Se murió hace tres años y medio, cuando apenas pasaba de los sesenta. Era mi primo Miguel, el amigo del alma, y recitaba los versos de Miguel Hernández con las leyes que le dictaba el corazón más que ninguna otra regla de la construcción poética. Un día, cuando ensayábamos en Gestalgar una lectura dramatizada de sus versos, le pregunté: “¿Pero tú sabes lo que estás leyendo?”. Se me quedó mirando y contestó, con esa sonrisa de quien sabe sin saberlo que la poesía no es nada si no nos provoca retortijones en las tripas: “Yo no”. Era el mejor ser humano que he encontrado en mi vida. Y aún hay noches en que sale en mis sueños, que es la mejor manera de saber que hay gente que nunca se va a ir de tu mundo porque entonces el mundo sería una apestosa porquería. En mi pueblo vivimos muy poca gente. Los inviernos se llenan de silencio, de luz artificial mezclada con la que llega de un cielo limpio que se despliega entre los montes, de ese rumor atónito que sube desde el río hasta las rochas marrones del castillo. Para ser un pueblo tan pequeño, hay una nómina considerable que milita en el Partido Socialista. Miguel era su principal emblema. Hacía de todo, y como él mismo solía decirme: “sin saber de nada”. Cuando él se murió, empezamos a saber menos todo el pueblo, incluso quienes pertenecían al bando de sus oponentes políticos. El día de la despedida sólo dos personas faltaron en su entierro. Sus nombres -todavía hoy- nos llenan a todos de vergüenza.
A Miguel le importaba bien poco quién mandaba en las alturas de su partido. Él sólo sabía trabajar dentro y fuera de ese partido. Las cuatro letras que había aprendido las usaba para escribir lo mejor que podemos ser en nuestra vida: personas honradas. Y sobre todo para escribir en letras grandes su lealtad al socialismo. A ese socialismo que la gente de los pueblos pequeños como el mío ha heredado de la historia de sus abuelos, de sus bisabuelos, de ese lugar de la historia universal que es el relato de los pequeños personajes, de las pequeñas historias, de los sitios tan pequeños que no aparecen en ningún mapa. Hablo de ese lugar donde sólo valen la honestidad y la lealtad a quienes legaron a sus descendientes lo mejor de sus vidas. Incluso desde el silencio, esa generación muerta de miedo nos legó la lección de una dignidad clandestina que se intuía en sus gestos, en sus miradas de refilón y la voz baja cuando te cruzabas con una sombra sin rostro al doblar una esquina, en la manera de contar su historia como si el tiempo hubiera cambiado la palabra por la callada y asfixiante condición de la derrota.
En los pueblos pequeños como el mío, vivir el socialismo como lo vivía Miguel y lo siguen viviendo muchos de mis amigos es no olvidar los nombres -socialistas o no- de quienes se dejaron la vida en una cuneta, a los pies de las tapias de un cementerio, en los charcos oscuros de una cárcel, en la seguridad de que algún día este país saldría con nobleza de esa infamia insoportable que fue la dictadura franquista. Yo nunca he estado en el partido de Miguel y siempre hablaba con él de la diferencia que demasiadas veces existe entre las bases de un partido y sus dirigentes. Él no sabía nada de dirigentes. Sólo sabía que era un eslabón más en esa cadena de eslabones que era el compromiso insobornable con la gente de su pueblo. Y ese compromiso siempre lo llevó a cabo desde las siglas del Partido Socialista. En la lápida que la familia puso en su recuerdo están su nombre, su imagen, unos versos anónimos y, destacando por encima de todo lo demás, el puño y la rosa que simbolizan su partido de toda la vida. Me viene su recuerdo estos días de destrozo ético del socialismo con una tristeza insoportable. Lo decía hace unas semanas un paisano socialista: “¿Cómo se hubiera sentido Miguel entre tantas traiciones dentro del partido?”.
Las traiciones. El cinismo. Todo lo contrario de los valores en los que algunos hombres y mujeres socialistas de los pequeños pueblos como el mío aún siguen creyendo. Esos valores que los golpistas del PSOE, todos esos que han hecho presidente con su abstención al político que encabeza al partido más corrupto de la democracia, han cambiado por una razón miserable: rendirse con absoluta complacencia a los poderes que siguen gobernando este país, esos poderes que no se presentan a las elecciones: esos bancos rescatados con nuestro dinero, esos medios de comunicación acostumbrados a ser gobiernos en la sombra, esas grandes empresas que se esconden como las ratas a la hora de pagar a Hacienda lo que deben, esa iglesia que cada día goza de más vergonzosos e injustos privilegios, toda esa gentuza que se asusta cuando escucha la palabra “izquierda” y sólo siente el miedo a que se le acabe el chollo de su tradicional impunidad y sus negocios sucios.
Mi amigo Miguel se murió siendo un hombre de izquierdas, honesto y siempre luchando para que las personas no perdieran nunca lo más noble y sagrado de sus vidas: el sentido de la libertad y la justicia, de la generosidad y, por encima de todo, de la lealtad a la noble herencia de sus mayores. ¿Qué tienen que ver él y su recuerdo con ese modelo de indignidad que representan Antonio Hernando y tantos de los suyos? Nada. No tienen que ver nada. Por eso estas semanas de golpismo interno para convertir el PSOE en un partido al servicio de Felipe González y su club de millonarios hubiera roto por dentro el alma de Miguel. Como él mismo rompía con el corazón las reglas gramaticales de los versos de Miguel Hernández en aquellos divertidos ensayos de las noches en mi pueblo.
¡Las traiciones, Miguel, las traiciones! Esa mierda.