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La hora de la mentira

La mentira, dicen los expertos, es un rasgo evolutivo del ser humano. Saber mentir ha sido esencial para sobrevivir, una cualidad de las especies más astutas y de los individuos más astutos dentro de cada especie. Naturalmente, siempre auxiliada por la violencia. Pero en los procesos evolutivos las ventajas son temporales, lo son solo en relación a determinadas situaciones, a la presencia de determinadas amenazas. Cuando estas desaparecen y son sustituidas por otras, los rasgos ventajosos pueden volverse en contra de la especie a la que han favorecido, pueden convertirse en una debilidad. Tal vez ese sea el caso de la mentira, tal vez hace tiempo que la llamada inteligencia maquiavélica, que es lo que nos ha llevado hasta aquí, se haya vuelto en contra nuestra. Porque ya no la necesitamos para engañar a otras especies —de hecho, no existen ya otras especies—, solo la podemos usar contra nuestros congéneres, y, tal como está configurado el mundo, la rivalidad grupal acaba perjudicando a todas las partes implicadas. Ahora mismo la relación de fuerzas es tal que en un par de jugadas el rey estará ahogado y el único final de partida razonable serán las tablas. Pero, dado que la violencia está dejando de ser útil porque equivale a un suicidio, aunque este no es descartable parece que haya llegado la hora de la mentira, y hay quien la está usando intensivamente con gran éxito aparente. Nos estamos acostumbrando a que cualquier conflicto de intereses se dirima en torno de las mentiras, de forma clamorosa en los de carácter geopolítico, pero no solo en esos. La primera de ellas, esconderlas todas tras la mentira semántica, tras el eufemismo. Los términos tradicionales, concisos e inequívocos, se escamotean y se substituyen por otros que significan lo mismo, aunque quieren hacer creer que significan otra cosa, como fake news, alternative facts, posverdad, desinformación… mentiras. Y se diría que, por alguna extraña razón, no nos sentimos especialmente incómodos en este escenario.

Tal vez sea porque la mentira también es inherente al proceso de formación de cada uno de nosotros. Hasta que no tomamos conciencia de nosotros mismos, no somos capaces de mentir ni de descubrir la mentira y viceversa. La mentira es una herramienta defensiva que todos llevamos escondida en la faltriquera cuando salimos del útero. Mentimos primero siguiendo nuestro instinto de conservación, y después como medio para intentar conseguir nuestros fines, normalmente cuando ya hemos ensayado infructuosamente la vía de la sinceridad, que parece la más lógica y seguramente lo es, pero que, como enseguida nos damos cuenta, choca con la lógica del mundo, ese del que estamos condenados a formar parte quieras que no. No tardamos en darnos cuenta de que es una necesidad vital, una habilidad necesaria para ir esquivando obstáculos hasta llegar a un grado razonable de autosuficiencia. Pero la mentira es un arma, y como tal tiene efectos colaterales y es susceptible de provocar accidentes funestos. Lo primero que alguien medianamente sensato percibe es que el disparo de una mentira tiene retroceso. Quienes son incapaces de controlarlo, si no acaban estampados contra la pared, se ven cabalgando sobre un tigre del que no hay manera de bajar sin hacerse mucho daño o hacérselo a los demás. Como el tipo cuya vida noveló Emmanuel Carrère en El adversario. Empezó soltando una pequeña mentira, que era como una espinilla, y acabó matando a toda su familia para que no descubrieran el enorme absceso en que ese grano inofensivo se había convertido. Todavía está en la cárcel. Un guionista de cine habría hecho que se suicidara, pero eso no suele entrar en los planes de un mentiroso. El mentiroso prefiere matar a los otros para que no lo pillen, para que, aun muertos, los otros sigan creyendo en sus mentiras. Y hay que recordar que hay mentirosos que trabajan a una escala muy grande.

