La maestra hace salir a una alumna a la pizarra. Le muestra un gráfico en el que se ven dos líneas paralelas que aparentemente son desiguales y le pide que señale la más corta. La niña, muy segura, la señala. Entonces la maestra pide a otro alumno que opine. Este señala la otra, la que parece más larga, y el resto de la clase aprueba a coro su respuesta. A continuación, le ponen delante a la niña otro gráfico. Es prácticamente igual que el primero, pero esta vez las líneas dan la impresión de ser aún más dispares. Se lo piensa un poco más que antes, pero cuando le preguntan de nuevo por la más corta, señala la que sin duda lo parece. Requerido por la maestra, otro alumno, uno diferente, señala la otra línea, la que, como salta a la vista, es más larga, y todos vuelven a mostrarse de acuerdo. La niña está perpleja. La maestra le muestra un tercer gráfico muy similar a los anteriores, pero la diferencia entre las dos líneas es todavía mayor. De hecho, una parece el doble de larga que la otra. Cuando le piden por tercera vez que señale la más corta, la niña mira a la maestra, mira a sus compañeros, duda un poco, señala la que a todas luces parece más larga y mira hacia la clase buscando la aprobación general. De repente todos se echan a reír, y entonces la maestra le confiesa que había instruido a sus compañeros para que señalaran las líneas erróneas. Es una secuencia de la película sueca De ofrivilliga [Involuntario], y la niña no es una actriz, sino una alumna real a la que le tienden la encerrona, sus reacciones no son fingidas. La opinión mayoritaria, más allá de hacerle cambiar de parecer, le ha hecho desconfiar de sus sentidos y ha desbaratado sus mecanismos cognitivos. La escena condensa el leitmotiv de la película, que es el de los mecanismos por los que la presión social determina nuestras opiniones y comportamientos, y tal como está filmada hace dudar al propio espectador, que mientras la ve no tarda en preguntarse si no estará siendo víctima de un efecto óptico.
Nuestra toma de decisiones siempre ha estado condicionada por la familia, los amigos, la escuela, la Iglesia, el entorno laboral, por todos los colectivos que se turnan en la tarea de transmitir e imponer el criterio mayoritario. Pero nunca, a lo largo de la historia, el poder hegemónico dispuso de instrumentos para quebrar la voluntad de las minorías tan eficaces como los que ha propiciado la digitalización de los medios de comunicación y, sobre todo, la aparición de las redes sociales, que han introducido el beneplácito colectivo en la configuración de la verdad. Quizá por eso al sistema ya no le importa que aquellas estructuras tradicionales se disuelvan en un sinfín de fórmulas alternativas. Desde que Internet ha aparecido estamos a merced de consensos tan prefabricados, falsos e inducidos como el que la profesora urde para confundir a su alumna, con la diferencia de que aquí el engaño no tiene nada de pedagógico y nadie lo desvela, de manera que los engañados acaban engañándose unos a otros en un proceso exponencial. Solo así —aunque no solo por eso— se explica, por ejemplo, que un número extraordinariamente alto de electores voten a unos que hace poco les limpiaron el erario y vuelven escoltados por otros que pretenden quitarles también unos cuantos años de avances sociales. ¿Han votado mal? No se puede votar mal por definición, pero uno está tentado de decir que sí en la medida que lo han hecho en contra de sus intereses objetivos, los de la mayoría de ellos al menos. Aun aceptando que el resto de los mortales les importen un higo, cosa improbable, no parece un voto muy acertado.
En todo caso, parece que les hayan señalado la línea más corta y les hayan convencido de que es la más larga o al revés. Lo mismo vale decir acerca del modo como se está extendiendo el consentimiento tácito a la privatización de la sanidad, o de la progresiva aceptación de un modelo laboral cada vez más precario, o de la resignación ante la voracidad, perversidad e impunidad bancarias y la complicidad o la inacción del poder político al respecto, o del apoyo visceral a una guerra desatada a las puertas de casa que se nos pretende explicar con un par de trazos insultantemente burdos, o de la ceguera de muchos ante fenómenos tan evidentes y potencialmente letales como el del calentamiento global antropogénico, conocido de manera eufemística y nada inocente como cambio climático, o de que nos parezca normal e incluso saludable que ciertas empresas privadas (Google, Meta, Amazon, SpaceX…) acumulen cada vez más poder mientras el poder de los Estados se debilita. El poder público, que es el único potencialmente redistributivo, es una línea cada vez más corta comparada con la de los poderes oligárquicos, pero muchos la siguen percibiendo como la más larga. Sin Internet, ese espejismo sería más difícil de crear.
