Erotismo y poder siempre han ido de la mano. Y viceversa. Fundidos en eso que se vino en llamar la erótica del poder, su huella la podemos rastrear en las páginas de la historia desde mucho antes de que las más estremecedoras pulsiones encarnadas en el matrimonio Underwood afrontaran su cuarta temporada televisiva en House of cards. La erecta sombra del cetro dejó tórridos momentos en los legendarios abrazos de Marco Antonio y Cleopatra, en el onanista tañer de su lira de Nerón frente a una Roma en llamas, o en los juegos tabaquísticos de Bill Clinton y su becaria por los rincones calenturientos de la Casa Blanca.
En España esos lazos entre erotismo y poder siempre han tenido un perfil contradictorio, si exceptuamos la maestría lujuriosa de los Borja, claro. Sin duda, a ello no ha sido ajeno el peso de la religión, empeñada en encerrar las alegrías de la carne en el baúl enmohecido de la represión y las frustraciones: Felipe V y su dependencia enfermiza del catre y el confesionario es, sin duda, su mejor ejemplo. El resultado fue que, por lo general, entre nuestros mandatarios el eros perdió pronto esa atracción sublime y transcendental próxima al misterio y la muerte que analizara Bataille, para adoptar ese perfil más rústico del reprimido y obsesionado compulsivo que en los años 70 tomaría forma cinematográfica en el landismo.
Se consolidó así un erotismo de doble moral y comedia verde, más pendiente de acumular trofeos de cama o pajar que de filosofías transcendentales sobre el sexo y el poder. Ahí está como muestra el paroxismo sexual del esperpéntico Príncipe Carlos, el loco hijo de Felipe II que a punto estuvo de descalabrarse al caer aparatosamente cuando perseguía a una muchacha por los pasillos de palacio. O la colección de amantes e hijos bastardos que regalaría a la historia Felipe IV. O las libidinosas aficiones de Isabel II satirizadas por los hermanos Bécquer. Sin olvidar la cinefilia de Alfonso XIII, que encargaba películas porno para su disfrute privado; ni los profundos conocimientos demostrados por Miguel Primo de Rivera sobre la realidad prostibularia madrileña; ni, por supuesto, episodios más recientes como el que acabó, con la sensual noche africana como fondo, con alguna cadera rota y un elefante muerto.
Junto a este erotismo grotesco y de vodevil, el poder en España también ha conservado otras formas sicalípticas más rancias y descarnadas, herederas directa de un derecho de pernada que perduró en estas tierras en los testiculares antojos de señoritos y caciques. Una brutal tradición que se habría mantenido hasta nuestros días en no pocos poderes menores empeñados en aprovechar su particular vara de mando para arrancar caricias a la fuerza. Es el caso de Vicente Sanz, que encontró en su sillón de directivo el mejor argumento seductor para exigirles alguna “chupaeta” a sus trabajadoras de Radio Televisión Valenciana. O la supuesta generosidad del recién reelegido presidente del PP de Ourense, José Manuel Baltar, para ofrecer trabajo a cambio de sexo y que anda investigando la justicia.
Por suerte se trata de casos aislados ya que hoy lo que realmente impera en las esferas del poder español no es el sexo sino el amor. Basta con echar una ojeada a los periódicos para comprobar cómo nuestros gobernantes y mandatarios se han entregado a tal derroche de cariño que algunos hasta podrían considerar ñoño. El primero en dejar patente su limpieza de sentimientos fue el ex presidente de la Generalitat Francisco Camps cuando no pudo reprimir su sincero “te quiero un huevo” a su buen amigo El Bigotes. Muy pronto seguiría su ejemplo el mismísimo Mariano Rajoy, que no dudaría en mostrar públicamente sus emociones más íntimas hacia Alfonso Rus al proclamar a los cuatro vientos un castizo: “¡te quiero, coño!”.
La última muestra de estas puras inclinaciones la hemos tenido la pasada semana al conocerse los SMS enviados por la reina Letizia a Javier Lopez tras divulgarse algunos deslices de su “compi yogui”, entre otros, los cometidos con las ‘black’ tarjetas de Caja Madrid. Frente a las debilidades humanas, la altura de miras que se espera de la monarquía, la comprensión sincera, el apoyo fiel de amigo: “Nos conocemos, nos queremos, nos respetamos”, dejará escrito la reina.
El poder se desprende así en España de cualquier tentación erótica, para entregarse a sus súbditos en una suerte de abrazo colectivo, limpio e ingenuo hasta la cursilería. Puro amor, sin bajas pasiones. En él no hay cabida para sucias perversiones, como aquella afición a la lluvia dorada achacada sin fundamento a un destacado representante del cuarto poder. Hoy, por el contrario, el poder se presenta inmaculado, inocente, incapaz del vicio más infantil. Y eso que no faltarán desconfiados impenitentes que quieran ver en expresiones como “lo demás, merde” la prueba irrefutable de la supuesta coprofilia a la que nos tienen sometidos los de arriba.