La educación va en serio, porque la vida va en serio

14 de septiembre de 2020 13:47 h

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Abro los ojos y lo primero que me pasa por la cabeza es: Por fin, el día de la vuelta al instituto ha llegado. Me apuro porque tengo que desayunar, vestirme, peinarme, ultimar mi mochila y salir para dirigirme andando a la escuela. Mi sensación es de felicidad, después de meses sin rutinas, ni horarios y un tiempo que parecía infinito tenía que darme prisa. Si no salía quince minutos antes de mi casa no llegaría puntual a la primera clase. Desde el desconfinamiento los jóvenes hemos vivido día a día como si no hubiera un mañana. La escuela pone fin a este desorden planteándonos una motivación para levantarnos cada mañana y seguir estudiando: Nuestro futuro.

Cojo mi mascarilla, mi botellita de gel y la mochila, pese a la incertidumbre y el miedo no podía demorarme más. Al salir, veo a otros estudiantes que van hacia el instituto sin mascarilla, antes me enfadaba ahora me entran escalofríos. En ese momento, me encuentro con un compañero de clase. Yendo hacia al instituto dice una frase que llama mi atención: “Tanto les cuesta ponerse la puta mascarilla”. Prosiguiendo con la conversación me comenta que espera que le dejen salir en el recreo fuera del instituto para fumarse un cigarrillo, ¿Nueva normalidad, mismos vicios?

Yo también tengo miedo por si no podré juntarme con mi grupo de amigos, que forman parte de otra clase, en el patio. 

En la entrada encuentro una imagen familiar, una larga fila de alumnos aglomerados dirigiéndonos al centro. Con un amigo comento la sensación de agobio, por una escena que hace unos meses nos parecía cotidiana. Mi amigo expresa su enfado.

Al llegar a la puerta me encuentro con mis compañeros, tenía ganas de verlos, no sabría si volveríamos a estar juntos en una clase. Les choco el codo para saludarles, pero más de uno se acerca a darme la mano. Después de seis meses aún no sé qué hacer cuando se me plantea este dilema, al final accedo a darles la mano y a continuación me lavo con gel. 

Mi primera sorpresa viene cuando: ¡Nuestra aula era el salón de actos! La segunda fue más desilusionante éramos 37 alumnos en clase. La distancia entre las mesas era un poco menor al metro y medio, nos sentamos por orden de lista en un sitio que mantendremos durante todo el curso. La temperatura se tomará en casa por falta de medios. En ese momento, comienzo a vislumbrar la realidad, muy diferente a la idílica imagen que transmiten medios de comunicación y responsables políticos. Han pasado seis meses y una pandemia, pero la educación pública sigue con la misma situación precaria que tenía en marzo. Se disiparon mis dudas, pero creció el miedo.

Al sentarme en mi pupitre encuentro la revista escolar formada por artículos de los estudiantes que reflexionan sobre el estado en el que nos encontramos. En la revista observo escritos sobre: reforzar la sanidad pública, cuidar del planeta, la experiencia del confinamiento, el papel de la ciencia…

A continuación, entra el jefe de estudios para comentar el reparto de las optativas, en religión hay 31 alumnos. Yo estoy en tecnología somos solo tres. Charlo con mi compañera sobre esta situación, ella me dice: “Religión está muy bien, no haces nada y te ponen un diez”. Entonces, me viene a la cabeza dos datos que recogía el filósofo Georgio Luri en su libro “la escuela no es un parque de atracciones”: “Cien mil empleos se quedarán sin cubrir por falta de personal cualificado en ingenierías”, “En torno al 85% de los alumnos matriculados en universidades politécnicas proviene de clases altas y escuelas concertadas o privadas”.

Al empezar segundo de bachillerato, las clases se centran en explicarnos las partes del examen de selectividad. Luego, el profesor de matemáticas nos invita a salir a la pizarra a corregir un ejercicio. Yo alzo el brazo. Entonces, nos explica que no podemos compartir nada, por lo tanto, debemos traer un rotulador velleda de casa, si no es posible el centro nos proporcionará tiza que solo podemos usar nosotros. Al volver de secretaría con dos tizas el profesor suelta una broma: “Guárdatelas, dentro de dos semanas van a ser codiciadas por todo el mundo”. En el cambio de clase hacemos algunas bromas entre los alumnos, yo aprovecho para ver las noticias en el móvil, una compañera me dice: “Qué, leyendo el periódico”, nos reímos y pienso: A pesar de todo hemos vuelto.

En el recreo nos separan por etapas educativas a pesar de ello, la situación de la entrada se repite, con una excepción es la hora del almuerzo y los alumnos nos retiramos la mascarilla. Hay muchos más estudiantes que el año pasado en el instituto. Esto lo comento con un compañero que ha llegado nuevo. Me contesta que, al poner las clases por la tarde en otro centro del municipio se ha visto obligado a cambiarse para poder compaginar el conservatorio con el bachillerato. Tras fijarme en otros alumnos me doy cuenta que la situación se repite. 

El tema principal en el patio es la asignación de los sitios en el aula, aquellos que se encuentran en última fila se quejan de que no pueden escuchar y ver la pizarra como les gustaría. Debatimos sobre como deberíamos repartir las posiciones, varios amigos apuestan por sentarnos conforme al interés por el aprendizaje. En mi opinión, son los estudiantes con más dificultades académicas los que deben ocupar las primeras posiciones. 

En la última clase y al final de una mañana donde uno tras otro los docentes habían insistido en que estábamos allí para pasar la EVAU, las palabras del profesor de historia despiertan el interés de la clase: “Estamos aquí para aprender sobre la historia de España, para tener cultura y que no os engañen al escuchar a los medios de comunicación”.

Para finalizar, con este artículo no pretendo arremeter contra un personal docente que se ha dejado la piel para que vuelvan abrir los centros educativos. Sino, denunciar un sistema que destina sólo un 4% del PIB a la educación, un dato muy inferior si lo comparamos con los países nórdicos que dedican entre el 7 y el 8% del PIB, con la media de la UE (un 5,5%) o con EEUU (un 6%). Si pretendemos que la escuela cumpla la función que le corresponde, proporcionando a cada joven una formación que le haga brillar en la actual sociedad del conocimiento debemos prestarle la atención que merece.