Otro de los efectos secundarios de la mentira es el de romper los límites de lo real, desdibujar la realidad para los otros y también para uno mismo. Hay a quienes eso les produce vértigo y tratan de evitarlo, y hay a quienes les gusta, porque lo que les produce un vértigo mortal es la perspectiva de encontrarse a solas con la verdad en un callejón estrecho y oscuro. Vivir a pelo es jodido. La vida es bastante fea, debe serlo, pues hacemos todo lo posible para no verla desnuda, para no enfrentarnos con ella cara a cara, para hacer como que no sabemos de que va. Y para no saber, no hay mejor camino que el autoengaño, la ceguera autoimpuesta. Así que todos nos engañamos en mayor o en menor medida y con mayor o menor fortuna. Llega siempre un momento en que empezamos a creernos nuestras propias mentiras para ganar en convicción y acabamos siendo los primeros engañados por nosotros mismos. A veces, los únicos engañados. El que lucha contra la nada que va descubriendo en su interior, que va haciéndose cada vez más insondable cuanto más la mira, suele acabar construyendo una personalidad ficticia para encubrir el galopante enfisema que vacía su personalidad, acaba viviendo dentro de una mentira enorme, como los sarcófagos que se construyen encima de las centrales nucleares averiadas, en los que es imposible entrar ni saber lo que hay dentro. Quien es renuente a usar estas añagazas, aquel que se reclama lúcido, se las arregla como puede, normalmente sublimando su desazón mediante eso que se llama el goce estético, eso que Platón llamó «el esplendor de lo verdadero» en su diálogo sobre el amor, y que los lacanianos identificaron como la cobertura de un vacío esencial, el brillo que desprende la realidad cuando nos acercamos suficientemente a ella. El arte nos proporciona encuentros virtuales con ese vacío, nos ayuda a echar una ojeadita a los misterios de la vida desde una distancia prudencial, a practicar el coqueteo profiláctico con lo ininteligible, con lo mortalmente opaco. Eso sí: ha de ser un arte comedido, que no se acerque demasiado a ese abismo, la puntita nada más, poesía eres tú, porque sabemos que tras ciertos experimentos artísticos suele acechar la locura. Por eso el arte suele acabar siendo una mentira sofisticada y cautelosa.

Antes, la religión nos solucionaba todo esto de un plumazo. Dios estaba siempre a mano, ya fuera para plancharnos un huevo o para freírnos una corbata. En Él encontrábamos la razón última de cualquier aparente despropósito. De hecho, no había despropósito alguno, todo formaba parte de un plan preconcebido que nadie sabía cual era, pero en el que todos creían o simulaban creer. Una sola mentira, esta, bastaba para justificar una guerra, para justificar veinte siglos de historia. Ahora lo tenemos más complicado. Cada vez aparecen más obviedades que se resisten a desaparecer por muy espesa que sea la venda que nos pongamos delante de los ojos. Comenzamos a sentirnos acorralados ante las evidencias. Que el mundo es injusto y cruel, más para unos que para otros, ya lo sabíamos, pero es que ahora amenaza con acabar de mala manera, sin distinguir entre los que viajan en primera y los que van hacinados en la bodega. ¿Renunciamos por ello al confort de la ceguera autoinducida?, ¿nos quitamos la venda? Ni por asomo; nos hacemos los crédulos para poder seguir aceptando la mentira. Porque esa es la cuestión: la aceptamos de buen grado, la pedimos a gritos aunque, cuando creemos llegado el momento hagamos la pantomima, nos declaremos engañados. Y no. Queremos hacer creer que nos engañan pero mentimos, solo nos hacemos los engañados. Hay mentiras que nos gustan mucho —a unos unas, a otros otras— porque con ellas todo se justifica, nuestras acciones y nuestras omisiones, y la decencia navega entre ellas sorteándolas como puede. Exactamente como un barquito de papel en un albañal. Ciertas mentiras no engañan a nadie ni lo pretenden, nos las sirven en bandeja para que las utilicemos de coartada de nuestras decisiones, de vía de escape de nuestros prejuicios, de excusa para la satisfacción de deseos que serían inconfesables de otro modo, de justificación para apoyar acciones que en ausencia de argumentos de autoridad no podríamos aprobar. Los que las fabrican y las avientan están al cabo de la calle, y nosotros también.

