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La paradoja de los carvajales

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La victoria de la selección Española en la Eurocopa ha dejado imágenes poderosas. Los abrazos, los bailes, las sonrisas. Ternura. Consejos. La solidaridad, la generosidad, el compañerismo. La diversidad y la riqueza cultural de un país que es un referente en los avances sociales, en la protección de derechos y en la creación de riqueza. Nos guste el fútbol o no, esta victoria vino a simbolizar el triunfo de unos jóvenes que encarnan los mismos valores que representaron aquellos españoles de los años 60 que emigraron de sus pueblos en busca de oportunidades, de futuro. 

Sí, me refiero a Lamine Yamal y Nico Williams. Como sus padres y madres, los nuestros formaron sus familias en otras ciudades, en otros países, y sus hijos e hijas tuvieron que luchar contra el estigma del inmigrante. Del español que iba a robarles el trabajo y a conseguir paguitas. Que entraba de manera ilegal, sí, sin papeles y con maletas que se cerraban en cuanto recibían la llamada de Vente para Alemania, Pepe, que aquí hay trabajo. Parece un pasado lejano, ajeno, pero es el nuestro. Ese que la ideología ultra nos quiere extirpar de la memoria. 

“Esa es tu opinión”, responderán muchos mientras resuenan las palabras de José Antonio Marina en el Festival de las Ideas y la Cultura que celebró elDiario.es en Barcelona, donde sorprendió al público cuando afirmó que “no todas las opiniones son respetables, lo que es respetable es el derecho a exponer tu opinión sin que haya una inquisición”. El filósofo argumentó que la respetabilidad de las opiniones, depende del contenido de las mismas, entroncando con la paradoja de la tolerancia desarrollada por el nada sospechoso de izquierdista Karl Popper, con quien no comparto la crítica al historicismo marxista expuesto en La sociedad abierta y sus enemigos, pero sí la defensa de la democracia.

La tolerancia ilimitada conduce irremediablemente a la desaparición de la tolerancia. Ser tolerantes con los intolerantes, con quienes niegan la violencia machista, la diversidad, los derechos humanos. Blanquear los discursos de odio. Justificar a quienes asesinan a sus parejas e hijos, exculpar a quienes violan en manada, amenazan con convertir homosexuales en heterosexuales a hostias, vinculan inmigración y delincuencia es el gran peligro que nos acecha. 

Por eso, la victoria de la Eurocopa no es su celebración. Nada tiene que ver. Tras las imágenes que se retransmitieron desde la capital de España la primera parece un espejismo. Una ilusión óptica. Casi una decepción al ver cómo la épica de Berlín fue desplazada por el incivismo en Madrid. Por lo cánticos y tuits machistas, racistas y xenófobos. Por el exhibicionismo de unas masculinidades frágiles que no apoyaron a las jugadoras de la selección española cuando se alzaron contra el machismo y la corrupción en la RFEF. Los mismos descamisados que rechazaron las palabras de Mbappé con el argumento de que no mezclan fútbol con política, salvo para fotografiarse con quienes desprecian a sus propios compañeros de selección. 

“Si queremos una sociedad tolerante, habrá que ser intolerante  con la intolerancia”, nos dejó escrito Karl Popper para animarnos a defender el “derecho a no tolerar la intolerancia” ni a quienes la propagan cada día a través de medios de comunicación que reciben más subvenciones que lectores tienen, y que se han convertido en el ariete de los ultras,  arengados por aquel “quien pueda hacer que haga”, de Aznar contra Sánchez, y financiados por gobiernos como la Xunta de Galicia, también con Alberto Núñez Feijóo, o los de Madrid y la Comunitat Valenciana, de Isabel Díaz Ayuso y Carlos Mazón. 

Y esta no es una batalla local. Se libra en el seno de la Unión Europea, desde donde se ha lanzado la normativa anti-bulos que ha expuesto en el Congreso de los Diputados Pedro Sánchez para proteger la libertad de prensa y el derecho a la información, en el  marco del plan para la regeneración de la democracia del Gobierno de España. No ha planteado nada que no esté en el reglamento de la UE, aprobado con el apoyo del PP europeo, para obligar a los medios a desvelar quiénes son sus dueños y detallar las subvenciones que reciben. Los lectores tenemos derecho a saber quién se esconde tras las líneas editoriales. 

Karl Popper vivió en la Europa de las guerras mundiales y los totalitarismos. Referente antimarxista, no se me ocurre nadie mejor que él para refutar a quienes deberían  colocarlo en el altar del liberalismo pero, claro, para eso deberían ser liberales y saber quién es Popper. Esa es la gran paradoja a la que se enfrenta la democracia, la de defender el derecho a no tolerar a los intolerantes y dotarse de mecanismo que impidan que la máquina de fango la siga amenazando. Esa es la gran paradoja de los carvajales. Su soberbia ignorancia. Su execrable intolerancia. 

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