Vivimos tiempos de intemperie. Y la intemperie resulta tan dura que todo el mundo anda buscando algún refugio. Ben Sansum, por ejemplo, descubrió ese cobijo en un año, 1946. Aunque en aquella lejana fecha ni siquiera había nacido, este inglés de 36 años ha hecho de su afán por congelar allí el calendarioel verdadero sentido de su vida. Es así como ha logrado convertir su casa junto al cementerio de Cambridgeshire, en un espacio de tiempo detenidodonde todo, hasta el más mínimo detalle, remite a la atmósfera de los años cuarenta: su ropa, sus muebles, su música, hasta su retrete.
En realidad, elegir el momento en que quieres que el mundo se pare tiene muchas ventajas. La cotidianidad se transforma en una escenografía donde lo inesperado se convierte en una anécdota, cuando no en un simple fallo subsanable con unos retoques en el decorado. Ben Sansum ha renunciado a las redes sociales y la televisión por cable, aunque se permita la herejía de un moderno frigorífico camuflado tras una trasnochada cortinilla. A cambio consigue tener prácticamente todo lo imprevisible bajo controlentre las cuatro paredes de su hogar. Incluso puede alardear de saber el año en que le encontrará la muerte: 1946.
En realidad estos espacios y geografías flotando en los tiempos inmóviles no son nada nuevo. Los cuentos que nos hacían dormir ya nos hablaban de lugares encantados donde los relojes detenían su palpitar y nunca faltó algún poeta para cantar aquel paisaje entre ruinas donde Cronos parecía haber decidido dejar de devorar a sus hijos. Lo mismo sentimos en ciudades como La Habana, donde resulta difícil pasear sin embriagarse con su belleza vintage de sueños gastados y agotados Dodges del 49 transitando sus bulliciosas callejuelas.
Claro que no siempre la parálisis de los calendarios nos transmite esa sensación placentera de la evocación. Israel, lo estamos comprobando estos días, decidió vivir en el Antiguo Testamento, en la determinación miserable de los doce hijos de Jacob, elegidos por un Yahvé destructor y hambriento por lanzar su ira y su cólera contra un pueblo palestino desangrado de jóvenes sin futuro, ancianos sin presente y niños sin ayer.
Tampoco España ha sido inmune a esta utopía de los almanaques. O distopía. En 1936, el país fue conducido a golpe de bayoneta y escapulario hasta los esplendores idealizados del Siglo de Oro, para acabar con la boca llena de tierra en alguna cuneta y un sabor a rancho rancio y sacristía que duraría cuarenta años. Luego, cuando el Caudillo tuvo a bien agonizar bajo la atenta mirada del equipo médico habitual, el país decidió petrificar el imaginario en una santificada Transición de reyes justicieros frente a golpistas de vodevil, banda sonora de Alaska y los Pegamoides y entrada triunfal en Europa.
Todo parecía ir bien pese a las guerras sucias del norte, nuestras aventuras bélicas en la OTAN, la reconversión de los viejos obreros demodé, la ceguera ante el rastro de una lejana dictadura o la masacre de trenes en Atocha. Felices, podíamos entregarnos a la modernidad de sabernos protagonistas de una película de Almodovar y hasta vitorear las aventuras americanas de una Telefónica, oportunamente privatizada para la rapiña, o de un Banco Santander diestramente conducido por Emilio Botín, el hombre que supo hacer de su apellido corsaria vocación.
Luego estallaría la madre de todas las burbujas. Los bancos se quedaron con nuestras casas, perdimos nuestros empleos y, de paso, se evaporaron nuestros derechos. Los sindicalistas volverían a la cárcel y los fascistas serían de nuevo absueltos por formalismos legales. En sus comparecencias ectoplásmicas, el presidente del gobierno nos invitaría a felicitarnos ante cualquier empleo basura o por esas débiles recuperaciones macroeconómicas que permiten aplicar futuros recortes sociales manteniendo con vida al paciente.
Así aquel idílico tiempo detenido adquirió de golpe este inusitado movimiento que nos arrastra por el torbellino de los desagües. Pese a ello no faltan bienintencionados ni cabrones que, frente a la indignación o los referéndums, insisten en alabar los tiempos anclados 1978. Y eso que los héroes de entonces hace tiempo que experimentaron una especie de crisálida invertida que les transformó de jóvenes progresistas en asesores de multinacionales, de próceres de la patria -grande o chica- en defraudadores y corruptos, de rey de los cuentos en villano.
Es lo que tiene no ser previsor. Ben Sansum lo supo a tiempo y por eso compró su frigorífico moderno. Porque por mucho que se intente congelar el tiempo, si no mimas los detalles o tienes un buen frigorífico, hasta las viejas mentiras se te acabarán pudriendo.