Justo antes de comenzar la temporada de “felices días”, hoy se celebra uno que quizá no es tan conocido, el día del migrante. Es posible que ningún amigo o pariente te lo recuerde, pero ahí está. No hay que confundirlo con el día del refugiado que se celebra el día 20 de junio. Parecen sinónimos, pero no lo son. Un migrante es quien cambia de país ya sea de forma temporal o permanente y un refugiado se ve forzado a huir de su país o región debido a un temor fundamentado de persecución por razones de etnia, religión, nacionalidad, pertenencia a un grupo social u opiniones políticas, y que no puede o no quiere reclamar la protección de su país para poder volver.
Que un migrante se desplace “voluntariamente” no quiere decir que, algunas veces, no atraviese por dificultades que le impidan desarrollar una vida normal allá de donde viene.
Hoy en día el término migrante o inmigrante tiene una connotación negativa. Parece que el hecho de querer cambiar de región o país conlleva que la persona sea un criminal, un parásito o simplemente un estorbo. Esto es debido a años de prejuicios y discursos negativos sobre este colectivo. La mayoría basados en mentiras que se refutan rápidamente pero que siguen enquistadas en nuestra sociedad desde hace tiempo y que parece que últimamente están cobrando fuerza de nuevo.
La semana pasada se celebró en Marrakech, auspiciada por la ONU, una cumbre para desarrollar un pacto mundial sobre migración a la que acudieron casi todos los países del mundo. Algunos como Italia, EEUU, Austria o Israel se negaron a participar. Dicho comportamiento evasivo no va a conseguir que desaparezca el problema. Miles de personas siguen sin poder sobrevivir en sus lugares de origen y su única opción pasa por tratar de alcanzar lugares más prósperos, muchas veces jugándose la vida, siendo recibidas de forma hostil.
En manos de nuestra clase política está conseguir que partes del planeta dejen de ser auténticos infiernos y en nuestras manos está que aquellas personas que llegan al país en el que vivimos no sean marginadas y estigmatizadas. Esta actitud no hace sino poner en riesgo la convivencia y la integración, como hemos visto en Francia, situación que no interesa a nadie.
Es fundamental que medios de comunicación y partidos políticos dejen de sembrar tensión alrededor del asunto. Organizaciones como Oxfam Intermón recuerdan que no existe tal fenómeno de invasión que muchas voces se empeñan en difundir (informe: “Origen, tránsito y devolución”).
“Hay modelos y alternativas para cambiar el enfoque [migratorio] y lograr beneficios enormes”, asegura Eva Garzón, responsable de Desplazamiento Global de Oxfam Intermón. “Está demostrado que las personas inmigrantes y refugiadas enriquecen a las sociedades de acogida, en términos económicos, demográficos y de innovación. Lo demás es el triunfo de una política alarmista que busca beneficiarse del miedo”.
Más de la mitad de los hijos de inmigrantes en España viven en la pobreza, según un informe de la OCDE. No es por tanto momento de dirigir las iras contra un colectivo ya de por sí castigado sino de tratar de conseguir una mejora de su situación. Tanto por solidaridad como por estabilidad social. Todo ello comienza por reconocer los aspectos positivos que este fenómeno trae consigo y no relacionar ideas como delincuencia, parasitismo o invasión con lo que simplemente es una búsqueda de un futuro mejor.