La transparencia puede resultar obscena. El conocimiento público de una maniobra como la de Juan Carlos I desde su lujoso refugio en Abu Dabi para regularizar mediante el pago de 678.000 euros unos ingresos escandalosos obtenidos a través de tarjetas de crédito opacas, con el evidente objetivo de evitar una investigación por delito fiscal, ha convertido en precarias las justificaciones de la actitud del rey emérito. Le ha ocurrido a Pablo Casado (“Los asuntos que haya hecho de forma privada entran dentro de otro poder del Estado”), le ha ocurrido a Pedro Sánchez (“El rey no tiene ni más ni menos derechos y obligaciones”) y también a José Luis Ábalos (“La justicia es igual para todos”).
Los comentarios de esos líderes políticos, que representan a las formaciones mayoritarias, parecen proceder de otra galaxia, una galaxia que estaba aquí antes en el tiempo, en la que se encubría cualquier acción del rey y, como consecuencia, se daba por supuesto que la corrupción de la monarquía nunca saltaría a la esfera pública.
Pero aquí está, con toda la crudeza, ese exjefe del Estado rodeado de sospechas de haberse desempeñado en el cargo, aprovechando su estatuto de inviolabilidad, como un corrupto de alcance internacional. Y quedan en ridículo las justificaciones de políticos y periodistas que intentan mantener una ficción retórica de otra época.
Los medios de comunicación, que Jürgen Habermas describió antes de la explosión de la redes sociales en internet como el principal agente de producción de realidad pública, ya no pueden mantener hoy la barrera de protección de secretos que levantaron en otra época. No es casual, en ese sentido, que un medio como elDiario.es haya sacado a la luz esas tarjetas opacas del padre del rey que en tantos apuros han puesto el discurso de defensa de la institución monárquica.
“En España no está en peligro la monarquía”, ha asegurado el presidente del Gobierno. Pero sí que lo está. Sería más exacto afirmar que el líder socialista no considera conveniente o viable plantear una alternativa o que sería contraproducente abrir el debate de una reforma. Pero negar la crisis es seguir jugando en la esfera pública con las cartas de una época, la de la Transición, que asumió, sin duda a cambio de contrapartidas que lo justificaban, unas hipotecas franquistas cuyo camuflaje se ha ido deteriorando más y más.
La monarquía y el ejército fueron las más importantes de esas herencias franquistas. Y la jugada dio resultado porque el rey sirvió para neutralizar la amenaza militar cuando hizo falta. El problema es que ahora sabemos que una parte significativa de quienes han dirigido estos años las Fuerzas Armadas piensan que todavía es posible encomendarse al rey para amenazar desde la extrema derecha la democracia. Y que el monarca de la Transición ha llevado hasta nuestros días un comportamiento deshonesto, al margen de la legalidad, típico de la actitud oligárquica de la élites de la dictadura.
Felipe VI se ve emplazado a responder a un doble problema, el de los escándalos que protagoniza su antecesor y el de la toxicidad que le deparan los ultras que tratan de instrumentalizarlo como referencia de unas pulsiones involucionistas nada disimuladas. Por cierto, las cartas al monarca y las conversaciones de whatsapp de oficiales retirados también comprometen al ejército en la medida en que levantan la sospecha de que mandos en activo puedan compartir sus exaltaciones, aunque callen para evitar consecuencias disciplinarias.
Desprenderse de esas dos hipotecas exigiría unos desmarques enérgicos por parte del rey, y aun así solo servirían para despejar los enormes nubarrones que ahora mismo se ciernen sobre la monarquía, obligada a medio plazo a volver a tratar de ganarse su legitimidad. Cuando dentro de unos días Felipe VI pronuncie su tradicional discurso de Navidad, los dos problemas se estarán pudriendo en los armarios del sistema, degradando el marco institucional.