Delgadez extrema

Fina tenía un cuerpo esmirriado en exceso. Los huesos le marcaban la silueta como un disfraz infantil de esqueleto. Estaba más delgada que una sílfide, mejor digamos que un tallo de papiro para no tener que recurrir al diccionario. Fina, ordenanza de una residencia municipal de la tercera edad, agotaba la batería del móvil en un santiamén. Asidua a las redes sociales, saltaba dando brincos de una a otra aplicación sin mesura alguna. Viajaba de una a otra a la velocidad de un rider repartiendo pizzas en moto. 

Al llegar la noche, enganchada al televisor, solo cenaba una copa de vino; a veces blanco, a veces tinto. Su marido se había cansado de regañarla, además dormitaba como un tronco extendido sobre un sofá, acunado por los telediarios que vertían enredos interesados y noticias preelectorales. Antes de dormir, Fina decidía su voto, al despertar volvía a cuestionarse su elección. Los dos procesos electorales consecutivos le estaban provocando veleidades anoréxicas.

Fina tenía la cabeza un poco averiada. Optó por ir a una sicóloga. Alguna vez le soltaba alguna mentirijilla para amortiguar los desarreglos mentales que podía detectarle aquella joven profesional a la que la clientela le había subido dos dígitos. El veredicto siempre era el mismo: inseguridad, miedos, irritabilidad y una pizca de fobia social, aunque la terapeuta se lo decía con otras palabras menos punzantes, más amables.

Desayunaba, comía y merendaba, siempre frugalmente, devorando sondeos, trackings, frases sueltas de mítines y tertulias de periodistas reciclados que soltaban vaguedades inconexas. La báscula del baño se había declarado en huelga y se escacharró. Habrá que comprar otra en un chino, le dijo a su marido, quien cada día la veía más transparente. Manolo, esta vez la cosa está muy reñida, le espetó a su marido que leía el Marca en el balcón rodeado de macetas un poco huérfanas. Ya me dirás lo que decides, cari. Su vida no tenía un ápice de aventura, todo era rutina y monotonía a raudales. Un día Fina decidió cambiar a la sicóloga por una nutricionista. Manolo resignado dijo como siempre que bien hecho, calculando que en el bar de la esquina podría reponerse de las dietas saludables que le aplicarían a su señora.

Ella continuaba atrapada a las tertulias nocturnas, a los programas especiales electorales del 23-J. Llegó a saber tanto de las propuestas de los partidos que jugaba a ser asesora o dircom de campaña de algunos de los candidatos. Planificaba estrategias para ganar electores. Practicaba su proselitismo con los viejos de su residencia pública. Les soltaba la chapa y los miraba a la cara fijamente para percibir sus reacciones. Mira Fina, a mí los sobres me los trae ya cerrados mi hijo, si te parece te doy su teléfono y le convences a él, se sinceró un abuelo dicharachero.

Finalmente, una compañera de trabajo se apiadó de ella y le diagnosticó una enfermedad extraña. Una patología que había leído de pasada en un suplemento dominical de un pensador norteamericano, creía recordar. Amiga lo que tienes es infobesidad; debes limitar la ingesta de debates electorales, le prescribió su colega. Fina dudó un poco escéptica. Su amiga le hizo ver que algunos medios despiadados fomentan reacciones viscerales de forma interesada. Recapacitó sobre sus dependencias. Los días posteriores se avino a restringir severamente la sobrecarga de intoxicación informativa. Consiguió apagar el móvil en el curro y cenar tortilla de patatas con pimientos fritos con la televisión apagada. Se iba a la cama más temprano y comenzó a recuperar kilos. La nueva báscula confirmó su recuperación. Aquella dieta mediática saludable logró que fuera menos exaltada, menos furibunda y más tolerante. Escogió un partido político, lo consensuó con Manolo para salir ambos de la bolsa de indecisos y quedaron de acuerdo. Creo que hacemos bien, sentenció. Se habían quitado un gran peso de encima. Esta noche, pensó, cenaré osobuco con agua, sin gas o con gas, ya veré.

Los residentes de la tercera edad la notaban cada día más rara: Fina, ya no nos hablas casi de política. Deje, deje, don Gustavo. Si le apetece echamos un parchís hasta que aparezca la supervisora.

Tengo galletas de chocolate escondidas que me regala mi hijo. ¿Las traigo?, inquirió generoso el abuelo.