Uno de los deberes de todo graduado o graduada en derecho consiste en responder a decenas de consultas informales de su entorno más cercano. Y en la semana en la que la Agencia Española de Protección de Datos se toma muy en serio la garantía del derecho al olvido recibí dos muy interesantes.
Una de ellas se refería a un centro escolar que por puro altruismo había iniciado la grabación de un video de apoyo a una determinada asociación de enfermos. Escolares y profesores habían estado trabajando con perspectiva positiva y altruista. Ello incluía su adecuada dosis de solidaridad sonriente, de emociones y fuertes abrazos. Lo interesante del mensaje consistía en que a los padres les informaban de algo que ya se estaba haciendo, de un gran trabajo que compartir con la comunidad. Esto si, por supuesto “cumpliendo con la Ley”: «si alguna familia prefiere que sus hijos no aparezcan solo tiene que enviar un correo al centro comunicándolo lo antes posible para así poder editar el video y borrar las imágenes». Permitan que traduzca a un lenguaje más claro lo que esto significa. Estamos grabando un video que promete ser viral, que deja a nuestro colegio por las nubes de super-solidario que es y si a Vd. se le ocurre decirnos que “no”, que sepa que nos lo va a fastidiar y que a su niña o niño lo borramos, porque lo que es grabarlo lo hemos hecho ya.
Mi segunda anécdota se refiere a un centro de salud. En el mismo, un enfermero entusiasta comparte en su Instagram “privado” fotografías e información sobre dos programas de salud comunitaria: un taller sobre lectura y memoria y una actividad física. En ambos casos, las personas asistentes son mayores con los que trabajar la motricidad, la movilidad y evitar o prevenir el deterioro cognitivo. En resumen, unos pretenden compartir el video de los menores en redes, otros revelan cuándo y dónde localizar a personas de avanzada edad de los que se puede inferir su enfermedad.
En una y otra actividad pueden detectarse patrones comunes. En ambas, se ha producido una normalización de conductas que ponen en riesgo los derechos de colectivos vulnerables. A los dos responsables de esta captación y/o reproducción de imágenes su conducta no les parece arriesgada. Lo normal, lo deseable es compartir la imagen de tiernos infantes en redes y lo raro sería que esto ofenda, moleste o ponga en riesgo a nadie. En el segundo caso sólo falta que la persona responsable anuncie en la sección “robos y estafas en casa de gente mayor” de la red social qué día pueden localizar y seguir a personas mayores que viven solas.
La segunda nota común deriva de una posición de dominio. En un caso, es el claustro de profesores en su integridad. En el otro, el profesional de la salud responsable de los cuidados. Es decir, figuras investidas de autoridad que generan confianza promueven la exposición en redes de personas con las que guardan una relación de sujeción o cuidado. Lo que en realidad puede concluir una persona experta es que se trata de profesionales escasamente formados que desconocen los riesgos en los que incurren y los más elementales deberes de seguridad y secreto que les incumben.
En el caso de los menores, aplican nada menos que hasta cuatro normas distintas: la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor, el Reglamento General de Protección de Datos y la Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales (LOPDGDD). De todas ellas se deducen exactamente las mismas reglas. Grabar y reproducir la imagen de un menor exige un análisis de riesgos que debe pivotar sobre el interés superior del menor. En caso de hacerlo es necesaria la autorización de quienes ostenten la patria potestad o tutoría. Y esta se manifiesta por medio de un consentimiento necesariamente previo, libre, inequívoco, específico e informado. Y seamos precisos, libre significa exento de todo tipo de influencia y de manipulación autoritativa o emocional.
En el segundo caso, la normativa de protección de datos es por lo demás obvia. Sabemos desde el 6 de noviembre de 2003, con el caso de la buena de la señora Lindqvist, que no es buena idea que se pueda identificar a una persona en una web que permita conocer aunque sea potencialmente un estado de salud. El régimen de tratamiento de categorías especiales de datos es particularmente riguroso. No insistamos ya en el riesgo que deriva del hecho de publicar para todo el barrio fotos de personas mayores que podrían vivir solas.
