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El fracaso escolar de la consellera Català
La Conselleria de Educación de la Generalitat Valenciana ha anunciado que las familias podrán acceder a los resultados de la evaluación diagnóstica de los centros antes del proceso de escolarización de sus hijos. Tres son las coartadas que esgrime su titular, María José Català, para justificar una medida: facilitar la libertad de las familias para elegir centro cuando se aplique el distrito único, mejorar la situación de las escuelas e institutos una vez se han detectado sus principales carencias, y luchar contra el fracaso escolar a base de incentivos. Malintencionada no parece. De hecho, de estas tres buenas intenciones está empedrado el infierno para la educación pública en nuestro país.
Como quien no quiere la cosa, se desplaza la defensa del derecho incuestionable de todas las personas a acceder a una educación gratuita y de calidad en favor de colocar en primer plano un derecho muy ambiguo: el de la libre elección de centros. El liberalismo siempre ha utilizado esta “libertad” como un mantra según el cual la educación no es un derecho social encaminado al bien común sino una oportunidad individual de consumo privado. Lo democrático según este esquema no es garantizar la participación de todos en el proyecto de una ciudadanía ilustrada al margen de las condiciones de cada cual, sino liberalizar el mercado educativo y que los clientes puedan decidir cómo, dónde y por cuánto comprar la mejor oferta. Argumento falaz donde los haya puesto que no existe libertad de elección donde hay desigualdad de oportunidades. Pero el sutil razonamiento va calando en quienes confunden ciudadanía con capacidad de consumo. Se trata en realidad de sacar la educación de la política para inscribirla de pleno en una especie de sociedad-supermercado donde los derechos más básicos se transforman en mercancías al alcance del mejor postor.
Los gobiernos del Partido Popular llevan años en este empeño. Cuestionan el modelo público de enseñanza y legislan en contra de una educación ciudadana igualitaria, solidaria y democrática. Por eso reparten recursos públicos a centros concertados y facilitan el acceso al sector a entidades privadas para potenciar aún más el negocio educativo. ¿De verdad alguien piensa que, en medio de esta apuesta descarada, el diagnóstico que anuncia la consellera Català servirá para compensar las carencias de los centros públicos peor situados en el ranking de resultados? Existen experiencias suficientes en otros países que demuestran justo lo contrario. Las deficiencias no se compensan sino que crecen mientras se potencia el éxodo a la privada o a centros con contextos socioeconómicos más favorables. Con medidas como esta se abre también la veda en busca del estudiante mejor situado —“A la caza del mejor alumno”, titulaba sin complejos el diario La Razón— para optimizar el éxito de la escuela y con ello los incentivos prometidos.
Luchar contra el fracaso escolar a base de pruebas diagnósticas y premios a los mejores es un ataque en toda regla contra la educación pública que, por definición, debe ser integradora, compensadora y comprensiva. Controlar, jerarquizar, excluir y anular la diferencia a base de evaluaciones instrumentales externas como las que propone el departamento de Educación de la Generalitat son acciones situadas en las antípodas de una política eficaz contra el fracaso escolar. Si el gobierno valenciano quisiera atajarlo trataría de fortalecer toda la red pública de enseñanza obligatoria, para garantizar su excelencia en función de los procesos que las comunidades educativas llevan a cabo en sus particulares contextos. Pero en su lugar, nuestra consellera crea un sistema de exámenes/barrera, alejado de la dinámica y las necesidades de enseñanza-aprendizaje de estas comunidades. Los rankings asfixiarán la vida de las escuelas, generarán ghettos culturales y destruirán a base de competitividad y frustración los procesos pedagógicos que buscan la educación integral del alumnado. Eso por no hablar de la selección de alumnado a la que deberán proceder los centros más saturados de demanda, algo que vulnera flagrantemente los principios de igualdad a los que se debe la educación pública.
La bienintencionada consellera no oculta su desprecio más absoluto por la educación inclusiva, democrática y solidaria con medidas como estas. Si no ponemos remedio, su fe ciega en un modelo de enseñanza jerárquico, elitista y excluyente —amparado, eso sí, en la Ley de Educación promovida por su ministro correligionario— nos conduce a un auténtico fracaso escolar, esto es, social y político. En el Olimpo del neoliberalismo español Wert es poderoso, y Català su profeta.
La Conselleria de Educación de la Generalitat Valenciana ha anunciado que las familias podrán acceder a los resultados de la evaluación diagnóstica de los centros antes del proceso de escolarización de sus hijos. Tres son las coartadas que esgrime su titular, María José Català, para justificar una medida: facilitar la libertad de las familias para elegir centro cuando se aplique el distrito único, mejorar la situación de las escuelas e institutos una vez se han detectado sus principales carencias, y luchar contra el fracaso escolar a base de incentivos. Malintencionada no parece. De hecho, de estas tres buenas intenciones está empedrado el infierno para la educación pública en nuestro país.
Como quien no quiere la cosa, se desplaza la defensa del derecho incuestionable de todas las personas a acceder a una educación gratuita y de calidad en favor de colocar en primer plano un derecho muy ambiguo: el de la libre elección de centros. El liberalismo siempre ha utilizado esta “libertad” como un mantra según el cual la educación no es un derecho social encaminado al bien común sino una oportunidad individual de consumo privado. Lo democrático según este esquema no es garantizar la participación de todos en el proyecto de una ciudadanía ilustrada al margen de las condiciones de cada cual, sino liberalizar el mercado educativo y que los clientes puedan decidir cómo, dónde y por cuánto comprar la mejor oferta. Argumento falaz donde los haya puesto que no existe libertad de elección donde hay desigualdad de oportunidades. Pero el sutil razonamiento va calando en quienes confunden ciudadanía con capacidad de consumo. Se trata en realidad de sacar la educación de la política para inscribirla de pleno en una especie de sociedad-supermercado donde los derechos más básicos se transforman en mercancías al alcance del mejor postor.