Hubo un tiempo en que la vida en el cine no era como se empeñaba en mostrarse a mi alrededor. Diréis que hoy también es así, pero no. Ya sé que hay todavía una lista tremenda de cosas que sólo ocurren en las películas, pero os hablo de una época en la que era precisamente por eso por lo que íbamos a verlas y nadie esperaba que fueran de otra manera. De muy niño, en las películas americanas —solo había de dos tipos, las americanas y las otras— me llamaba la atención que allí todos tuvieran unos coches en cuyo interior podías jugar al churro va, mientras que nosotros íbamos cuatro encima de una Villof, o que en todas las casas hubiera unos frigoríficos mastodónticos que hacían que la nevera de hielo donde guardábamos las pechugas de pollo pareciera un chiste.
Pero eso no era falso, eran inverosimilitudes que se debían a las diferencias que había entre la realidad retratada y la que circundaba al espectador. Respondían a un desfase, prácticamente desaparecido merced a la globalización económica y el mimetismo cultural, que nos impedía ver otro tipo de artificios más sutiles. Como que un hombre y una mujer se dieran un beso y a las pocas horas estuvieran casándose en Las Vegas sin pasar por el tálamo, un espejismo que malogró la vida de bastantes incautos. O que hubiera personajes que se ganaban la vida escribiendo artículos o se hacían ricos porque una editorial les había aceptado un libro. Pero lo más raro era que, mientras que en la vida real cualquier intento de conversación derivaba en un guirigay, en el cine la gente siempre hablaba por turnos. Gracias a cosas como esa, las historias se hacían comprensibles y, fuera cual fuera el mensaje, llegaba al espectador. Ahí fue donde empecé a entender por qué en el cine las cosas no podían ser exactamente igual que en la vida real, por qué el cine era cine y la vida real era otra cosa y era bueno que así fuera, que cuanto más se diferenciaran, mejor.
En la vida real a nadie le importa lo que digan los demás, pero si algo te interesa, seguro que encuentras a alguien encantado de repetírtelo. En el cine, o se entiende a la primera o te lo pierdes. Por eso los actores, a no ser que no importe una mierda lo que digan —que esa es la sospecha—, deben vocalizar como José Sacristán, es decir, como nadie lo hace en la vida real a riesgo de que lo tomen por un orate. Y por eso los diálogos han de encajar unos con otros como ladrillos en un muro. O deberían encajar, porque de un tiempo a esta parte no es así. Prolifera un realismo ramplón, tan crudo como inane, que da lugar a un cine donde se jadea mucho en la cama y no se entiende a nadie cuando habla. Un realismo que pretende reproducir fielmente en la pantalla lo que pasa en la calle, en la sala de estar, en la alcoba o en una cama de hospital, y sustituir con eso a la ficción.
No se trata de citar títulos, es algo que impregna el lenguaje audiovisual en todos sus frentes, incluyendo las películas y series de misterio, donde los forenses y los cadáveres cada vez chupan más cámara, o las de superhéroes y de ciencia ficción, que también aspiran a la verosimilitud, han perdido la inocencia circense o fantasiosa de la que proceden y también quieren ser «realistas» a su modo, pretendiendo que personajes como Spiderman o Batman tengan un sólido sustrato psicológico, o que la trama que incluye viajes en el tiempo se ajuste a las leyes de la física. Y no es casualidad que ese realismo nos lo brinde también cierta publicidad, esa que, justo a la hora de comer, te intenta vender adherentes para la dentadura postiza, lubricantes para Dios sabe qué, remedios para las hemorroides o condones. Miente, como hace siempre la publicidad, profesión de falsarios, pero lo hace de un modo cada vez más «realista», con una pretendida franqueza y autenticidad.
Ese realismo que pretende ser cada vez más explícito, que renuncia a usar los tradicionales artificios narrativos o los degrada, queriendo ser sincero también miente. Es un realismo —«naturalismo», si nos apetece meternos en jardines semánticos—, que, queriendo mostrar la realidad, la esconde. Porque incorporando el ruido al código realista, no queriendo modificar el mundo aparente, lo único que se consigue es hacerlo más ininteligible de lo que ya es. Lo que reproduce un realismo así es una realidad cada vez más abstrusa que parece haber perdido la capacidad de organizarse a sí misma y no encuentra a nadie que lo haga por ella. Así que, sospecha uno, ese afán de verosimilitud, ese verismo, no es sino la perplejidad mirándose al espejo, impotencia artística, clamorosa incapacidad de atravesar las apariencias de la realidad para, precisamente, llegar a ella.
Hubo un tiempo en que la vida en el cine no era como se empeñaba en mostrarse a mi alrededor. Diréis que hoy también es así, pero no. Ya sé que hay todavía una lista tremenda de cosas que sólo ocurren en las películas, pero os hablo de una época en la que era precisamente por eso por lo que íbamos a verlas y nadie esperaba que fueran de otra manera. De muy niño, en las películas americanas —solo había de dos tipos, las americanas y las otras— me llamaba la atención que allí todos tuvieran unos coches en cuyo interior podías jugar al churro va, mientras que nosotros íbamos cuatro encima de una Villof, o que en todas las casas hubiera unos frigoríficos mastodónticos que hacían que la nevera de hielo donde guardábamos las pechugas de pollo pareciera un chiste.
Pero eso no era falso, eran inverosimilitudes que se debían a las diferencias que había entre la realidad retratada y la que circundaba al espectador. Respondían a un desfase, prácticamente desaparecido merced a la globalización económica y el mimetismo cultural, que nos impedía ver otro tipo de artificios más sutiles. Como que un hombre y una mujer se dieran un beso y a las pocas horas estuvieran casándose en Las Vegas sin pasar por el tálamo, un espejismo que malogró la vida de bastantes incautos. O que hubiera personajes que se ganaban la vida escribiendo artículos o se hacían ricos porque una editorial les había aceptado un libro. Pero lo más raro era que, mientras que en la vida real cualquier intento de conversación derivaba en un guirigay, en el cine la gente siempre hablaba por turnos. Gracias a cosas como esa, las historias se hacían comprensibles y, fuera cual fuera el mensaje, llegaba al espectador. Ahí fue donde empecé a entender por qué en el cine las cosas no podían ser exactamente igual que en la vida real, por qué el cine era cine y la vida real era otra cosa y era bueno que así fuera, que cuanto más se diferenciaran, mejor.