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Savater, por ejemplo

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Anda el personal perplejo últimamente ante el extraño rumbo que ha tomado un grupo de pensadores, escritores, artistas y otras gentes de profesión incierta que adquirieron gran relevancia durante los años de la Transición. La nómina es amplia y va en aumento. La integran personalidades tan notorias como Vargas Llosa (que dice que se retira), Fernando Savater (la estrella del momento), Félix de Azúa o Albert Boadella entre otros —hombres, la inmensa mayoría—, junto a alguno que se salva por los pelos gracias a la sensatez de su señora y muchos que ya han pasado por algún trámite de iniciación —manifiesto, declaración o artículo—, o que andan desorientados haciendo funambulismo entre dos aguas. Todos, con sus respectivos matices, estaban entre dos y cinco décadas atrás en la órbita progresista, eran percibidos como moscas cojoneras de los poderes fácticos y formaban parte del grupo de zapadores que iba anclando las libertades democráticas en el solar la España postfranquista. Pero hete aquí que de pronto su pluma o sus obras empiezan a patinar como payasos sobre una piel de plátano, y ellos empiezan a arrimarse a esos poderes de los que habían abominado y a enredarse en operaciones políticas deslavazadas, reaccionarias o abiertamente fascistoides. Nos tomamos a chufla la anterior oleada de conversos, la de Jiménez Losantos, César Vidal, Pío Moa y compañía, pero esta de ahora desconcierta. El título de la película podría ser algo así como «suicidio ritual en el geriátrico». O en el manicomio, porque ya digo que lo que impera es el desconcierto.

La explicación más extendida reformula aquel adagio tan sobado, según el cual quien no es revolucionario (o por lo menos rebelde, liberal o de izquierdas) a los veinte, es porque no tiene corazón, y quien no es conservador a los cuarenta, es porque no tiene cerebro. No hace falta esforzarse mucho para rebatir este principio conservador, ni tampoco merece la pena. Hay ejemplos a patadas que lo contradicen. Que cada uno haga su lista, tiene para elegir entre un elenco de lo más heterogéneo, desde Bertrand Russell a los Rolling Stones, desde Joan Fuster a Marco Bellochio o, si se prefiere, Groucho Marx. No solo desmienten todos la tramposa afirmación, sino también las explicaciones de base biológica, las que aluden a la progresiva disminución de la plasticidad del cerebro de los ancianos, su falta de reactividad emocional, el rechazo a la confrontación o la resignación de la gente provecta ante la muerte. Nada de eso explica ningún cambio ideológico. Basta echar un vistazo a lo que escriben los protagonistas de este último viraje reaccionario, muchos de ellos también ya con un pie en la tumba, y ver con qué energía lo hacen, para darse cuenta de que esos argumentos no se tienen en pie.

En un artículo reciente, Jordi Gracia ha intentado refutar estas y otras teorías, y lo hace en el título mismo de su texto: No es la edad, es el poder (El País, 3/12/23). Según él, lo que ha hecho que estos personajes tomen tales derroteros es la irrelevancia a la que les ha ido llevando el cambio generacional y el cuestionamiento de la Transición, de la que ellos eran punta de lanza y estandarte. Sin duda es así, pero quien formula el diagnóstico de un modo más certero es un lector del periódico (Lunar Society, se hace llamar) cuando, en la sección de comentarios, sugiere que puede que ninguno de esos se haya movido tanto del sitio como parece, que todos, en distintos períodos y a veces desde distintos frentes, han sido intelectuales orgánicos que se dedicaban a dar forma al pensamiento hegemónico de esa España posfranquista tal y como estaba siendo diseñada por la estructura económica del momento, es decir, que no molestaban a los poderes fácticos tanto como podía parecer. Un papel en el que ahora están siendo reemplazados por otros —y en este caso sí que habría que añadir «otras»— que, de acuerdo con las nuevas circunstancias, están haciendo lo mismo y están condenados a sufrir también una evolución (o involución) similar, sin que —añado yo— nada garantice que el juicio futuro, cuando llegue, sea más clemente con ellos que con aquellos a los que reemplazan.