La mentira, dicen los expertos, es un rasgo evolutivo del ser humano. Saber mentir ha sido esencial para sobrevivir, una cualidad de las especies más astutas y de los individuos más astutos dentro de cada especie. Naturalmente, siempre auxiliada por la violencia. Pero en los procesos evolutivos las ventajas son temporales, lo son solo en relación a determinadas situaciones, a la presencia de determinadas amenazas. Cuando estas desaparecen y son sustituidas por otras, los rasgos ventajosos pueden volverse en contra de la especie a la que han favorecido, pueden convertirse en una debilidad. Tal vez ese sea el caso de la mentira, tal vez hace tiempo que la llamada inteligencia maquiavélica, que es lo que nos ha llevado hasta aquí, se haya vuelto en contra nuestra. Porque ya no la necesitamos para engañar a otras especies —de hecho, no existen ya otras especies—, solo la podemos usar contra nuestros congéneres, y, tal como está configurado el mundo, la rivalidad grupal acaba perjudicando a todas las partes implicadas. Ahora mismo la relación de fuerzas es tal que en un par de jugadas el rey estará ahogado y el único final de partida razonable serán las tablas. Pero, dado que la violencia está dejando de ser útil porque equivale a un suicidio, aunque este no es descartable parece que haya llegado la hora de la mentira, y hay quien la está usando intensivamente con gran éxito aparente. Nos estamos acostumbrando a que cualquier conflicto de intereses se dirima en torno de las mentiras, de forma clamorosa en los de carácter geopolítico, pero no solo en esos. La primera de ellas, esconderlas todas tras la mentira semántica, tras el eufemismo. Los términos tradicionales, concisos e inequívocos, se escamotean y se substituyen por otros que significan lo mismo, aunque quieren hacer creer que significan otra cosa, como fake news, alternative facts, posverdad, desinformación… mentiras. Y se diría que, por alguna extraña razón, no nos sentimos especialmente incómodos en este escenario.

Tal vez sea porque la mentira también es inherente al proceso de formación de cada uno de nosotros. Hasta que no tomamos conciencia de nosotros mismos, no somos capaces de mentir ni de descubrir la mentira y viceversa. La mentira es una herramienta defensiva que todos llevamos escondida en la faltriquera cuando salimos del útero. Mentimos primero siguiendo nuestro instinto de conservación, y después como medio para intentar conseguir nuestros fines, normalmente cuando ya hemos ensayado infructuosamente la vía de la sinceridad, que parece la más lógica y seguramente lo es, pero que, como enseguida nos damos cuenta, choca con la lógica del mundo, ese del que estamos condenados a formar parte quieras que no. No tardamos en darnos cuenta de que es una necesidad vital, una habilidad necesaria para ir esquivando obstáculos hasta llegar a un grado razonable de autosuficiencia. Pero la mentira es un arma, y como tal tiene efectos colaterales y es susceptible de provocar accidentes funestos. Lo primero que alguien medianamente sensato percibe es que el disparo de una mentira tiene retroceso. Quienes son incapaces de controlarlo, si no acaban estampados contra la pared, se ven cabalgando sobre un tigre del que no hay manera de bajar sin hacerse mucho daño o hacérselo a los demás. Como el tipo cuya vida noveló Emmanuel Carrère en El adversario. Empezó soltando una pequeña mentira, que era como una espinilla, y acabó matando a toda su familia para que no descubrieran el enorme absceso en que ese grano inofensivo se había convertido. Todavía está en la cárcel. Un guionista de cine habría hecho que se suicidara, pero eso no suele entrar en los planes de un mentiroso. El mentiroso prefiere matar a los otros para que no lo pillen, para que, aun muertos, los otros sigan creyendo en sus mentiras. Y hay que recordar que hay mentirosos que trabajan a una escala muy grande.