Unos deberían saber que el Estatuto Básico del Empleado Público y la legislación sobre función pública autonómica obliga a aplicar el Derecho y garantizar los derechos fundamentales. Y tal vez conocer que la Ley Orgánica no sólo es de “Protección de Datos Personales” sino de “garantía de los derechos digitales” y dedica a menores y centros escolares algún precepto de una claridad meridiana. El otro caso tiene más enjundia. Resulta que el artículo diez de la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad concede el derecho al respeto a la intimidad y a la confidencialidad de toda la información relacionada con el proceso y la estancia en instituciones sanitarias públicas y privadas que colaboren con el sistema público. Y esta regla se ha mantenido inalterada hasta hoy desde su primera versión de 29 de abril de 1986.
Así que en la misma semana en la que la defensa del derecho al olvido se traduce en una multa millonaria, la tozuda realidad pone en evidencia la más elemental carencia de cultura de privacidad en personas que interactúan con colectivos particularmente vulnerables. Puede que al leerme se considere la mía una posición exagerada. Y, de hecho, no se trata de prácticas de extrema gravedad sino más bien de conductas que la sociedad ha normalizado.
La cuestión que debería preocuparnos reside más bien en el conjunto de procesos previos que deberían haberse seguido en un entorno público antes de alcanzar el resultado. La garantía del derecho a la vida privada y la cultura de la privacidad comienza por el respeto al Derecho y a los procedimientos. ¿A quién se comunicó el tratamiento? ¿Quién lo informó y definió las reglas a seguir? ¿Quién lo autorizó? ¿Cómo se garantizó la libre autodeterminación de las personas concernidas? ¿Por qué razón información procedente de un entorno de salud acaba en el perfil privado de un profesional?
No juzguemos la cuestión exclusivamente desde el punto de vista de un resultado aparentemente banal. Cuando un servidor público infringe las reglas no existe excusa alguna. Es obvio que en ambos casos debería haberse notificado previamente al responsable del tratamiento la intención de captar y compartir imágenes. Alguien debería haber ponderado los riesgos y definido las condiciones adecuadas y proporcionales para conseguir el resultado que se buscaba.
En el caso de los menores, además de consultar a la persona delegada de protección de datos, hubiera sido más que razonable desplegar un trabajo que integrase al conjunto de madres y padres e implicarles en el diseño de la actividad. Así evaluada la relación riesgo-beneficio se hubieran podido tomar decisiones relativas por ejemplo al modelo de distribución de las imágenes. Pero, lo que a mi juicio es más importante, se hubiera podido implementar un diálogo activo integrando en las tareas a quienes no deseasen participar. ¿Nadie piensa que en estos supuestos existen otras alternativas en lugar del borrado de imágenes o de discriminar al que no quiere salir en la foto? Resulta inconcebible que en lugar de exponer a la comunidad educativa la importancia de la garantía que incorporan los derechos a la propia imagen y a la protección de datos se sancione materialmente al ostracismo a quienes los ejercen legítimamente. En un buen diseño, las niñas y niños cuyos padres se negasen a la grabación podrían haber asumido otros roles durante el proceso creativo de un modo participativo e integrador.
El segundo caso, resulta todavía más obvio. La compartición de experiencias profesionales en el ámbito de la salud no encuentra su lugar en una red social privada. Y si lo hace debe salvaguardar a toda costa el anonimato de las personas afectadas. Un proceso adecuado hubiera finalizado con el adecuado soporte jurídico. Y en él, el profesional hubiera sido advertido sobre las implicaciones éticas y jurídicas de su actividad y sobre los debidos procedimientos de consulta y autorización. Y no dudo que no se le hubiera ofrecido otra indicación que la salvaguarda del anonimato de los pacientes y la recomendación de derivar los estudios profesionales a revistas especializadas previa autorización e informe de los responsables de investigación y, bajo ciertas condiciones del comité de ética.
Ambos casos expresan sin duda una carencia de recursos en nuestra Administración. No busquemos torticeras intenciones, la cuestión es más sencilla: los profesionales concernidos no han recibido formación y desconocen los procedimientos que existen en su propia organización. Y ello, en entornos que trabajan con personas vulnerables debería hacernos reflexionar sobre los riesgos que pudieran derivar para el tratamiento de la información de estos colectivos en contextos de mayor impacto.
- Ricard Martínez Martínez es director de la Cátedra de Privacidad y Transformación Digital Microsoft-Universitat de València