La Web es el moderno mecanismo generador de la voluntad general. Desde que existe, las mayorías sociales han perdido su tradicional aspecto grumoso y presentan la textura uniforme de lo industrial. Hasta su llegada, por mucho que estuvieran controladas por las élites, esas mayorías todavía estaban integradas por individuos a los que se podía apelar de uno en uno y tenían en sus manos la oportunidad de resistirse a la asimilación gregaria y asumir el coste de su autonomía personal. Eso cada vez es más difícil. Dirigirse a la conciencia individual es casi imposible en medio de este flujo continuo de información reiterativa, este vocerío que dispersa la atención o la concentra cuándo y cómo interesa a quienes lo modulan, que son los que poseen y gestionan los medios y las redes, los que regulan la circulación de contenidos, miden la intensidad de las emociones, obtienen datos y los rentabilizan social, económica y políticamente. En un mundo nominalmente individualista, los individuos han desaparecido. En su lugar hay modelos estadísticos a los que se llega mediante afilados algoritmos depredadores que apuntan a las tripas mientras confunden a la razón, que nos hablan en singular, pero cuya misión es crear conjuntos homogéneos susceptibles de ser apacentados y llevados de aquí para allá por el azagador de la opinión pública.
La maestra hace salir a una alumna a la pizarra. Le muestra un gráfico en el que se ven dos líneas paralelas que aparentemente son desiguales y le pide que señale la más corta. La niña, muy segura, la señala. Entonces la maestra pide a otro alumno que opine. Este señala la otra, la que parece más larga, y el resto de la clase aprueba a coro su respuesta. A continuación, le ponen delante a la niña otro gráfico. Es prácticamente igual que el primero, pero esta vez las líneas dan la impresión de ser aún más dispares. Se lo piensa un poco más que antes, pero cuando le preguntan de nuevo por la más corta, señala la que sin duda lo parece. Requerido por la maestra, otro alumno, uno diferente, señala la otra línea, la que, como salta a la vista, es más larga, y todos vuelven a mostrarse de acuerdo. La niña está perpleja. La maestra le muestra un tercer gráfico muy similar a los anteriores, pero la diferencia entre las dos líneas es todavía mayor. De hecho, una parece el doble de larga que la otra. Cuando le piden por tercera vez que señale la más corta, la niña mira a la maestra, mira a sus compañeros, duda un poco, señala la que a todas luces parece más larga y mira hacia la clase buscando la aprobación general. De repente todos se echan a reír, y entonces la maestra le confiesa que había instruido a sus compañeros para que señalaran las líneas erróneas. Es una secuencia de la película sueca De ofrivilliga [Involuntario], y la niña no es una actriz, sino una alumna real a la que le tienden la encerrona, sus reacciones no son fingidas. La opinión mayoritaria, más allá de hacerle cambiar de parecer, le ha hecho desconfiar de sus sentidos y ha desbaratado sus mecanismos cognitivos. La escena condensa el leitmotiv de la película, que es el de los mecanismos por los que la presión social determina nuestras opiniones y comportamientos, y tal como está filmada hace dudar al propio espectador, que mientras la ve no tarda en preguntarse si no estará siendo víctima de un efecto óptico.
Nuestra toma de decisiones siempre ha estado condicionada por la familia, los amigos, la escuela, la Iglesia, el entorno laboral, por todos los colectivos que se turnan en la tarea de transmitir e imponer el criterio mayoritario. Pero nunca, a lo largo de la historia, el poder hegemónico dispuso de instrumentos para quebrar la voluntad de las minorías tan eficaces como los que ha propiciado la digitalización de los medios de comunicación y, sobre todo, la aparición de las redes sociales, que han introducido el beneplácito colectivo en la configuración de la verdad. Quizá por eso al sistema ya no le importa que aquellas estructuras tradicionales se disuelvan en un sinfín de fórmulas alternativas. Desde que Internet ha aparecido estamos a merced de consensos tan prefabricados, falsos e inducidos como el que la profesora urde para confundir a su alumna, con la diferencia de que aquí el engaño no tiene nada de pedagógico y nadie lo desvela, de manera que los engañados acaban engañándose unos a otros en un proceso exponencial. Solo así —aunque no solo por eso— se explica, por ejemplo, que un número extraordinariamente alto de electores voten a unos que hace poco les limpiaron el erario y vuelven escoltados por otros que pretenden quitarles también unos cuantos años de avances sociales. ¿Han votado mal? No se puede votar mal por definición, pero uno está tentado de decir que sí en la medida que lo han hecho en contra de sus intereses objetivos, los de la mayoría de ellos al menos. Aun aceptando que el resto de los mortales les importen un higo, cosa improbable, no parece un voto muy acertado.