Lo cierto es que con los años los esfínteres del espíritu tienden a relajarse lo mismo que los del cuerpo, y aunque eso no implica necesariamente otras transformaciones, sí hace que nuestras inhibiciones y cautelas tiendan a desvanecerse. Nadie se convierte en un cabrón ni en un ángel, ni tampoco en un alcornoque o un genio por el mero hecho de envejecer, excepto aquel que ya lo era. Si Savater y otros parecen ahora unos elitistas desdeñosos, puede que sea porque ya lo eran en su época. En aquel tiempo, además de que el entorno les servía de camuflaje, disponían de unas bridas internas, unos imperativos racionales o morales que les permitían dominar ciertas pulsiones y aparentar otra cosa, y tal vez ahora ya no puedan o no quieran hacerlo. Es casi seguro que si releemos al Savater de entonces bajo el prisma de su actual personalidad, encontraremos rastros de ella en todo lo que escribió y dijo cuando nada nos hacía sospechar que acabaría siendo como es.

Doy fe de esa experiencia reveladora. Al releer su novela Caronte aguarda, una especie de thriller erudito que la editorial Cátedra le publicó en 1981, uno se encuentra con las siguientes palabras pronunciadas por un tal Aquiles Popescu, apátrida y fascista inusualmente elocuente: «No hay libertad más que en la cúspide y por eso los que queremos ser libres luchamos por subir… […] Para que nuestra fuerza pueda alcanzar su máximo, hay que convertir nuestra subjetividad en objetividad vigente para los demás, es decir, legislar, dominar…». Lo decía un personaje ficticio, un villano improbable de aquellos tiempos, pero lo escribió Savater. Quizá era eso lo que han estado haciendo él y muchos de su generación durante años y es lo que se resisten a perder, el poder de convertir su subjetividad en objetividad comúnmente aceptada, mientras los González y compañía legislaban para apuntalar esa cosmovisión y viceversa. Difícil no sospechar que es contra la desaparición de ese mundo que les era tan propicio, y su sustitución por otro seguramente igual de amañado —nadie mejor que ellos para detectar si lo está—, pero en el que ya no pintan nada, contra lo que se debaten en el barro.

Anda el personal perplejo últimamente ante el extraño rumbo que ha tomado un grupo de pensadores, escritores, artistas y otras gentes de profesión incierta que adquirieron gran relevancia durante los años de la Transición. La nómina es amplia y va en aumento. La integran personalidades tan notorias como Vargas Llosa (que dice que se retira), Fernando Savater (la estrella del momento), Félix de Azúa o Albert Boadella entre otros —hombres, la inmensa mayoría—, junto a alguno que se salva por los pelos gracias a la sensatez de su señora y muchos que ya han pasado por algún trámite de iniciación —manifiesto, declaración o artículo—, o que andan desorientados haciendo funambulismo entre dos aguas. Todos, con sus respectivos matices, estaban entre dos y cinco décadas atrás en la órbita progresista, eran percibidos como moscas cojoneras de los poderes fácticos y formaban parte del grupo de zapadores que iba anclando las libertades democráticas en el solar la España postfranquista. Pero hete aquí que de pronto su pluma o sus obras empiezan a patinar como payasos sobre una piel de plátano, y ellos empiezan a arrimarse a esos poderes de los que habían abominado y a enredarse en operaciones políticas deslavazadas, reaccionarias o abiertamente fascistoides. Nos tomamos a chufla la anterior oleada de conversos, la de Jiménez Losantos, César Vidal, Pío Moa y compañía, pero esta de ahora desconcierta. El título de la película podría ser algo así como «suicidio ritual en el geriátrico». O en el manicomio, porque ya digo que lo que impera es el desconcierto.

La explicación más extendida reformula aquel adagio tan sobado, según el cual quien no es revolucionario (o por lo menos rebelde, liberal o de izquierdas) a los veinte, es porque no tiene corazón, y quien no es conservador a los cuarenta, es porque no tiene cerebro. No hace falta esforzarse mucho para rebatir este principio conservador, ni tampoco merece la pena. Hay ejemplos a patadas que lo contradicen. Que cada uno haga su lista, tiene para elegir entre un elenco de lo más heterogéneo, desde Bertrand Russell a los Rolling Stones, desde Joan Fuster a Marco Bellochio o, si se prefiere, Groucho Marx. No solo desmienten todos la tramposa afirmación, sino también las explicaciones de base biológica, las que aluden a la progresiva disminución de la plasticidad del cerebro de los ancianos, su falta de reactividad emocional, el rechazo a la confrontación o la resignación de la gente provecta ante la muerte. Nada de eso explica ningún cambio ideológico. Basta echar un vistazo a lo que escriben los protagonistas de este último viraje reaccionario, muchos de ellos también ya con un pie en la tumba, y ver con qué energía lo hacen, para darse cuenta de que esos argumentos no se tienen en pie.