Las consecuencias de la Dana son desastrosas, y las calamidades se multiplican. Son efectos devastadores y las autoridades se apresuran, con razón, a pedir la declaración de zona catastrófica para obtener fondos públicos que ayuden a la recuperación.
Empieza el curso judicial y la justicia reclama, otra vez con razón, medios para abordar la modernización que mejore la celeridad, y más plazas, y más servicios, así como la mayor protección a las mujeres siempre castigadas.
También empieza el curso escolar y necesitamos ampliar la plantilla docente, hablamos de miles, e incrementar las instalaciones adecuadas que acaben con los barracones y con las zonas infradotadas. Es decir, más presupuesto.
El curso sanitario ni empieza ni acaba, siempre está ahí, con aplausos pero con carencias evidentes. Otra vez falta personal, otra vez instalaciones, otra vez medios. La misma música con diferente letra.
Por no hablar de la vivienda. Necesitamos vivienda pública y subvenciones para que disponer de una casa vuelva a ser un derecho y no un privilegio. Un derecho accesible a toda la ciudadanía.
Podría seguir pero esto no es una carta a los reyes magos, estamos hablando de hoy, ahora y aquí. Y tiene una solución: los impuestos.
Lo primero que deberíamos hacer es cambiarles el nombre. A nadie le gusta que le impongan nada, además es sinónimo de incomprensión. Imponer significa que somos una sociedad incapaz de entender el concepto de colaborar, y solo nos cabe en la cabeza hacerlo ante la amenaza de la autoridad. Lamentable.
Si abandonamos definitivamente el “sálvese quien pueda” (que significa, el que no pueda, que se hunda) y empezamos a entender por qué juntos vivimos mejor, sabremos que más que impuestos deberíamos llamarles contribuciones. Y somos contribuyentes. Suena mejor.
No es verdad que el dinero donde está mejor es en el bolsillo de cada cual, basta con preguntárselo al que no tiene ni dinero, ni bolsillo, o ha sufrido una catástrofe. Lo que sí es cierto es que aquel que puede pagarse sus satisfactores propios, no tiene el menor interés en aportar, y tilda de vagos y maleantes a los que no llegan a fin de mes.
Solo cuando los beneficios peligran todos quieren que sus negocios obtengan subvenciones con las que, con frecuencia, se han resistido a colaborar. Las ganancias extraordinarias son merecidas, siempre fruto de su esfuerzo ¿por qué pagar por ello? Pero las pérdidas, cuando llegan, requieren aportaciones colectivas. Esas aportaciones les parecen justas, morales, porque van a sus bolsillos. Otra cosa son los últimos de la fila, para esos cualquier subsidio que les llegue supone un premio a la vagancia. Doble vara de medir.
Los impuestos o contribuciones son el método que trata de homogeneizar la línea de flotación para que no haya náufragos. Y parece lógico que, ante los desequilibrios de partida, las actuaciones han de ser desequilibradas. Beneficiar al conjunto por igual no es lógico cuando todos y todas no están en la misma situación. Eso sí, resulta fundamental la obligación de evitar el fraude, controlar el destino de los dineros y determinar lo que debe aportar cada cual. Es imprescindible la gestión justa para obtener la confianza colectiva.
Aquella famosa frase de exigir al que más puede y dar al que más necesita sigue teniendo vigencia. Y sí, es una utopía, pero la política es el arte de acercarse a lo utópico.
En democracia lo público no es una carga, es una garantía. Y los impuestos, su soporte.