Hacinamiento, hambre, torturas, robo de bebés... La represión franquista contra las mujeres tuvo un componente específico de género que la historiografía ha analizado en profundidad en el caso de la posguerra en el territorio valenciano. Las historiadoras Ana Aguado, Mélanie Ibáñez y Vicenta Verdugo, tres de las mayores expertas en género y represión franquista, han explicado en un debate organizado por el Aula de Historia y Memoria Democrática de la Universitat de València cómo fueron tratadas las “rojas” en las dos prisiones femeninas de la capital del Turia durante la posguerra franquista.
La agrupación universitaria, según anunciaron durante el debate, ha tramitado una solicitud al Ayuntamiento de Valencia y a la Generalitat para que se señalice el Convento de Santa Clara como lugar de la memoria igual que se hizo recientemente con la cárcel provincial de mujeres, que hoy en día alberga el colegio público 9 d'Octubre, en la calle de la Democracia número 32 del barrio de La Petxina de València.
La catedrática de Historia Contemporánea Ana Aguado ha destacado que en los últimos años se ha avanzado mucho en la investigación sobre la resistencia carcelaria de las mujeres a la dictadura desde una perspectiva de género, “totalmente necesaria para poder lograr análisis más complejo de la historia del franquismo y de la represión”. Estas mujeres “sufrieron una represión por ser culpables de atentar contra el orden moral, que es siempre un orden de género, que había establecido el régimen como modelo hegemónico”. Así, las mujeres encarceladas y represaliadas sufrieron un “doble proceso de represión” en tanto que rojas por militancia propia y en tanto que esposas o madres de rojos.
La prisión provincial de mujeres y el convento de Santa Clara se convirtieron, al igual que el resto de cárceles para mujeres, en “espacios de represión de castigo y de reconducción moral”. La investigadora Mélanie Ibáñez ha explicado que, a pesar de los avances en la investigación historiográfica en este campo, “como siempre quedan vacíos y nuevas y sugerentes líneas de trabajo”.
Las mujeres represaliadas en la posguerra conformaban un “heterogéneo grupo con un nexo común muy amplio y muy vago”: la vinculación con los derrotados de la Guerra Civil. Hubo desde mujeres con relevancia política, simples votantes o afiliadas a formaciones de izquierda e incluso presas sin perfil político alguno. “Todas ellas son conocidas como rojas: un estereotipo peyorativo y perdurable, un estigma”, defiende Ibáñez.
La dictadura “sobredimensionaba matices relacionados con inmoralidad de estas mujeres”, especialmente en el caso de las milicianas. La documentación que han podido rescatar las investigadoras “hace referencia a una catadura moral que además de reprobable es punible”, explica. Ibáñez distingue dos niveles de acusaciones: por actuaciones propias y por “relaciones de parentesco o sexoafectivas con hombres” (haber sido esposa de rojo).
Las represaliadas sufrieron “castigos específicos no relacionados con la práctica judicial”, que solo se han podido rastrear a través de fuentes orales o de documentación dispersa y fragmentada. En muchos casos fueron obligadas a realizar tareas domésticas en espacios públicos, como limpiar edificios, lavar la ropa de soldados o barrer plazas y calles. Además del rapado del cabello o del aceite de ricino. La investigadora también destaca los “abusos sexuales” que sufrieron, unos “castigos especialmente significativos por atacar directa y brutalmente su sexualidad”.
La historiadora Vicenta Verdugo señala que en abril de 1939, poco después de la ocupación por las tropas franquistas de la ciudad de Valencia, la cárcel provincial de mujeres “estaba totalmente saturada”. Con una capacidad para no más de un centenar de reclusas, la prisión contaba con 1.500 presas políticas.
“Las presas estaban sometidas a una dura disciplina y a condiciones de vida deplorables, durmiendo en pasillos, en la capilla o en el hueco de la escalera”, cuenta Verdugo, quien destaca la trágica situación de las madres internadas con sus hijos “en condiciones infrahumanas”. “Se extendió la tuberculosis y los chinches por toda la prisión”, agrega.
En el convento de Santa Clara, en funcionamiento hasta abril de 1942, las religiosas capuchinas se encargaban de la custodia de las presas, a las que “se imponía el nacionalcatolicismo a través del castigo”. A diferencia de los presos, las mujeres en las cárceles “no eran aptas para la redención de penas con el trabajo”. La historiadora destaca la falta de medidas higiénicas y el hambre.
“Las cárceles de mujeres eran lugares con niños y espacios de supervivencia que las diferenciaba de las cárceles masculinas”, explica Verdugo, quien destaca este hecho como un “aspecto específico de la represión sobre las mujeres” que aumentaba la capacidad de dominio del régimen penitenciario sobre las presas.
“La peor suerte era tener un hijo en prisión, los niños enfermaban e incluso el médico de la cárcel señalaba la urgencia de trasladar al exterior a los niños enfermos para que recibieran tratamiento”, señala Verdugo. Además, recuerda la historiadora, “fue una práctica habitual la desaparición de hijos de las reclusas en el momento del parto o en los momentos posteriores”.