La política española sigue siendo un territorio marcadamente machista, misógino y hasta testosterónico. Tampoco es extraño, por otra parte. Al fin y al cabo, el franquismo nos dejó claro que las cuestiones sociales y políticas no eran más que una asunto de orden público fácil de solucionar con el argumento cuartelero del “por mis cojones”. Y, claro, no hace falta ser un experto en Jung para saber que un régimen que durante cuarenta años lo más progresista que admitió fueron los atributos del caballo de Espartero, tenía irremediablemente que dejar huella en el inconsciente colectivo de sus súbditos.
Por desgracia, no creo que la cosa vaya a cambiar a corto plazo. De hecho, superar esta limitación del sistema político no parece estar entre las prioridades reformadoras de la neosocialista Irene Lozano, ni de Soraya Sáez de Santamaria, María Dolores de Cospedal, Esperanza Aguirre o, ya en nuestro terruño, Isabel Boning. Y pese a los esfuerzos que Ada Colau y Manuela Carmena están realizando en las geografías más izquierdistas, tampoco por ahí parece que se haya evolucionado mucho, como evidencia la dificultad que tiene Pablo Iglesias para superar su imagen zoológica de macho alfa. En suma, que siempre en España la divine gauche perdió la batalla frente a una izquierda testicular que disfrazaba de obrerismo sus planteamientos, como si la clase obrera de nuestro país fuera incapaz de pensar más allá de su entrepiernadivine gauche.
Por eso para comprender las siempre turbulentas aguas de la izquierda a menudo es más útil recurrir a la biología que a la teoría política. Esto resulta especialmente cierto si queremos comprender un poco la cabalística lógica de uno de los grandes debates de los últimos meses: la unidad de la izquierda de cara a las próximas elecciones generales. Hay tanta unanimidad en su defensa que ya hemos perdido la cuenta de la iniciativas que se anuncian como la auténtica y sincera propuesta de unidad: la autocomplaciente de Podemos, la desesperada de Alberto Garzón desde IU, la vertiginosa de Ahora en Común rebautizada en Unidad Popular, la desconcertada Convergencia por la Izquierda de los progre blackcard de Madrid y la eramos pocos y parió la abuela de la Izquierda defendida por Beatriz Talegón y Baltasar Garzón, entre guiños de Gaspar Llamazares. Propuestas, claro, a las que pronto se sumará la ineludible del voto útil de Pedro Sánchez.
Y a ellas se le añaden, claro, los debates autonómicos, con niveles especialmente esperpénticos en el caso del País Valenciano. En esta entrañable cuna de los Borgia, la defensa de la unidad se ha convertido en un nuevo pulso entre Mónica Oltra y Enric Morera (o ICV vs Bloc, si se prefiere) que amenaza la coalición de Compromis, mientras Antonio Montiel intenta mantener una prudente distancia del cuadrilátero y otros optan por la discreción, como Ignacio Blanco que ha preferido centrarse en promocionar su libro.
Pues bien, nada de esto podrá entenderse si no se tienen en cuenta los recientes estudios realizados por investigadores de las universidades Utah, Cambridge y Viena a propósito de los monos aulladores. Según estos especialistas existe una vinculación directa entre la potencia del grito de estos primates y el tamaño de sus testículos, de forma que los que aúllan con más fuerza son aquellos con las criadillas más pequeñas. De este modo, unos tratarían de compensar la menor calidad de su semen alejando de su harén a competidores mejor dotados gracias a su potente berrido, mientras que estos compensarían sus menores oportunidades sexuales con una mayor efectividad reproductiva en los encuentros.
Pues bien, algo de esto ocurre con la tan traída y llevada unidad de la izquierda. Como en la manada de simios, también aquí nos encontramos con individuos que afrontan el debate confiando plenamente en la potencia de su aullido, mientras que otros centran sus esperanzas en la eficacia de su aparato. Obviamente, a estas alturas de la vida, los primeros no dependen de la tenacidad de sus cuerdas vocales, su grito no es físico sino mediático. Son los más famosos, los presentes en las tertulias, los reconocidos por la calle. Por eso se sienten cómodos, cuando conviene, superando las rígidas estructuras del partido. Por el contrario, los otros ejemplares contrarrestan su menor popularidad aferrándose a su poderío orgánico en esas ejecutivas de hegemónico comportamiento o esas asambleas de planteamientos favorables.
De este modo, prioridad ha ido poco a poco dejando de ser el asalto de los cielos, para centrarse en la forma de confirmarse como macho dominante electoral en la manada de una izquierda social y política que se presiente muy distinta a la actual tras el próximo 20D. Lo triste del caso es que esta miopía de planteamientos amenaza con dejar indefenso al grupo ante los leones, especialmente frente a aquellas fieras que más acechan disfrazadas de gacela. Lamentablemente, no hay muchos motivos de esperanza. Sólo nos queda confiar en que antes de que sea demasiado tarde se imponga algún tipo de sentido común, aunque sea simiesco. Para ello, bien estaría escuchar de una vez por todos qué es lo que pensamos de este disparate las cada vez más cansadas y sexualmente descepcionadas monas.