La farándula ultra del Consell

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Seguramente les habrá llegado ese vídeo de una diputada autonómica de Vox por Alacant que acusaba a los docentes valencianos de “vagos” y “estómagos agradecidos” por haber ejercido su derecho a la huelga. Haciendo honor ella, como es sabido por Alacant, a que padece de una lengua más larga que juicio y prudencia propia juntos. O eso o es que la señora diputada añora los tiempos de la dictadura en que ella era feliz porque había libertad para prohibir huelgas, y no eran una obligación ejercida bajo el yugo autoritario de la Constitución del 78.

Hay que recordar que nuestra diputada se vistió de chaqueta verde hace ahora un año: en cuanto supo que el PP ya no contaría más con sus impagables servicios, y tras cuatro liándola parda como concejal delegada de Luis Barcala. Su primera intervención en el pleno del Ayuntamiento fue para tratar de ignorantes al resto de ediles porque ella, al parecer, era especialista en Educación. Su supuesta expertise educativa provenía de haber sido presidenta de una asociación ultraconservadora de madres y padres de escolares, un cargo que utilizaba la mayor de las veces, dicen, para amenizar con chispeantes opiniones xenófobas. Lo primero que dijo cuando agarró el acta de diputada es que se pedía para ella la conselleria de Educació, un nombramiento entonces más probable que un conseller de Cultura torero y franquista muy fan del fascista Mussolini.

El alcalde de Alacant había sorteado semanalmente las minas que la señora iba poniendo (todo sea dicho, del todo inconscientemente) contra su propio gobierno, o corregía consuetudinariamente las siempre impagables decisiones políticas de su edil, defendiéndola tras la crisis empalagosamente. “Qué bien mete la pata hasta la ingle mi concejal” podrían haber concluido sus notas institucionales. Fue famosa por confundir en un colegio telas de diversos colores que delimitaban la burbuja covid-19 con la bandera de la II República, por salir najando de su despacho para personarse en un centro educativo porque allí la bandera de España no estaba -según ella- en el orden que Dios manda (habrase visto), o asegurar mediante refrán que los vecinos más vulnerables no tenían más razón en sus demandas porque ladraran. Pero lo cierto es que aquellos que la escuchábamos en la bancada de enfrente no tardamos mucho en darnos cuenta pronto de la realidad: la señora es lo contrario del refrán “parecía pobre y llevaba levita”. La señora, ni era pobre, ni llevaba levita y Barcala tenía un problema.

Y tanto, porque aseguran que el alcalde popular se lamentaba en estricta intimidad de los despropósitos de la concejala, un iceberg por lo gélida y hierática, pero también porque las torpezas que mostraba eran un diez por ciento de las que atesoraba a buen recaudo. La semana pasada, en fin, esta misma diputada volvía a aparecer en una intervención digna del personaje más siniestro de Carroll o Dahl sin pasar por el filtro woke.

Con personajes así, los ultras se han ido convirtiendo en la farándula política del PP con derecho propio. Los populares tienen un problema, porque han dejado de manejar el género político por una forma simbólica de representación. Es un modo de expresión que intenta mover al espectador desde lo impulsivo e irracional, por lo que no tiene narrativa propia. Alude al desprecio hacia el otro y la emoción irracional. Y siempre es pesimista. Es cierto que el PP se deja arrastrar en esa forma gritona e inflada, de esa letanía pesimista sin demasiados aspavientos. En dramaturgia, esta forma simbólica de representación es un instrumento provocador llamado farsa. La extrema derecha pues -sea española, argentina, italiana o francesa- no se puede permitir otro marco. Puede que encuentre rédito en un electorado contracturado por sucesivas crisis a corto plazo. Pero las contracturas no suelen ser permanentes. Antes o después la audiencia se cansa de una política apocalíptica y la cambia por una política que defienda la alegría como un principio. El pesimismo no ha sido nunca un buen socio para gobernar.