Un nuevo rumbo para la vieja Europa
En el siglo XVIII, Kant, proponía “una federación de tipo especial a la que se puede llamar federación de la paz” para terminar con el odio entre naciones europeas, una federación basada en el respeto a las diferencias con el fin de alcanzar “La paz perpetua”, (título del breve escrito, más actual que nunca). Este sueño ilustrado, vagamente romántico, parecía enterrado bajo siglos de guerra, más aún tras el reguero de muerte y miseria (material, humana y moral) que dejaba a sus espaldas la primera mitad del siglo XX. No obstante, fue en aquel momento de crisis cuando la élite política (los Padres de la Unión Europea) estuvo a la altura y tuvo la brillante idea de que era mejor cooperar antes que matarse y con esta firme intención enemigos eternos se convirtieron en socios leales a partir del embrión de la UE, la CECA.
Con el tiempo, aquel espacio pensado para evitar los conflictos ha ido ampliándose en dimensiones y reforzando su andamiaje político-legal de tal forma que hoy la UE ha devenido el más complejo proyecto geopolítico de la historia. Los cimientos de este original proyecto han sido dos: los valores de la Ilustración como fundamento moral y el estado del bienestar como vertebrador social. Para muchos (cada día menos), el objetivo final de este particular proyecto es crear un macro-estado de tipo federal (Guy Verhotstadt, exprimer ministro belga, ha propuesto y hablado muchas veces de Estados Unidos de Europa[1], por ejemplo).
Si nos ponemos como objetivo esta meta, resulta patente que el proyecto no está ni siquiera a medio camino y que, incluso, presenta graves problemas de diseño en las partes ya desarrolladas como el euro[2] o el espacio Schengen. Además, los proyectos que se presentan para avanzar (Constitución Europea del 2004, el actual intento de política común en inmigración o defensa) en la integración se encuentran con palos en las ruedas.
En este ya difícil proceso, la Gran Recesión ha marcado un antes y un después: antes, el euroescepticismo precrisis era, extrapolando términos orteguianos, conllevable, superable mediante la inercia causada por el “buen rumbo” económico. Ahora, una década después, nos encontramos en una encrucijada, denominada por algunos, como el economista alemán Juergen B. Donges, Euroesclerosis. Efectivamente, el proyecto europeo se encuentra en una grave crisis política (incluso existencial) y va a vivir un nuevo desafío en las próximas elecciones de marzo: unos comicios clave que marcarán si el proyecto persiste tal como está, avanza o retrocede.
La Declaración de Berlín de 2007 es un texto optimista que describe muy bien las expectativas y lo que habíamos conseguido hasta hace una década. Desde luego la Unión ha llegado lejos y en el conjunto del mundo es un espacio totalmente particular: un ambiente de concordia y paz, un espacio que, albergando 7% de la población mundial, concentra más del 50% de todo el gasto social y donde, no nos olvidemos, las democracias liberales son el único sistema político (pese a los retrocesos en libertades a los que asistimos). Tampoco debemos obviar que desde un punto de vista geoestratégico, el desarrollo de la Unión Europea es la única manera de mantener durante las siguientes décadas la influencia del continente en el mundo (una única voz representante de más del 25% del PIB mundial y el más grande mercado de consumidores de renta media y alta) en esta nueva época, marcada por la globalización y el ascenso de nuevas potencias tras esta breve etapa de unilateralismo, una época caracterizada por el divorcio entre economía (global), política (aún nacional) y sociedad (posmodernizada).
A pesar de todos los beneficios que a priori nos ofrece la Unión, el proyecto languidece. Se erosiona debido a la apatía (incluso odio) que ha generado en parte de la ciudadanía esta década de crisis, caldo de cultivo idóneo para el descontento y los llamados partidos populistas, que bombardean tanto desde la derecha (AfD alemana, AN francesa, VOX) como desde la izquierda (LFI francesa, Aufstehen alemán, etc.). El fortalecimiento de estos partidos no es la causa de la encrucijada en la que se encuentra Europa, es más bien la consecuencia.
Las raíces de este retroceso se encuentran en dos problemas que han quebrado parcialmente los fundamentos de la Unión: el conflicto identitario entre nación tradicional y valores comunes[3] europeos arrasa la idea de convivencia y cooperación (situación agravada por la crisis de refugiados, pero que venía de antes -como el rechazo a la Constitución europea de 2004-) y la Gran Recesión, que ha desgarrado la cohesión social, ha desdibujado el papel de la socialdemocracia y ha abierto las puertas a nuevos relatos.
