Si hay una palabra de moda en la gestión de residuos, es “valorización energética”. Bueno, son dos palabras, pero equivalen a una: “quemar”. Quemar mucho, quemarlo todo: según la consellera Isabel Bonig, es lo que debemos hacer para solucionar el tremendo –lo es- problema con nuestros residuos en el País Valenciano. Desde el otro bando –constituido, como viene siendo cada vez más habitual, por todos: esto es, oposición, sindicatos, asociaciones ecologistas- se arguye que no es la solución, y que provocaría graves problemas ambientales y de salud pública. ¿Es esto cierto? ¿O son las incineradoras la solución para la basura?
Vayamos por partes. En primer lugar, la jerarquía de gestión de los residuos viene marcada por la legislación europea y estatal, con lo cual existe poco margen legislativo a nivel autonómico. Y sí: se prevé la incineración como un método de tratamiento preferible a vertedero, considerado como la última –y peor- opción. Y aquí coincido plenamente con la consellera y la Comisión: horadar la tierra para llenarla de basura, por muy controlado que esté el agujero, es una pésima opción para librarnos de nuestros deshechos. Pero... ¿tan sólo podemos plantearnos la incineración como alternativa?
No, en absoluto. Aquello que tantas veces hemos escuchado sobre las “tres R” (es decir: reducir, reutilizar, reciclar) no se aplica y, lo que es peor, se pone muy poco esfuerzo en que así sea. El rechazo de las plantas de tratamiento valencianas es demoledor: casi el 70% va a vertedero, cuando no debería de superar el 44%. ¿Soluciona la situación el nuevo Plan Integral de Residuos? Tampoco. Se limita a dar encaje formal y legal a la incineración en el territorio valenciano, bajando los brazos y ofreciendo la rendición por lo que respecta a las 3R. Y ante esta perspectiva –y los insistentes mensajes de los responsables políticos- es donde surgen los temores sobre las plantas de incineración: ¿están justificados?
Partiendo de la base de que el riesgo cero no existe –en ninguna tecnología, jamás-, las incineradoras parecían cumplir los requisitos de seguridad de una forma aceptable. Sin embargo, un nuevo estudio realizado en España y publicado hace unos meses en una prestigiosa revista internacional apunta a que la proximidad a las incineradoras podría causar determinados tipos de cáncer, dadas sus emisiones de dioxinas y furanos (dos de los compuestos más tóxicos conocidos). Sin duda, un argumento más para la histeria del síndrome NIMBY (Not In My Back Yard, “No en mi patio trasero”). ¿Debemos pues desmontarlas y paralizar los proyectos? Es una decisión compleja. Lo primero debería ser continuar con la investigación y ampliar el área de estudio. Lo segundo, ver si en esas plantas se está utilizando la mejor tecnología disponible y si hay margen de mejora. Y lo tercero, analizar alternativas. Las incineradoras que se implanten en el territorio valenciano no tienen por qué ser como las actuales: los últimos avances –como las de plasma- son esperanzadores en este sentido, dada la reducción drástica de las emisiones y escoria que se consigue.
En el País Valenciano la gestión de los residuos es un fer la mà, si me lo permiten. No hay otra expresión para definir el desbarajuste que padecemos desde hace años (recordatorio: el PIR llega con seis - ¡seis!- años de retraso). Los Soprano se quedan en simples aprendices por lo que respecta a corruptelas y tramas oscuras relacionadas con vertederos, especialmente en Alacant; los planes zonales están descontrolados, las plantas desbordadas y nadie tiene un plan. El PIR debía ser justamente eso, un marco conceptual que sirviese de guía para reconducir la desastrosa política de residuos, pero se ha quedado en excusa para colarnos las incineradoras, machacando día sí día también con la cantinela. Y es que, a pesar de que Bonig afirme que “La gestión de los residuos debería quedar fuera del debate político”, no hace nada porque así sea. Dice que se basa en criterios técnicos, pero la decisión de no apostar por reducir, reutilizar y reciclar es política: ni se ponen los medios (y menos mediante EREs como el de VAERSA por medio), ni el empeño. No podemos rendirnos antes de empezar la batalla y aceptar un mal menor (o no tan menor) como las incineradoras, en vez de luchar por un modelo que permita solucionar, aunque sea en parte, el galimatías actual.
Es una cuestión de ambición, de visión de futuro, de entender que la basura no se materializa de repente en los contenedores, sino que sale de algún sitio, porque alguien compra algo y arroja lo que no le sirve. Debemos conseguir que no compre aquello que no le sirve, que si lo hace lo vuelva a utilizar dándole otro uso, y que cuando ello ya no sea posible sea reciclado para aprovechar el material. Y después, y sólo después, plantearnos cuál es el mejor destino para el deshecho.
El problema no es fácil, ni agradecido. No hay fotos alegres para las notas de prensa. Isabel Bonig tiene una patata maloliente entre las manos, y el tiempo, aunque despacio, corre en su contra: los vertederos se están colmatando y llevamos más de un lustro de retraso. Lo que está por ver no es si encuentra la solución para su aprieto, sino si es capaz tener la valentía de afrontarlo y sortear el camino fácil: el de lanzar a la hoguera los problemas, taparse la nariz y olvidarse de que están allí, emponzoñando la habitación.