Los arrepentidos

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Muchos medios antisanchistas a muerte ofrecen portadas y minutos de prime time en radio y televisión a disidentes socialistas, a ex altos cargos o a antiguos ministros hoy olvidados, aparcados en las amarillentas hemerotecas de papel prensa. Ellos, la insigne cofradía de las lumbreras de antaño, reniegan de los actuales mandatarios socialistas y les restan legitimidad, a veces con chanzas y titulares llamativos, para apuntillar al “okupa” de Ferraz, para erosionar a estos falsos socialistas de pacotilla, traidores, que solo desean detentar poder. El mismo Zapatero ya les parecía un usurpador. Los relevos orgánicos que trató de imponer el aparato al estilo Rubiales con Bono y Susana Díaz no prosperaron; el dedo de Felipe se estaba quedando sin pilas. Para ese clan, sin duda, el socialismo auténtico era el de Felipe y sus nefastos ministros de Interior, el de Arfonso y su hermanísimo, el de un exalcalde de Parla, el de Joaquín Leguina que adora a Ayuso o el del hijo de un histórico líder ugetista. El PSOE actual, según ellos, no se sabe a qué juega, son unos impostores.

Ahora mismo se publican manifiestos con ristras de firmas de arrepentidos, de personajes pasados de moda, olvidados, que mendigan una columna agradecida en un periódico. Desenfadados, ponen a caer de un burro al actual presidente de gobierno en funciones. Para algunos, por el gobierno de coalición, ¡habrase visto!; otros por las conversaciones con nacionalistas e independentistas y otros por haber promulgado indultos (¡Barrionuevo y Vera sí lo merecían!). Algunos ilustres jubilados llegan incluso a pedir que algunos diputados socialistas opten por desertar de sus filas y se pasen al enemigo. La tribu desairada socialista ha ido creciendo. Está movilizada: no quieren bajo ningún concepto que gobiernen los suyos. “Antes muertos que en la Moncloa”, piensan exministros como el valenciano Jordi Sevilla o Ramón Jáuregui. Ahora mola firmar cualquier crítica sin rechistar. Supuestamente, estos arrepentidos están en su derecho a desvariar en público, a mostrarse desnortados; a exhibirse caducados como un yogur enmohecido. 

¿Pero qué me dicen de los votantes de a pie, toda una legión que está arrepentida de haberles votado en el pasado y a los que ahora les dan repelús? ¿Quién les devuelve a esa buena gente el voto usurpado con malas artes, quién les pide perdón por declararse socialistas en los mítines y comportarse al rato como un marqués con bata de seda en la cubierta de un yate en Ibiza? Están apenados por haber creído en esa lista de renegados que vivían a lo grande en los ciclos políticos favorables: con cuantiosos sueldos, con cuadrillas de aduladores o con el coche oficial a la puerta de una morada suntuosa.

Lo suyo sería elaborar listas de votantes arrepentidos, escépticos, desilusionados y que firmaran también manifiestos retroactivos contra aquellos que les engañaron en su día sutilmente. Seguro que las rúbricas de los electores frustrados no cabrían en un paquete de folios, seguro que lamentan la ocurrencia de votarles cuándo eran jóvenes e incautos, o viceversa. Esa gente de buena fe que les apoyaba en masa no les restriega ahora por sus narices lo que dejaron de hacer o lo que hicieron mal. Esas multitudes se ahorran las lecciones póstumas de buen gobierno. Se les pasó el arroz, señorías. ¿Tanto cuesta entenderlo? 

¡Vayan a jugar al golf, críen bonsáis, dicten conferencias insulsas o escriban sus memorias en varios tomos! Deben dejar de hacer el ridículo, hagan el favor de contenerse, amigos. Muestren su querencia por las derechas en privado, suelten sus furiosas diatribas en la barbacoa de los sábados con sus colegas de la añada del 82. Estos vejestorios creen que los actuales dirigentes no tienen la madurez suficiente para manejar el cotarro. ¡Hay que ver! 

Sean discretos, ¡qué menos!