Existe una corriente política e historiográfica que trata de matizar la dulcificación de la Transición española que ha trascendido, como lugar común, en el imaginario colectivo. Sin que haya de suponer una enmienda a la totalidad, es necesario recordar al personal que no todo fue de color de rosa: casi 600 muertos en actos de violencia política, vigilancia intimidatoria del ejército sobre todo el proceso, etc.
No obstante, el inicio de la etapa de paz más larga de la historia contemporánea de España permite, aun con los reparos expuestos, suscribir el éxito de la operación. Un proceso hijo, como no podía ser de otra manera, de las excepcionales condiciones de las que partía España a finales de los setenta del siglo pasado, no homologables a las comunes en Europa.
La sociedad española, en su conjunto, ha ido progresando en materia de cultura política y democrática. Asuntos intocables, por mor de las coacciones del pasado, han dejado de ser tabúes: monarquía, autodeterminación…
El fallecimiento sucesivo de los referentes de la Transición (Fraga, Carrillo, Suárez…) y la caída en desgracia de otros (Pujol) también marca un hito generacional. Gran parte de la ciudadanía que empieza a entrar en la edad madura no los incluye en su santoral. Asimismo, la corrupción que ha anidado en los partidos mayoritarios en liza desde 1978 (también en la monarquía) ha propiciado una creciente desafección, la cual ha acelerado el ciclo de envejecimiento del bloque de la constitucionalidad.
La cerrazón de los partidos tradicionales ante cualquier reforma, entendida como un instrumento de defensa y actualización de la Constitución, ha forzado las contradicciones entre las fuerzas políticas emergentes y los partidos mayoritarios. Se vendió como una II Transición la sucesión de reformas estatutarias auspiciada o apoyada por el gobierno de Zapatero, con magros resultados: Estatutet valenciano, mínimos de participación en el andaluz… El plan embarrancó, definitivamente, con el fracaso del Estatut catalán.
Tampoco se les puedes acusar a los socialdemócratas de haber abierto ninguna caja de Pandora, en este aspecto. Sí, quizás, se les puede achacar haber descuidado la defensa de los intereses de los trabajadores (en sentido contrario, no hubo problemas en cambiar la Constitución, por designio comunitario), en detrimento del conflicto de valores (más transversal, por definición) con la derecha.
La socialdemocracia española, devenida en una especie de nuevo laboralismo liberal-radical, pierde, así, cierta capacidad para absorber, por medio de movilizaciones de carácter socioeconómico, conflictos entre el centro y la periferia.
Y en esta encrucijada radican los tempos y formas de esta II Transición. En 1978, el tránsito entre regímenes se produjo por la vía conocida como ruptura pactada. De la capacidad del PSOE para seguir erigiéndose en el primer partido de la izquierda española dependerán, en gran medida, las oscilaciones entre reforma y ruptura.
De momento, se puede extraer la conclusión de que un sector mayoritario de la población española no está por la ruptura, pese a los magníficos resultados de las formaciones que la propugnan. Los partidos tradicionales vuelven a recuperar terreno al tiempo que el efecto Ciudadanos se va descafeinando. El movimiento popular nucleado en torno a Podemos tendrá que mover ficha para evitar una erosión similar y presentar la estructura de oportunidad como única. Un asunto en el que aún queda mucha tela por cortar.