Uno puede aborrecer a los franceses, más en concreto a los parisinos, por muchas razones. Por su chovinismo y su grandeur, por su especiosa politesse o por la brasa que nos dieron con la nouvelle vague o el nouveau roman. Y también los puede envidiar por su laicismo, por la excepción cultural o porque inventaron el Sauternes y el brie trufado. En mi caso la balanza se inclinó hacia el lado de la admiración cuando, hace unos cuarenta años, vi cierta nota en un ascensor de París con la que uno de los que vivían en el inmueble anunciaba que esa noche se disponía a celebrar su cumpleaños, pedía anticipadamente perdón por las molestias y se comprometía a que estas cesaran sin falta al llegar la medianoche. Me informaron de que se trataba de una norma estatutaria habitual en muchas comunidades de vecinos y de que allí la intransigencia con los residentes desconsiderados era absoluta. Recuerdo cómo el complejo de palurdo, mezclado con un turbador sentimiento de admiración, me recorría la nuca mientras leía el cartelito. Aunque yo vivía por entonces en un bloque ruidoso en la periferia de València, recuerdo que soñé con que pudiéramos alcanzar algún día aquel mismo nivel de civismo. Eran los años en que parecía que habíamos entrado en la senda civilizatoria, la democracia llegaba hasta nosotros preñada de esperanzas y todavía no sabía hasta qué punto algunas eran infundadas. Aquí la cultura del follón —del follón inmanente, vano, sin finalidad manifiesta, sin guillotinas, adoquines arrancados o chalecos amarillos— ha cristalizado y no hay quien la disuelva. A muchos de nuestros conciudadanos el silencio y la quietud les incomodan como si les hicieran sospechar que están muertos, de ahí que se dediquen a vociferar en todas partes y a todas horas.
Y me da que suelen ser los más fértiles. No sé si han visto ustedes unos anuncios de preservativos que circulan últimamente en forma de memes. En ellos se puede ver a unos niños malcriados, esos que, según dicen, tienen síndrome de emperador (o de precoz gilipollas), que se dedican a palparlo todo en los supermercados o convierten el hogar familiar en el escenario de sus estúpidas tiranías. Esos anuncios insinúan que si los progenitores hubieran utilizado un condón en el momento decisivo, tanto ellos como nosotros nos habríamos ahorrado semejante martirio. Humor de otros tiempos destinado hoy a los circuitos clandestinos. Ahora está mal visto hacer patente tu incomodidad ante los desmanes de los niños consentidos. No ya en los parques y otros lugares de libre acceso, también en los cines, los restaurantes o los museos, donde ciertos padres a juego sueltan su prole como quien suelta el perro en un pipicán. Niñofobia, llaman a cualquier signo de incomodidad que pueda aparecer entonces, porque si supieran decir pedofobia, no serían como son. Si no quieres soportar a los niños de los demás, quédate en casa, llegan a decir algunos con perspectiva pretendidamente progresista, cuando lo que están haciendo es aquello tan reaccionario de culpabilizar a la víctima. Pero, aun así, ¿quién me dice que encerrándome en casa me libraré de tener que soportarlos? Los hijos de mis antiguos vecinos de arriba jugaban haciendo rodar las bombonas de butano por el suelo de su casa, que era su pocilga, pero también el techo bajo el yo que pretendía refugiarme. Su madre era aquella que iba con tacones a todas horas. No es niñofobia, sino energumenofobia.
