“Señorías, me se ha caído la amoto y me se han rompido las estijeras”. Me quedé con ganas de iniciar así una intervención en el pleno de las Cortes Valencianas. Estoy seguro que hubiera provocado la hilaridad general y la burla cruel de muchos parlamentarios que, paradójicamente, hablan en la tribuna con la misma falta de corrección lingüística. Claro que ellos lo hacen en valenciano y eso no les parece tan grave. La normativa de la RAE que “limpia, fija y da esplendor” a la lengua de Cervantes les merece un respeto sagrado, pero se atreven a cuestionar e incluso a combatir con fiereza los criterios filológicos de la Universidad refrendados por la AVL. Esta especie de fascismo lingüístico -“muera la inteligencia”-, que viene siendo practicado interesadamente por la derecha valenciana desde hace más de cuarenta años, se manifiesta a diario en atentados de diversa intensidad.
El grado más leve pero seguramente más determinante de agresión a nuestros derechos lingüísticos es la inacción de los poderes públicos en la protección y promoción de nuestro idioma. Sin medios de comunicación de masas que normalicen el uso del valenciano y sin políticas públicas que fomenten su uso real, se sigue acorralando nuestra lengua propia al reducto folclórico (Fuster dixit). En esa lógica, el “caloret” de Rita Barberá fue una nota anecdótica pero también representativa de lo que importaba el valenciano a nuestros anteriores gobernantes. Ahora parece que el nuevo Consell, como era de esperar, tiene la intención de normalizar el uso del valenciano al menos en su propia Administración. Los funcionarios sabemos bien el mucho trabajo que queda por delante.
La Constitución y el Estatuto de Autonomía reconocen el valenciano como lengua oficial y la Ley de Procedimiento Administrativo Común dice muy claramente que “los ciudadanos, en sus relaciones con las administraciones públicas, tienen derecho a utilizar las lenguas oficiales en el territorio de su Comunidad Autónoma”. Un derecho que, evidentemente, para poder ser ejercido implica a su vez el deber de las administraciones de atender a los ciudadanos en la lengua oficial de su elección. Es público y notorio que esto se incumple en muchos ámbitos, especialmente por parte de la administración de justicia y de las fuerzas de seguridad.
Diversos casos de discriminación lingüística han llegado a los tribunales en los últimos años. Un conductor de Almassora fue sentenciado a seis meses de cárcel por no dirigirse en castellano a los agentes de la Guardia Civil que le pararon en un control de tráfico. Un paciente denunció a un médico y una celadora del centro de salud de Crevillent que se negaron a atenderle por hablar en valenciano. Esta misma semana se ha celebrado el juicio oral correspondiente a la denuncia por detención ilegal, lesiones, amenazas y vejaciones que presentó el músico Miquel Gironés contra dos policías nacionales, uno de los cuales afirmó en la vista oral que “muchas veces nos intentan provocar hablando en valenciano”.
Que todavía haya personas que consideren una provocación hablar catalán, gallego o euskera -“se lo han inventado hace cuatro días para fastidiar”, he llegado yo a escuchar- denota el bajísimo nivel cultural y el supremacismo lingüístico imperante en España. Que esos mismos prejuicios y actitudes se den en autoridades y funcionarios públicos obligados a cumplir y hacer cumplir la ley es absolutamente inadmisible. Contra la ignorancia, educación. Frente a las agresiones, justicia.
Estem amb tu, Miquel.