El Islam transgresor

Entre los estereotipos de activistas que consideran los expertos en terrorismo islámico, existe un perfil fácilmente identificable desde un punto de vista sociológico (urbano, anómico, resentido…), pero que desconcierta a nivel estético.

Durante años se había incidido en el radicalismo de las concepciones más rigoristas del Islam, vinculadas a algunas madrazas en concreto. Especialmente en áreas rurales de los bastiones del Islam transnacional, pero también en islotes de las urbes más populosas de occidente. Un Islam que relacionamos con túnicas, barbas y una interpretación extremista del Corán. Con una visión, en consecuencia, renuente a la separación entre los asuntos de Alá y los del pueblo.

Se trata de una tendencia, la del fundamentalismo, que en occidente nos resulta familiar. La conocemos porque sabemos de dónde venimos y tenemos constancia de que las confesiones oficiales de nuestros Estados dieron hace siglos el giro copernicano de otorgar, con reticentes excepciones, independencia a Dios y César. No sin dejar atrás también regueros de sangre.

Sin embargo, una nueva hornada de terroristas destaca por salirse del corsé estético. Son norteamericanos, australianos, británicos, franceses… Y sus pintas, a veces, recuerdan más a las de los raperos de moda que a las de los imanes de referencia. Inmigrantes de segunda o tercera generación que –ahí está el drama- solo llevan una graduación en una etiqueta de la que no se han querido desprender o en la que se les ha seguido encuadrando sistemáticamente. Una secuela 2.0 terrorífica de la afamada película El Odio.

Para los sociólogos puede resultar relativamente común la taxonomía de estos individuos, en atención a hechos biográficos, contextos sociodemográficos y demás conflictos. La transgresión de las pautas establecidas y esperables radica en el eclecticismo entre gustos occidentales y cosmovisiones ancestrales. Suena aberrante, pero en este caso pesan más las formas que el fondo. Más el arrojo que la reflexión. No se trata tanto de una ideologización coherente por su persistencia, sino de un resentimiento que muta en acción directa, por descarte del resto de expectativas.

Un Islam de chándal y gorra con visera en el que el contenido es secundario y que convierte las proclamas propagandísticas en programas de máximos. Una promesa de vida eterna, pero no en el Jardín del Edén, sino en los archivos de la CNN, decapitando a algún soldado.

La estética del terrorismo tiene capacidad de seducción. No es ningún secreto que existen quienes se sienten atraídos por los pasamontañas, el poderío de lanzar comunicados amenazantes o la exhibición de armas al margen del sistema. Como una especie de Romanticismo contranatura. En los ochenta, algunos grupos de rock europeos salían a tocar con simbología comunista y nazi. Básicamente, para contrariar –por decirlo finamente- a sus padres y abuelos, que habían hecho la guerra contra los regímenes totalitarios. Pese al impacto que estos símbolos provocaban en los elementos más carcas de sus sociedades, la afrenta no pasaba del malestar intergeneracional.

El desarraigo, empero, prende más rápido en las banlieues que en el East End. Y, como fatal corolario, el Islam más transgresor opta por adherirse a la Internacional del Terror más atroz y mediática.