Tras la victoria en junio de 2017 de Macron y la reedición del gobierno neerlandés de Rutte (aunque el PVV ha conseguido normalizar parte de sus propuestas), la Comisión parecía haberse librado de sus principales problemas. No obstante, el pasado 2018, políticamente intenso (gobierno italiano, deriva autoritaria turca, húngara o polaca, o la irrupción de VOX), han demostrado que, lejos de la realidad, Europa está en shock.
Se esperaba un año de redefinición, Francia junto con Alemania y la ayuda de otros estados (España, Portugal o Dinamarca, entre otros), relanzarían el cuestionado proyecto y volverían a poner los puntos sobre las íes. No ha sido así. Nos encontramos al mayor líder europeísta, Macron, hastiado por los “chalecos amarillos”, y a una muy cuestionada Merkel, que ya no se presentará a las siguientes elecciones, debido a la debacle electoral en Baviera causada en gran parte por su política de puertas abiertas con los refugiados. De todos modos, se cuestiona la capacidad del eje francoalemán de empujar por sí solo el proyecto, teniendo en contra a países como Italia, Hungría o Polonia.
En el plano internacional, una unión cada vez más estrecha de países europeos no es bien vista por parte de las potencias, en especial, la actual administración norteamericana; de hecho, en el pasado año, Trump aseguró que éramos un enemigo. Queda patente el recelo con el desembarco de Steve Banon, exconsejero de Trump, como asesor de gran parte de los partidos populistas[5]. De otro lado, Rusia interpreta la expansión de la UE y la OTAN hasta sus fronteras como una amenaza a su seguridad y parte de las promesas incumplidas que se hicieron durante el fin de la Guerra Fría. También China, que prefiere negociar acuerdos bilaterales antes que con un representante de la Unión en su conjunto.
En síntesis, la situación actual de la Unión Europea es la de un proyecto inacabado que presenta beneficios y oportunidades, mal trasladados a los ciudadanos por los políticos tradicionales que en estos momentos carece de un liderazgo y un camino a seguir. Afronta una multicrisis tan grave que para las elecciones de marzo los partidos eurófobos de derechas pretenden alcanzar una minoría amplia desde la que arrinconar más al proyecto.
Ahondemos en las causas de este debilitamiento, señalábamos dos: la crisis de valores y la ruptura parcial del pacto social. En un tiempo caótico y difuso, el populismo juega con el miedo de toda sociedad: su desaparición, el fin de lo que se creía que estaría ahí para siempre. Hablamos en este aspecto de temas diversos, de una parte, el debilitamiento, incluso crisis, del estado social[6], de otra, la “amenaza” que se cierne sobre nuestro estilo de vida, condenado a desaparecer por los inmigrantes y por una élite exógena, burocrática y no democrática que, desde Bruselas, no tiene otro objetivo que imponer políticas fiscales restrictivas y favorecer una globalización salvaje que solo beneficie a los segmentos más privilegiados de cada sociedad. Respecto a la globalización, tal como ocurre en los EE. UU., gran parte de los ciudadanos de los países que más contribuyeron a hacer este fenómeno posible piensen que se ha desarrollado a sus expensas. Al tiempo que otras potencias emergentes, en especial China, se estarían beneficiando de forma injusta y desproporcionada de un orden cuya filosofía fundacional nunca compartieron, tal como apunta Charles Powell.
Desde una perspectiva global no vivimos tiempos malos: la globalización está sacando de la pobreza a millones de personas, no obstante, en Europa está provocando el efecto contrario como demuestra la curvatura de Milanovic (gráfico 1), los salarios han permanecido estancados o incluso minados al tiempo que la productividad (que en el mismo tiempo que analiza la curvatura a crecido de media en los países desarrollados un 107%, gráfico 2) ha aumentado. Este desajuste, que sobre todo afecta a las clases más bajas (el 10% de la sociedad europea más pobre ha perdido durante la crisis un 23% de su poder adquisitivo), deslegitima el sistema (y si el ciudadano percibe que la Unión deja de ser eficaz en la defensa de sus intereses buscará “nuevas” soluciones).
Cuando el miedo y la desconfianza invaden la arena política, discursos tan simplistas (el programa de 100 puntos de VOX), destructivos, primarios, repletos de medias verdades (posverdades) y sentimentalismo calan profundamente en un segmento de la población (clases medias-bajas) que ha sufrido la crisis de 2008 con especial escarnio. Mientras, las opciones políticas tradicionales (conservadores, liberales y socialdemócratas), paralizadas en el nuevo contexto global, aplican recetas de austeridad promovidas desde la Comisión Europea, que, junto con la especial duración de la crisis y un discurso político muy superficial han diluido la confianza en la Unión (gráfico 3).