Ni que decir tiene que la cosa no va contra los niños. Adorarlos es nuestra manera de hacernos perdonar el hecho de haberlos traído a este mundo. Son sagrados. Pero su culto está o debería estar sujeto a unas normas. «¿Quién no ha sido niño alguna vez?», arguyen los papás que van en el lote de las criaturas cerriles. Naturalmente, se trata de una autojustificación. Como si solo se pudiera ser niño de una única manera. No cabe duda de que esos padres desatentos se ven orgullosamente reflejados en sus retoños, tan sanotes, tan llenos de energía, tan insoportables. No se imaginan la infancia de otra manera, y están convencidos de que ese tipo que les lanza una impotente mirada reprobatoria es un aguafiestas amargado y resentido. Amplios sectores de la población interpretan la reivindicación de legítimos derechos ciudadanos como misantropía. Y a los niños tranquilos, a los empollones, a los raros, a los mustios se les considera enfermos, se les manda al psiquiatra, se les acosa, se hace todo lo posible para que se incorporen al bullicio enajenante. Vivimos en una sociedad procustiana que, apelando a unos rasgos supuestamente universales de la naturaleza humana, enrasa los comportamientos con el del ejemplar más ordinario en todos los sentidos de la palabra. Y no faltan pedagogos à la page, psicólogos y otros ejercitantes de profesiones equívocas que suministren argumentos para que nos reafirmemos en ese empeño. A esto hay que añadir que desde el momento en que las mascotas han ido desplazando el papel de los hijos, esa idea de tolerancia, que en realidad es el reverso de una tiránica imposición, ha ido desplazándose también hacia los chuchos, sus ladridos intempestivos, sus babas y sus indiscretos husmeos.
Aprovechando que estamos en tiempos de sequía reproductora, algunos incívicos intentan hacer pasar su acto procreativo por una gesta patriótica, y los más osados llegan incluso a apelar puntualmente a los principios de la crianza comunitaria. Pero no cuela. Un día pensaron que era una buena idea perpetuar su imprescindible linaje, o se dieron una alegría con prisas y a pelo, y a partir de entonces se supone que las consecuencias las tiene que arrostrar todo aquel desafortunado que se cruza en su camino. No. Puede que hayan parido ustedes un santo, o puede que un virtuoso del bulling o un genocida, ya se verá, no lo vamos a juzgar prematuramente. Pero, salga lo que salga del experimento, apechuguen, todo el mérito es suyo, no traten de escurrir el bulto, no es justo. Como tampoco lo es que esos que un día se compraron un perro, o dos —ellos sabrán por qué, aunque no siempre—, nos hagan partícipes a la fuerza de su zoofílica afición. O que campen a sus anchas los que no pueden parar de hablar para disipar la niebla que hay dentro de sus cráneos, o ciertos melómanos de pacotilla que se empeñan en hacer de disyóquey para el resto de la humanidad, todo muy filantrópicamente, gratis et amore. El estío les es a todos especialmente propicio. Nos faltaba la bonanza que viene de regalo con el desbarajuste climático. Los niños están de vacaciones, el día se alarga, las ventanas se abren, las terrazas de los bares se despliegan, proliferan las verbenas, las barbacoas y los festejos. Y este verano, ración extra de mítines políticos. Los aficionados a los bous al carrer y otros fastos populares, carne de cañón demagógico que ahora tienen a las autoridades completamente de cara (no es que antes las tuvieran de culo precisamente), también deben sentirse especialmente enardecidos.
Avanza el exhibicionismo hortera y triunfa la impunidad de la fiesta, a la que algunos nunca hemos sabido ver como un fenómeno progresista. Siempre ha sido un timo, una de las muchas fórmulas para desviar periódicamente energías que podían ser peligrosas si se empleaban de otro modo, a fin de que el orden volviera reforzado después del desfogue. No había muchas alternativas, así que la mayoría, se dieran cuenta del truco o no, se apuntaban al pitote y que les quitaran lo bailado. Pero en los tiempos que corren, lo único que canaliza la fiesta es el placer que sienten algunos de dar por saco a los demás. Las antiguas tentaciones revolucionarias están convenientemente diluidas en un festival permanente de distracciones a la carta, y que alguien prefiera ir a ver una procesión o asistir a una verbena para que le devoren los mosquitos, a quedarse en casa viendo una película en la tele inteligente, solo puede querer decir que la programación de Netflix deja mucho que desear. Sea como fuere, al final, si una sordera sobrevenida no viene en tu auxilio, la única defensa que te queda es fabricar tu propio ruido. Shostakovich contra el reguetón, los alaridos de Maria Callas contra los gorgoritos de Shakira, los cañones de Navarone contra las carcasas de Brunchú y sus epígonos, ya sea con potentes altavoces, como respondería un bucanero a otro bucanero, o mediante esos instrumentos de la resignación llamados auriculares, porque los tapones para los oídos, lo afirmo desde la experiencia, no sirven para nada. Así que propongo que entre las minorías discriminadas se incluya a los amantes del sosiego. Son unos carcas, nadie lo duda, pero sería todo un detalle no ensañarse demasiado con ellos mientras caminan hacia su irremisible extinción.
