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¿Para qué?

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¿Para qué viajar, si el mundo se ha convertido en un simulacro de lo que fue, en un decorado, un conjunto de postales tridimensionales? ¿Para qué, si tras las fachadas de las casas no hay nada, tan solo las trastiendas de unas franquicias ubicuas? ¿Para qué, si los turistas son —somos— replicantes y los residentes locales fantasmas que solo existen en el recuerdo, en la literatura, en las películas y en nuestra colonizada imaginación? ¿Para qué nada? ¿Para qué te vas a levantar de la cama, si puedes trabajar desde allí con el portátil, si Mercadona te trae el pan a casa, Amazon el ventilador y Netflix el cine? ¿Para qué trabajar, de hecho, si las posibilidades de mejorar tu nivel de vida —de la calidad ni hablamos— son cada vez más escasas? (por esa vía, se entiende). ¿Para qué tener hijos, si no les vas a poder dar un trozo de calle donde jugar, aunque hay muchas probabilidades de que acaben durmiendo en ella? ¿Para qué, si no los vas a poder educar tú, sino el señor de las pantallitas? ¿Para qué? ¿Para que participen en esas guerras en las que nos están metiendo pasito a paso? ¿Para que disfruten de las delicias de ese prometedor fenómeno que la mayoría llama cambio climático y algunos sexta extinción? ¿Para que en el juicio final haya muchos figurantes en el escenario y clac en la platea?

En esas llega septiembre y el cagatintas vuelve por donde solía con una desgana cada vez mayor y lo confiesa honestamente, aunque con miedo a estar exhibiendo un risible victimismo. ¿Para qué seguir escribiendo?, se pregunta desde hace tiempo con obsesiva insistencia. Hace mucho que al tipo le cuesta arrancar porque no sabe muy bien adónde va a parar lo suyo, adónde va nada. Se hace mucha referencia últimamente a «los medios», pero los medios ya no existen; existe «el medio», Internet, que es ubicuo, como Dios, pero no uno y trino, sino multitudinario, tumultuoso y turbio, tremendamente incierto, desorientador y desconcertante. Entra uno a leer el periódico y acaba en AliExpress, empieza uno leyendo devotamente el editorial de El País y cinco minutos más tarde está comprando un limpiador ultrasónico para la dentadura postiza. Y por el camino te la han metido unas cuantas veces, la mano en la cartera y la idea entre los ojos, cualquiera de los tres. Y luego está todo lo demás, las noticias propiamente dichas. Dijo Adorno que la cultura que dio lugar a la barbarie de Auschwitz había fracasado, y que hacer poesía después de aquello ya no era posible. Lucidez horrorizada transmutada en candor. Ahora mismo estamos bailando valses —ya quisiéramos: reguetón— mientras aquí al lado, en Gaza, sin molestarse ya por las excusas, están haciendo un enorme pudin de palestinos con escombros, matan a los civiles como si fueran conejos —peor, porque a los conejos se les engorda antes de matarlos—, incluyendo a sanitarios, periodistas y miembros de las organizaciones humanitarias. Y mientras, nosotros, un pasito pa’lante, María, un pasito pa’trás y mirando. O peor aún, no queriendo mirar. Ante esta impasibilidad colectiva, espantoso epítome del espíritu de la época, ¿cómo, para qué escribir aquí y ahora?, ¿cómo pretende el juntaletras hacer mover siquiera una ceja al lector con sus humoradas?

Ítem más: es inquietante que, más allá de ocultar o distorsionar la información que debería llegarnos sobre esas y otras atrocidades, la prensa oculte o vele informaciones que afectan de lleno a su propia actividad y su supuesta razón de ser. Si alguna vez tuvo sentido el corporativismo del que con frecuencia se acusa a los periodistas es precisamente ahora, cuando les han arrebatado el control sobre la mayor parte de sus medios de producción; cuando estos son sustituidos por redes masivas que enrasan la verdad con la mentira; cuando los periódicos se convierten en descaradas herramientas de intervención política; cuando la función de periodista es usurpada por impostores con alma de sicario; cuando en España sigue vigente una ley llamada mordaza que, entre otras cosas, limita el ejercicio de su profesión; cuando se restringe la información proveniente de un país, Rusia, con el que oficialmente no estamos en guerra —y aunque lo estuviéramos—; cuando se asesina a los reporteros a sangre fría con total impunidad; cuando periodista y espía se convierten en sinónimos a conveniencia y sin mayores explicaciones, o cuando se cierra el caso Assange en falso, con una especie de autoindulto por parte de los gobiernos implicados en su castración pública para escarmiento de los que todavía creen en el derecho a una información razonablemente veraz.

