cumplidas las promesas del socialismo revolucionario se enteraron enseguida de lo que era el capitalismo desembridado. Se hicieron chistes sobre eso. Hoy, esos mismos están votando a la ultraderecha. Las ovejas se guarecen bajo los aleros del matadero mientras las corporaciones globales y unas entidades financieras que pasan desapercibidas —Axactor, Blackstone, Cerberus, Intrum, Colony Capital…— toman el control del comercio y las finanzas, regulan el flujo de información, tuercen el brazo a los estados y dictan las leyes con las que unos políticos impotentes, ineptos o corruptos —al final tanto da— les despojan poco a poco de lo que tienen y de lo que todavía creen que podrán conseguir. Y, mira por dónde, aquellas viviendas comunales soviéticas, que tanta risa nos daban, las tenemos ahora aquí, y no precisamente por razones idealistas, y aquella pobreza tercermundista, que tanta pena y a la vez tantas satisfacciones proporcionaba a nuestra vocación caritativa, acampa en el bulevar de la fama, encima de las estrellas dibujadas en el pavimento. Pero seguimos viendo la historia por el retrovisor que nos fuerzan a mirar mientras nos marcan el camino poniendo ante nosotros enormes suflés hechos a partir de gramos de mierda. De cada gramo, un Himalaya de aire que crece ante nuestros ojos a cada instante. Y oculto tras esa cordillera de pega, todo lo que fue y lo que pudo ser, lo que es y lo que podría ser, lo que vimos en nuestros sueños y lo que nos espera al despertar, si es que alguna vez lo conseguimos.

Con lo bien que parecía ir la cosa. Los maestros de la sospecha y sus contemporáneos, biólogos, físicos, matemáticos, literatos, artistas plásticos, todos habían comenzado a desmontar una a una las ficciones sobre las que se sustentaba el orden social por entonces vigente, ficciones que ya venían tocadas seriamente desde que Galileo y Darwin nos sacaran del centro del Universo y de la Creación respectivamente. Hacía ya tiempo, desde 1789 por lo menos, que la humanidad —la parte que hormiguea por estos pagos— estaba ensayando formas de organización menos injustas y desiguales que las que habían imperado hasta ese momento. Y en la amplia revolución intelectual que florecía en las postrimerías del siglo XIX y los comienzos del XX estábamos encontrando las bases de un nuevo paradigma. Empezábamos a disponer de una nueva gramática con la que describir el mundo y escribir la historia. Creíamos haber enfilado el camino de la libertad e iniciado la construcción de un mundo asentado sobre la búsqueda sistemática de la verdad. Pero las viejas fuerzas del orden nos quitaron rápidamente la tontería con una guerra mundial en dos tiempos que empezó en 1914 y acabó en 1945, con la bomba, y sobre todo con el fascismo, que apenas da tiempo para pensar —de hecho, lo prohíbe— y alimentó y se alimentó de ese largo conflicto bélico. Simultáneamente, pusieron los descubrimientos de Curie, Planck, Einstein y Bohr a trabajar en las líneas de producción. Supeditaron el saber a los intereses económicos y políticos, potenciando el desarrollo tecnológico en detrimento de la ciencia especulativa. Desvirtuaron la función social del arte y la literatura, a las que individuos como Stravinski, Picasso o Joyce habían liberado de viejos corsés. Construyeron una maquinaria capaz de fabricar sobre la marcha relatos espurios capaces de plantar cara, con toda desvergüenza, a cualquier evidencia incómoda. Y con estas y otras medidas consiguieron apuntalar las mentiras que Marx, Freud y Nietzsche, entre otros, habían creído derribar para siempre.

Durante un par de décadas o tres nos sentimos dueños del futuro. Éramos capaces de escandalizar a la clase dominante desde los más diversos frentes, ya fueran del arte, con aquella retahíla de ismos que se burlaban de los dogmas académicos, o de la investigación científica, que dinamitó a conciencia la imagen que el ser humano tenía de sí mismo, una imagen que incluía a un Dios antropomorfo que bendecía la hegemonía de una minoría y el sometimiento del resto. Pero herramientas viejas y nuevas, que en principio parecían aliadas del progreso, como la imprenta, el cine y todas las que permitían la reproductibilidad técnica de palabras, imágenes y sonidos, fueron conformando un monstruoso y avasallante mecanismo alienador. Incluso cuando parecía que su uso se democratizaba acababan convirtiéndose en herramientas de dominación. Sobre todo como soportes del principal instrumento de penetración ideológica del capitalismo, la publicidad, también y más apropiadamente llamada propaganda, ese dispositivo consuntivo de voluntades, insidioso y embrutecedor, tan desfachatado y ruidoso como desapercibido a fuer de omnipresente. Poco a poco nos empujaron hacia la indigencia intelectual y moral. Cuanto más adulaban nuestra inteligencia, más estúpidos nos volvíamos, cuanto más halagaban nuestra eficiencia, más prescindibles, cuanto más elogiaban nuestra empatía, más indiferentes al sufrimiento ajeno. Y la prensa, mientras tanto, poniendo acentos, subrayando y tachando, canalizando y legitimando al dictado, las más de las veces, esta dinámica miserable. De modo que, ahora mismo, cuanto más informados nos creemos, más ignorantes somos, y cuanto más astutos, más fácilmente nos dejamos embaucar. Si antes nos considerábamos seres especiales porque éramos hijos de Dios, ahora creemos serlo porque sí, porque cada uno de nosotros es un pequeño dios infalible, de eso es de lo que nos han convencido.