En el terreno económico, es muy destacable la falta de alternativa que por parte de la socialdemocracia se ha dado desde los años 90: ha sido incapaz de renovar su discurso y se ha limitado meramente a proponer un neoliberalismo “amable”[7]. Ante esta falta de reivindicación del estado del bienestar, los partidos populistas han sabido acertadamente jugar con este concepto y presentarse en muchos países como los verdaderos defensores (el caso paradigmático es el de el FN francés) del estado social.
Se ha llegado a un punto donde los argumentos racionales han perdido entidad frente al discurso rápido y simple. Un ejemplo: no importa que los refugiados que llegan en pateras sean una ínfima parte del total, que año tras año desde 2016 desciende el número total hasta tal punto que la fracción que viene a Europa es irrepresentable estadísticamente. “Ignoramos” que tenemos firmadas una serie de convenciones en la que nos comprometemos a alojar a todos los refugiados y en su lugar recurrimos al pacto con Turquía[8]. La tolerancia, uno de los grandes pilares de nuestro sistema de valores, ya no es nuestra enseña, para muchos, ahora es sinónimo de debilidad, mera parte de lo que se ha venido a llamar buenismo[9].
De este modo, el discurso populista alterna sus ataques en dos frentes: una élite, el establishment (la UE y sus jerarcas), que no responden ante nadie y cuyo único objetivo es aplicar políticas de austeridad, “robar” soberanía a los parlamentos nacionales (mermando la democracia) y favorecer una globalización depredadora y, por otra, una inmigración que viene a acabar con nuestros valores, a quitarnos el trabajo y a vivir de subvenciones (contradictoriamente). La estrategia de estos partidos es recurrir a un pasado idealizado (sociedades industrializadas sin deslocalización, mercados laborales cerrados, uniculturalismo, etc.). Por si fuera poco, la Europa del este afronta un mayor reto: carece de una cultura democrática fuertemente asentada y por ello les es más fácil caer en discursos cesaristas.
En conclusión, la política de las identidades y la desigualdad son los dos grandes retos que tiene que solucionar la Unión si quiere avanzar. La UE debe reinventarse: volverse más participativa y cercana, ser una fuente de soluciones concretas y claras a los problemas de la ciudadanía. Para ello, resultan vitales las próximas elecciones, en las que los partidos europeístas deben elaborar un discurso convincente, racional, efectivo y sencillo (que no simple) para avivar los ánimos de los europeístas y capaz de rebatir los argumentos iliberales y xenófobos, un programa de integración social que permita salir de la crisis al conjunto de la ciudadanía, capaz de marcar los tiempos y que no sea dubitativo, de lo contrario, afrontaremos todos una paulatina decadencia de consecuencias imprevisibles.
[1] (EFE, 2012) https://www.eldiario.es/economia/Verhofstadt-defiende-unidos-Europa-crisis_0_73842984.html
[2] https://www.eldiario.es/alternativaseconomicas/euro-concepcion-error-total_6_361223900.html
[4] https://www.eldiario.es/internacional/Trump-Union-Europea-ahora-enemigo_0_793021044.html
[5] https://www.eldiario.es/theguardian/discreta-reunion-Bannon-Londres-extrema_0_838516488.html
[6] https://www.eldiario.es/tribunaabierta/legado-Gran-Crisis_6_816878338.html
[8] https://www.eldiario.es/desalambre/anos-acuerdo-UE-Turquia_0_751725641.html
En el siglo XVIII, Kant, proponía “una federación de tipo especial a la que se puede llamar federación de la paz” para terminar con el odio entre naciones europeas, una federación basada en el respeto a las diferencias con el fin de alcanzar “La paz perpetua”, (título del breve escrito, más actual que nunca). Este sueño ilustrado, vagamente romántico, parecía enterrado bajo siglos de guerra, más aún tras el reguero de muerte y miseria (material, humana y moral) que dejaba a sus espaldas la primera mitad del siglo XX. No obstante, fue en aquel momento de crisis cuando la élite política (los Padres de la Unión Europea) estuvo a la altura y tuvo la brillante idea de que era mejor cooperar antes que matarse y con esta firme intención enemigos eternos se convirtieron en socios leales a partir del embrión de la UE, la CECA.
Con el tiempo, aquel espacio pensado para evitar los conflictos ha ido ampliándose en dimensiones y reforzando su andamiaje político-legal de tal forma que hoy la UE ha devenido el más complejo proyecto geopolítico de la historia. Los cimientos de este original proyecto han sido dos: los valores de la Ilustración como fundamento moral y el estado del bienestar como vertebrador social. Para muchos (cada día menos), el objetivo final de este particular proyecto es crear un macro-estado de tipo federal (Guy Verhotstadt, exprimer ministro belga, ha propuesto y hablado muchas veces de Estados Unidos de Europa[1], por ejemplo).