Estremece y repugna descubrir que las noticias se escriben con la sangre de los que no aparecen en ellas, que los discursos de los políticos se escriben con sangre, y que de su boca no sale sino sangre, y que de sangre están hechas la retórica de los serviles y las chanzas de los escépticos, toda esta logomaquia de retaguardia, y que empapado en sangre está el colchón de los que duermen cada noche sintiéndose a salvo, igualados con los asesinos por una paz indecente. Unos con impotencia; otros, como aquellos nazis buenos, cumplidores y hogareños que se sentían con el derecho a llevar una vida normal junto al campo de exterminio. Poesía no sé, pero después de Gaza —y lo que se le viene encima a Cisjordania— parece imposible practicar la ironía; es como escupir contra el viento. El cinismo ya es otra cosa. Al igual que muchos recuerdan dónde estaban cuando mataron a Kennedy o cuando el toro cogió a Paquirri, más de uno se preguntará algún día qué series estaba viendo él cuando lo de la matanza de palestinos o qué estaba encargando a Amazon mientras en el Capitolio norteamericano aplaudían a Netanyahu. Es lo mínimo que hay que creer si se quiere conservar un poco de esperanza, pero no sé yo, lo más probable es que el olvido futuro sea tan grande o mayor que la indiferencia presente. Ahora mismo estamos ocupados gestionando el acojono que nos están metiendo no ya con las últimas provocaciones, asesinatos selectivos, ataques preventivos y operaciones aniterroristas por parte de Israel, sino con la nueva profecía autorrealizable, que es la respuesta de Irán, Siria, Líbano (Hizbulá) y demás malvados, a los que parece que les guste hacerse de rogar. A nuestra memoria le gana el catastrofismo espectacular en que algunos convierten las amenazas reales y el sufrimiento que ellos mismos provocan para hacer de nosotros unos mezquinos defensores del statu quo que creemos disfrutar y en el que tan solo hambreamos.

¿Para qué viajar, si el mundo se ha convertido en un simulacro de lo que fue, en un decorado, un conjunto de postales tridimensionales? ¿Para qué, si tras las fachadas de las casas no hay nada, tan solo las trastiendas de unas franquicias ubicuas? ¿Para qué, si los turistas son —somos— replicantes y los residentes locales fantasmas que solo existen en el recuerdo, en la literatura, en las películas y en nuestra colonizada imaginación? ¿Para qué nada? ¿Para qué te vas a levantar de la cama, si puedes trabajar desde allí con el portátil, si Mercadona te trae el pan a casa, Amazon el ventilador y Netflix el cine? ¿Para qué trabajar, de hecho, si las posibilidades de mejorar tu nivel de vida —de la calidad ni hablamos— son cada vez más escasas? (por esa vía, se entiende). ¿Para qué tener hijos, si no les vas a poder dar un trozo de calle donde jugar, aunque hay muchas probabilidades de que acaben durmiendo en ella? ¿Para qué, si no los vas a poder educar tú, sino el señor de las pantallitas? ¿Para qué? ¿Para que participen en esas guerras en las que nos están metiendo pasito a paso? ¿Para que disfruten de las delicias de ese prometedor fenómeno que la mayoría llama cambio climático y algunos sexta extinción? ¿Para que en el juicio final haya muchos figurantes en el escenario y clac en la platea?

En esas llega septiembre y el cagatintas vuelve por donde solía con una desgana cada vez mayor y lo confiesa honestamente, aunque con miedo a estar exhibiendo un risible victimismo. ¿Para qué seguir escribiendo?, se pregunta desde hace tiempo con obsesiva insistencia. Hace mucho que al tipo le cuesta arrancar porque no sabe muy bien adónde va a parar lo suyo, adónde va nada. Se hace mucha referencia últimamente a «los medios», pero los medios ya no existen; existe «el medio», Internet, que es ubicuo, como Dios, pero no uno y trino, sino multitudinario, tumultuoso y turbio, tremendamente incierto, desorientador y desconcertante. Entra uno a leer el periódico y acaba en AliExpress, empieza uno leyendo devotamente el editorial de El País y cinco minutos más tarde está comprando un limpiador ultrasónico para la dentadura postiza. Y por el camino te la han metido unas cuantas veces, la mano en la cartera y la idea entre los ojos, cualquiera de los tres. Y luego está todo lo demás, las noticias propiamente dichas. Dijo Adorno que la cultura que dio lugar a la barbarie de Auschwitz había fracasado, y que hacer poesía después de aquello ya no era posible. Lucidez horrorizada transmutada en candor. Ahora mismo estamos bailando valses —ya quisiéramos: reguetón— mientras aquí al lado, en Gaza, sin molestarse ya por las excusas, están haciendo un enorme pudin de palestinos con escombros, matan a los civiles como si fueran conejos —peor, porque a los conejos se les engorda antes de matarlos—, incluyendo a sanitarios, periodistas y miembros de las organizaciones humanitarias. Y mientras, nosotros, un pasito pa’lante, María, un pasito pa’trás y mirando. O peor aún, no queriendo mirar. Ante esta impasibilidad colectiva, espantoso epítome del espíritu de la época, ¿cómo, para qué escribir aquí y ahora?, ¿cómo pretende el juntaletras hacer mover siquiera una ceja al lector con sus humoradas?