Sepultados en sus casas de adobe cuando la tierra maltratada tiembla. Arrastrados por la furia del viento y por la lluvia que revienta presas y destruye viviendas, que ahoga humanos y animales. Tumbados por el hambre cuando el mercado de cereales y las guerras ajenas les impiden el acceso al agua y al pan, sin un entorno saludable ni unas calorías imprescindibles para sobrevivir. Doblegados por epidemias evitables, ahogados en el mar de una esperanza imposible: alcanzar una vida digna, siquiera sea en la otra parte del mundo. Naufragados en pateras miserables, encerrados en naves industriales insalubres y sótanos inmundos a cualquier precio, esclavizados sin salud ni derechos, para producir lo que otros felizmente consumirán. Vendidos como carne para el consumo libidinoso de traficantes y mercaderes.
Ahí están. Son varios miles de millones, quizá la mitad de los sapiens sapiens que habitan el planeta tierra. A pesar de ser biológicamente humanos, ni tienen esperanza ni tienen derechos, sólo tratan de sobrevivir en los márgenes. Son los que saben de tiranos y colonos, los que perdieron su lengua, sus tierras y sus creencias, pero no saben lo que es el fentanilo, ni han oído hablar de la inteligencia artificial, ni de los festivales de música, ni de Tic Toc, ni del turismo de masas, ni de las redes sociales o las operaciones de cirugía estética, los analfabetos del consumo, los animales humanos cuya muerte solo se registra en la memoria y el dolor de sus allegados.
Su grado de humanidad está muy por debajo de los estándares mínimos del consumo, incapaces como son de alcanzar su sueño de sobrevivir. Todos sabemos que eso es lo que hay, y por eso quiero dedicar esta tribuna a los excluidos que no tienen voz, porque sencillamente son los excedentes del sistema.