Uno puede aborrecer a los franceses, más en concreto a los parisinos, por muchas razones. Por su chovinismo y su grandeur, por su especiosa politesse o por la brasa que nos dieron con la nouvelle vague o el nouveau roman. Y también los puede envidiar por su laicismo, por la excepción cultural o porque inventaron el Sauternes y el brie trufado. En mi caso la balanza se inclinó hacia el lado de la admiración cuando, hace unos cuarenta años, vi cierta nota en un ascensor de París con la que uno de los que vivían en el inmueble anunciaba que esa noche se disponía a celebrar su cumpleaños, pedía anticipadamente perdón por las molestias y se comprometía a que estas cesaran sin falta al llegar la medianoche. Me informaron de que se trataba de una norma estatutaria habitual en muchas comunidades de vecinos y de que allí la intransigencia con los residentes desconsiderados era absoluta. Recuerdo cómo el complejo de palurdo, mezclado con un turbador sentimiento de admiración, me recorría la nuca mientras leía el cartelito. Aunque yo vivía por entonces en un bloque ruidoso en la periferia de València, recuerdo que soñé con que pudiéramos alcanzar algún día aquel mismo nivel de civismo. Eran los años en que parecía que habíamos entrado en la senda civilizatoria, la democracia llegaba hasta nosotros preñada de esperanzas y todavía no sabía hasta qué punto algunas eran infundadas. Aquí la cultura del follón —del follón inmanente, vano, sin finalidad manifiesta, sin guillotinas, adoquines arrancados o chalecos amarillos— ha cristalizado y no hay quien la disuelva. A muchos de nuestros conciudadanos el silencio y la quietud les incomodan como si les hicieran sospechar que están muertos, de ahí que se dediquen a vociferar en todas partes y a todas horas.
Y me da que suelen ser los más fértiles. No sé si han visto ustedes unos anuncios de preservativos que circulan últimamente en forma de memes. En ellos se puede ver a unos niños malcriados, esos que, según dicen, tienen síndrome de emperador (o de precoz gilipollas), que se dedican a palparlo todo en los supermercados o convierten el hogar familiar en el escenario de sus estúpidas tiranías. Esos anuncios insinúan que si los progenitores hubieran utilizado un condón en el momento decisivo, tanto ellos como nosotros nos habríamos ahorrado semejante martirio. Humor de otros tiempos destinado hoy a los circuitos clandestinos. Ahora está mal visto hacer patente tu incomodidad ante los desmanes de los niños consentidos. No ya en los parques y otros lugares de libre acceso, también en los cines, los restaurantes o los museos, donde ciertos padres a juego sueltan su prole como quien suelta el perro en un pipicán. Niñofobia, llaman a cualquier signo de incomodidad que pueda aparecer entonces, porque si supieran decir pedofobia, no serían como son. Si no quieres soportar a los niños de los demás, quédate en casa, llegan a decir algunos con perspectiva pretendidamente progresista, cuando lo que están haciendo es aquello tan reaccionario de culpabilizar a la víctima. Pero, aun así, ¿quién me dice que encerrándome en casa me libraré de tener que soportarlos? Los hijos de mis antiguos vecinos de arriba jugaban haciendo rodar las bombonas de butano por el suelo de su casa, que era su pocilga, pero también el techo bajo el yo que pretendía refugiarme. Su madre era aquella que iba con tacones a todas horas. No es niñofobia, sino energumenofobia.